Por: Marcelo Colussi
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De la riqueza a la pobreza
El economista ruso-estadounidense Simon Kuznets, ganador del Premio Nobel de Economía en 1971, dijo alguna vez que existen cuatro categorías de países: los desarrollados, los subdesarrollados, Japón y Argentina. ¿Por qué estos dos últimos? El caso del país asiático, porque constituye un verdadero “milagro”: habiendo sido prácticamente destruido durante la Segunda Guerra Mundial –con el agregado de dos bombas atómicas sobre su población civil– en pocos años resurgió monumentalmente, transformándose en un par de décadas en la segunda economía mundial. El caso de Argentina, por el contrario, es también digno de estudio (la “paradoja” argentina, pudo llamársele): ¿cómo fue posible que una sociedad próspera, con elevados índices de lo que hoy llamaríamos “desarrollo humano”, con abundantes tierras fértiles, numerosos recursos hídricos, petróleo, un enorme litoral atlántico y un parque industrial considerable, que para la primera mitad del siglo XX tenía una pujanza mayor que Canadá, Australia o España, en unos años pudiera descender tanto, convirtiendo a uno de cada tres de sus habitantes en pobres? ¿Cómo fue posible eso? ¿Cómo se pudo llegar a esa patética realidad donde buena parte de su juventud piensa que la única salida que tiene el país… es Ezeiza? (el aeropuerto internacional).
Hacia 1913 Argentina era el décimo país del mundo con mayores ingresos per capita. Con el proceso de sustitución de importaciones, que en realidad empezó antes de la primera presidencia de Juan Domingo Perón, pero que durante su mandato se acrecentó poderosamente, la capacidad industrial argentina fue creciendo en forma exponencial en la primera mitad del siglo pasado. El valor agregado de la producción manufacturera superó al de la agricultura por primera vez en 1943. Inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, cuando Europa estaba destrozada y comenzaba su lento proceso de recuperación con la inyección del Plan Marshall estadounidense, Argentina rebosaba de divisas, siendo la décima economía mundial. El desarrollismo, como teoría económico-político-social que encontró en Raúl Prebisch su principal mentor, marcó la época, llevando la industrialización a niveles insospechados.
A partir del empuje que recibe la industria nacional durante el gobierno peronista, para finales de la década de los 50 el país aportaba la mitad de todo el Producto Interno Bruto –PIB– de Latinoamérica. Además de las tradicionales exportaciones de cereales y carne vacuna, la industria argentina marcaba época. La producción global era el doble de la de su vecino Brasil. Junto a ese dinamismo, la sociedad en su conjunto tenía un nivel comparativamente muy alto con otros países de la región. Los salarios eran los mejores de todo el sub-continente, y la clase trabajadora –urbana y rural– estaba sindicalizada, gozando de importantes beneficios.
La pobreza nunca superaba el 10% de la población, y la participación de los salarios de los trabajadores en la riqueza nacional rondaba el 50%. Había considerables desarrollos, tanto científico-técnicos como culturales en su sentido más amplio. Hacia 1950 Argentina se encontraba entre los tres países más avanzados en el aprovechamiento del gas natural, junto con Estados Unidos y la Unión Soviética. En 1947 se construye en el país el primer avión a reacción de toda Latinoamérica, noveno en su tipo en todo el mundo: el Pulqui I. Para mediados de siglo Argentina fue pionera en todo el Tercer Mundo en investigación nuclear: en 1958 entra en operaciones el primer reactor de su tipo en toda América Latina, y en 1968 se comienza a construir la primera usina atómica de la región: Atucha, que se inaugura en 1974.
Para 1958 en Argentina se encontraba la empresa industrial más grande de Latinoamérica: Siam, con más de 9.000 trabajadores, con una muy importante producción de manufacturas varias. En 1955, el país contaba con una reserva de 371 millones de dólares, pasando a ser acreedor. Todo este desarrollo se traduce en un considerable bienestar general, con servicios públicos de calidad: educación universal gratuita que termina con el analfabetismo, y un sistema de salud pública y de seguridad social de gran vuelo.
La producción científica y cultural también alcanza altas cotas: tres Premios Nobel en Ciencia, una gran industria editorial, discográfica y cinematográfica que marca rumbo en el continente, masivo acceso a la educación (el país más lector de la región, por ejemplo). Para la década de los 60, el 40% de la población podía considerarse de clase media, con importantes cuotas de consumo y con indicadores socioeconómicos inhallables en otros países latinoamericanos, más cercanos al perfil de un país europeo con desarrollo medio.
