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Por Aura Cumes

28 de noviembre de 2018

En su novela El sueño del celta, el escritor Mario Vargas Llosa narra la vida de Roger Casement, un irlandés que documentó horrendas atrocidades cometidas por los colonizadores belgas contra los habitantes del Congo y los ingleses contra los pueblos originarios en la Amazonía entre Perú y Colombia. Tales hechos ocurrieron durante la llamada “fiebre del caucho” en la última parte del siglo XIX y los inicios del siglo XX. Los colonizadores usaron indescriptibles formas de crueldad, masacrando, mutilando cuerpos, cortando orejas, narices, piernas y manos. Los registros visuales siempre son poderosísimos. Sin contar los muertos, las fotografías muestran a niñas, niños y adultos vivos, sin brazos o con otras partes de sus cuerpos cercenados y con profundas cicatrices, como resultado de las torturas y castigos ejemplificantes a quienes se rebelaban o no cumplían con la tarea de caucho exigidas por la voraz industria colonial.

….. Ahora, me remito a otro ejemplo tan brutal como el cometido por los colonizadores, con la diferencia que éstos los ejecutaron masivamente, hablo del asesinato de la joven señora q’eqchi’ Alejandra Ico Chub, por parte de su pareja Mario Tut Ical, también q’eqchi’[1]. En un video que circuló en las redes sociales, que no fui capaz de mirarlo, una persona gravó y difundió los momentos de agonía de Alejandra luego de que su pareja cercenara su cuerpo de una manera inmensamente cruel. Días después habitantes de otra comunidad encontraron al supuesto asesino apodado “el carnicero” quien confesó los hechos cuando era rodeado por periodistas locales. De una manera sumamente fría, narra con detalles los motivos grotescos que lo llevaron a destruir el cuerpo de Alejandra hasta privarla de su existencia, dice que lo hizo por “celos”.

….. Cuando nos encontramos frente a hechos tan espeluznantes, donde pareciera que la crueldad humana ha llegado a sus límites, y si estos llegan a sorprendernos, nos preguntamos, quienes fueron capaces de cometer tales brutalidades, qué los condujo a ello o por qué lo hicieron. Decapitar, cercenar cuerpos, cortar lenguas, cortar narices, cortar manos y pies, violar a las mujeres, estrellar cabezas de niños en piedras, abrir vientres como ya lo había narrado Bartolomé de las Casas en el siglo XVI, lo repite Europa en los lugares que coloniza, pero también lo volvimos a vivir en estas tierras durante el “Conflicto Armado Interno” (1962-1996); fueron métodos usados por el Estado guatemalteco a través del ejército, contra miles de mujeres y hombres de todas las edades. Estas formas de muerte, se vuelven a aplicar ahora contra campesinos e indígenas hombres y mujeres asesinados o apresados por defender su territorio frente a la voracidad de empresas que buscan imponer sus proyectos extractivos a toda costa en esta otra faceta de saqueo colonial.

Fotografía: tujaal.org

….. Mientras Vargas Llosa hablaba de su libro, una periodista le pidió que explicara sobre por qué consideraba que su novela histórica era también un retrato “de la condición y de la maldad humana”, y si es que acaso la “maldad” es algo intrínseco a los seres humanos. La respuesta del escritor es lo que me interesa hacer notar; argumentó que todo esto es una prueba de que hasta las sociedades “civilizadas”, “cristianas”, “cultas” llegan a convertirse en “bárbaras” y “salvajes” en determinadas condiciones. De hecho, Casement, el héroe de su novela, viajó al Congo y a la Amazonía para ver cómo “la generosa” y “la cristiana” Europa civilizaba a esas “tribus caníbales”, “paganas”, que vivían en la “edad de piedra”; esos que sometían a sus mujeres y a sus niños a horribles castigos. Pero lo que vio lo horrorizó, y reconoció que “la barbarie” y “el salvajismo” colonial eran infinitamente peores que el supuesto canibalismo y los sacrificios humanos, que se atribuía a indígenas y negros.

….. Los mitos coloniales son poderosos, estos han usado el racismo para imponer ontologías diferentes a las gentes. Por ejemplo, Vargas Llosa plantea que, los europeos “civilizados” solo se convirtieron en “bárbaros” en situaciones de impunidad, en momentos y lugares donde no había ley, y por eso, tanto en este caso, como en otros, esos “cristianos”, esas gentes “educadas” han cometido atrocidades. Mientras tanto, cuando se observan hechos como el asesinato de Alejandra y otros casos, inmediatamente brota la ontología racista impuesta contra los indígenas, “así son ellos de salvajes y bárbaros”, en las subjetividades de quienes así piensan, no existen las condiciones como las que Vargas Llosa atribuye a los europeos “civilizados”. Estos mitos coloniales funcionan como mecanismos de ocultamiento de las atrocidades cometidas por los “civilizados” para magnificar el horror de las atrocidades cometidas por los “barbaros” y volverlas “naturales”, “tradicionales” y “culturales” ante los ojos ajenos y propios. Darle la espalda a la historia es eficaz para el poder.

….. Al mismo tiempo que los belgas y los ingleses saqueaban el Congo y la Amazonía, destruyendo irreparablemente la vida de sus habitantes nativos, los alemanes lo hacían en Las Verapaces también bajo el disfraz de “civilizar” a los indígenas cuyos ancestros habían sobrevivido a la colonización española. Con similares crímenes a los descritos, arrebataron las tierras a los q’eqchi y poqomchi’, los ataron a las fincas cafetaleras como esclavos y siervos, creando mecanismos para hacerlos dependientes, inclusive vendiéndolos como parte de las fincas todavía a principios del siglo XX. Una implacable violencia ha sido la respuesta contra quienes han mantenido la esperanza de ser nuevamente libres, recuperando sus tierras, tal como ocurrió durante la Reforma Agraria en la década de 1950 y en los años del Conflicto Armado Interno. En el área q’eqchi’ y poqomchi’ la finca ha sido el Estado y el Estado ha sido la finca donde los patrones españoles, luego alemanes, después ladinos, ladinizados, mestizos y también nuevos extranjeros blancos, gobiernan y siguen robándose las tierras y las inapreciables riquezas de ese territorio cuidado milenariamente por los q’eqchi y poqomchi’. En esta nueva fase colonial, grandes plantaciones de monocultivos de palma “africana” invaden los territorios donde antes vivían las familias indígenas, sustituyen bosques de una biodiversidad increíbles, y ríos de gran historia milenaria son perseguidos para ser apresados a toda costa por la ambición de la instalación de hidroeléctricas cuyo fin último es el lucro desmedido.

….. En Alta Verapaz hemos visto en repetidas ocasiones arder y consumirse en las llamas la vida de comunidades completas en los desalojos. Las víctimas son los descendientes de aquellas familias cuyos colonizadores los hicieron dependientes pero los desechan cuando les perecen inservibles. La vida diaria privada y pública muestra de manera impactante las hondas jerarquías que se viven, como consecuencia de la trama colonial creadas a fuerza de la violencia. Se ha herido gravemente el sentido de equivalencia entre personas, y las relaciones humanas se comprenden y establecen a partir de un entrelazamiento de jerarquías raciales, sexuales y de clase. Por ejemplo, he visto a “patrones” y “patronas”, en las fincas y en las casas, golpear a sus “mozos” y “sirvientas” de manera similar a como lo hacían los esclavistas con sus esclavos. He visto en hoteles, restaurantes y tiendas gente que tira agua a los indígenas para castigarlos, que los saca a empujones de algunos espacios, o los “arrean” como a perros; tales prácticas ocurren también en juzgados, hospitales y otras instancias públicas. He visto a choferes que hacen levantar de sus asientos a mujeres indígenas ancianas para darle el lugar a ladinas y éstas últimas aceptarlo con absoluta impunidad. He notado también, con gran tristeza cómo indígenas urbanos reproducen con las y los indígenas del área rural y de las fincas, lo mismo que hacen los ladinos. Ha sido difícil solo aplaudir el trabajo en contra de la violencia hacia las mujeres que organizaciones ladinas realizan, cuando éste está infestado de racismo contra la gente q’eqchi y poqomchi’ y no se quiere reconocer, menos aún superarlo.

….. En el área q’eqchi’ las jerarquías y la violencia de la finca organizan la vida diaria. Un hombre q’eqchi’ me relató lo siguiente, que ilustra perfectamente la manera en que operan tales jerarquías, “El patrón te puede pegar una patada, una manada, un jalón de oreja o un empujón, pero como dice él, aquí tenemos nosotros autoridad, ustedes me pertenecen, si no es así ustedes son desobedientes, respondones y huevones; tenemos que hacerles como se hace con los bueyes, hay que puyarlos. Es como la autoridad que ustedes deben tener con sus mujeres y con sus hijos sino les obedecen, ustedes son los dueños, los propietarios pueden mandar en su casa”. Que gran coincidencia tienen estas palabras con la filosofía aristotélica que defendió el teólogo Ginés de Sepúlveda frente a Bartolomé de las Casas, cuando dijo:

“[…] algunas especies humanas están hechas para mandar sobre otras. Ellos [los indios] son esclavos por naturaleza. Ellos son de otra especie, son de otra categoría y nacieron para ser dominados. Es el orden natural establecido para el bien general, como la forma determina la materia, como el alma domina al cuerpo, como el hombre domina al animal, como el esposo domina a la esposa, como el padre domina al hijo. Es el orden natural establecido para el bien general. Aquel que nació esclavo cuando está sin su amo se encuentra perdido, desaparecería de esta tierra”.[2]

….. En todo el país, y en lugares como Alta Verapaz, no es común pensarnos como iguales o como equivalentes, como ya lo he dicho. Es en este contexto donde Alejandra es asesinada por su pareja. “El carnicero” expresa con total frialdad cómo ella tuvo la culpa porque “se metió con otro” y no había sido la primera vez, según él. Por eso, esta vez, haciendo uso de su excesivo poder machista de hombre “engañado” le dijo “ahora si te llevó el diablo” y la asesinó de la manera que ya sabemos. Este hombre se sentía dueño o propietario de Alejandra, como lo sienten muchos en nuestros contextos. Fue terriblemente impresionante leer los comentarios en las notas de prensa donde muchos hombres aplaudieron el hecho diciendo que lo que hizo el asesino confeso “está muy bien”, que así debía tratarse “a las mujeres infieles”, que “jamás una mujer debe engañar a un hombre”. La idea de propiedad y de posesión que no es cosa menor, es un vínculo esclavista, habla sobre la falta de autonomía no solo de las mujeres, sino también de los hombres quienes de esta manera demuestran que están formados como seres carentes y que su poder depende de extraer el poder de las mujeres. Esto es fácil notarlo cuando “su honor” o “dignidad” no depende de sí mismos, de sus méritos ni de su ética de vida, sino del “comportamiento de “sus” mujeres (esposas, hijas, madres).

….. En sociedades patriarcales, el poder de las mujeres es arrebatado ya sea con violencia o con dominación afectiva que solemos confundir con las ideas del “amor romántico”. Lejos estamos de establecer una relación entre seres equivalentes, como tendría que ser. Por esto, el sentido de propiedad o de posesión es un asunto de salud pública, una pandemia antropológica porque aquí se sustenta la recurrente violencia cotidiana contra las mujeres y facilita la comisión de femicidios. Se supone que la responsabilidad del Estado es la defensa del bien común de la totalidad de la población, pero ha sido el mismo Estado en tanto maquinaria de poder de las razas dominantes, el que en muchos momentos de la historia ha construido los graves desequilibrios de poder que ahora vivimos o los ha aprovechado para controlar a la población indígena, tal como ocurrió durante el “Conflicto Armado Interno”, donde la violencia sexual se usó como estrategia de represión y de genocidio. Miles de mujeres sufrieron lo que pasó a Alejandra, pero los perpetradores no fueron sus parejas, sino el ejército y los paramilitares en tanto fuerzas del Estado.

….. Fue también impactante la manera en que los periodistas, que asumo que eso eran, hacían las preguntas al señor Mario Tut Ical. Salvo excepciones lo trataron de “vos”, tal como hace cualquier patrón con su sirviente. Su trato destilaba racismo y sus preguntas contenían una curiosidad morbosa por saber por qué un “indiosalvaje” mata a una ”indiasalvaje”, más que por entender el hecho y comunicarlo como periodistas. Por la manera en que trataron al señor Tut Ical, se podía percibir que ellos se imaginaban frente a una “bestia” acorralada, una “bestia” que “nació bestia” y debe “morir como bestia”. Por eso, hay que salir de la trampa de explicar el crimen de Alejandra, como muchos otros, y de la violencia contra las mujeres indígenas, desde el campo de la cultura o de la ontología indígena, para reconocer que somos producto de una historia de violencia colonial-patriarcal que no acaba. Lo más terrible de las formas de dominio, decía Fanon es cuando el colonizado vuelca la violencia colonial que lo atormenta día con día, contra sí mismo y contra los suyos. En cada una de las heridas que Mario Tut Ical acertó en el cuerpo de Alejandra se sintetiza la furia de un individuo en cuya existencia se inscribe una trágica historia de violencia y de saqueo que al mismo tiempo replica; a pesar de ello tenía también la posibilidad de decidir no hacerlo.[3]

….. La “naturaleza” y la condición humana de los “blancos” de los “indios” y de los “negros” es la misma, pero la falacia “civilizatoria” de los colonizadores ha sido tan exitosa para que puedan salir sin responsabilidad de sus horrendos crímenes y de la terrible destrucción que han causado en nuestras vidas de cuyas secuelas no nos recuperamos porque la colonización es una realidad actual. Las súplicas de Alejandra no fueron suficientes para que su cruel victimario la dejara vivir, de la misma manera que las suplicas de los diez millones de habitantes del Congo y los treinta mil indígenas exterminados y mutilados en la Amazonía no fueron escuchadas por los colonizadores belgas e ingleses, por no poner ejemplos más cercanos a nosotros. Los treinta y seis años de represión política y de genocidio en Guatemala, han ahondado los graves desequilibrios de poder y han reforzado la enseñanza de la violencia y del terror como mecanismo para relacionarnos y para defender las jerarquías que tristemente nos “dan dignidad”. Ojala podamos construir relaciones más equivalentes donde la “dignidad” de las razas dominantes no dependa de riquezas robadas, ni la “dignidad” de los ladinos y mestizos dependa de la existencia de los “indios” inferiorizados, ni la “dignidad” de los hombres dependa de las mujeres, porque esto solo nos convierte en depredadores del poder de quienes dependemos. Recuperar la autonomía del ser significa hacernos responsables de nuestra propia dignidad individual y colectiva, para cuidarnos y defendernos de los “civilizadores” ahora apóstoles del “desarrollo” y del “progreso”, que en todo el planeta han sembrado un horror indescriptible que nosotros los “bárbaros” y “salvajes” no debemos replicar y menos sobre nosotros mismos.

[1] Desconozco si tanto la señora Alejandra Ico y el señor Mario Tut, son q’eqchi’ o poqomchi’.

[2] Argumentaciones de Ginés de Sepúlveda, en la Controversia sobre “la naturaleza de los indios”, llevada a cabo en Valladolid España en 1542. Tratados de Bartolomé de las Casas, tomo I y II. Fondo de Cultura Económica, Primera Edición, 1965, Segunda reimpresión, 1997, México.

[3] Por carecer de cifras actualizadas, usaré datos del 2014, analizados por el Grupo Guatemalteco de Mujeres. En ese año, Guatemala como país reportó 705 MVM, uno de los más altos de América Latina. Aunque no hay cifras desagregadas por etnicidad, llama la atención observar, que los lugares considerados popularmente “no indígenas” o “menos indígenas”, suelen concentrar cifras más altas que los lugares con mayor población indígena. Pero es importante destacar que en algunos espacios donde ha funcionado históricamente alcaldías indígenas o donde las autoridades indígenas tienen una organización sólida, y participan en la impartición de justicia, son lugares de menor incidencia de femicidios, pero esto no implica que la cifra sea nula. Infelizmente en todos los departamentos se reportan femicidios. En ese mismo año, mientras en la ciudad Guatemala, murieron 330 mujeres y en Escuintla 69, los dos más altos índices, en Quiche hubo 5 muertes violentas de mujeres y en Sololá 2. En ningún momento se quiere buscar complacencia con los índices menores, porque cuando se sigue la historia de cada mujer asesinada como en el caso de Sololá, pueden encontrarse similares patrones de destrucción de la vida y del cuerpo de las mujeres. Pero lo más peligroso es cómo las cifras van en aumento en todos los lugares, o sencillamente no tienden a una baja radical, como lo es el caso de Alta Verapaz.

 

Fuente: http://tujaal.org/las-confesiones-del-carnicero-y-la-condicion-humana/?fbclid=IwAR3qvjc3eH5JSyAl3LGJIQfslHxeuDWtuGBx9xzpKDdL1YntJ4Ekt18wVX0

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