Pero algo pasó. Todo ese nivel de bienestar se vino abajo. Ese histórico índice de pobreza siempre bajo, hoy día trepó a niveles exagerados. En estos momentos, año 2018, 35% de la población se considera pobre a nivel nacional, mientras que en algunas provincias esa cifra supera el 50%. El salario mínimo actual cubre solo el 45% de la canasta básica, y las jubilaciones son vergonzosas, pues no permiten pasar la primera quincena. Como cosa inédita en un país que siempre fue productor neto de alimentos (carne vacuna y cereales en cantidad, el “país de las vacas”), actualmente la desnutrición infantil es de más del 20%. La desocupación se ubica en el 7,6% de la Población Económicamente Activa, y a nivel global Argentina descendió a ser la tercera economía en Latinoamérica –detrás de Brasil, que presenta un PIB cuatro veces mayor, y de México– habiendo caído al 26° lugar a nivel mundial.
Solo para ejemplificar el fenómeno en juego: en el corto período de cuatro años que va de 1999 a 2002, el PIB decreció en más de 20%. Por otro lado, el ingreso per capita del año 2004 fue aproximadamente el mismo que el de 1974. Pero –y esto es lo importante a remarcar– el nivel de población en situación de pobreza fue mucho mayor en el 2004, lo que refleja una creciente desigualdad en la distribución del ingreso en el país.
Paisajes sociales impensables décadas atrás, hoy hacen parte de la cotidianeidad argentina: población precarizada, cinturones de pobreza (villas miserias) por doquier, ejércitos de vendedores ambulantes informales, niños de la calle, delincuencia callejera a niveles alarmantes y desconocidos anteriormente, consumo de drogas generalizado. Aunque Raúl Alfonsín pregonaba a los cuatro vientos durante su campaña presidencial en 1983 que “con la democracia se come, se cura y se educa”, la obstinada realidad enseña que el hambre, la reaparición de enfermedades endémicas otrora superadas y la deserción escolar, hoy son una constante en Argentina. En el “país de las vacas” no fueron pocas las veces en que la población, desesperada, saqueó un zoológico para comer algo de carne roja.
¿Qué pasó? ¿Cómo se dio esta paradoja? ¿Cómo fue posible que, de ser un territorio libre de analfabetismo, donde un tercio de la población tenía vivienda propia y la clase trabajadora mostraba una organización sindical envidiable, hoy día Argentina no pueda salir de su marasmo?
Las consecuencias de esta caída fueron estrepitosas: el aumento en el consumo de sustancias psicoactivas es un elocuente índice (¿por qué huir de la realidad si todo anduviera bien?). En estos últimos años Argentina tuvo indicadores trágicos: uno de los primeros lugares, a nivel mundial, en suicidios y en disfunción eréctil. Definitivamente, todo se vino abajo. ¿Cómo entenderlo?
¿Qué pasó?
Dejando de lado explicaciones superficiales (¿supuesta “vocación” al fracaso de los argentinos?), la apelación a “los malos gobernantes” es el expediente más sencillo. Pero allí radica un enorme peligro en términos ideológicos: además de ser una mirada banal, se juega un prejuicio cuestionable. La marcha de las sociedades, y menos aún hoy día en estas “democracias” capitalistas, no está fijada en modo alguno por las administraciones de turno, por el presidente y sus ministros, ni por las legislaturas. En último análisis, podría decirse que los equipos gobernantes son meros administradores, meros gerentes que fijan (a medias) las políticas públicas. Los verdaderos actores que establecen los carriles por donde transita la humanidad son poderes mucho más omnímodos. Hoy día –y evidenciar esto es la intención del presente escrito– esos poderes van infinitamente mucho más allá de los Estados nacionales: la arquitectura del mundo, cada vez más, está dada por monumentales capitales globales. Capitales que deciden qué y cómo se consume, cuándo hay guerras, qué población sobra en el mundo y qué debe producir cada país. ¿Por qué hoy día Argentina, de nación autosuficiente donde no se compraba prácticamente nada en el extranjero –salvo productos de lujo prescindibles en la economía cotidiana– pasó a ser un monoproductor de soja transgénica, inundado de producción industrial externa, con una población empobrecida? ¿Quién fijó eso: los presidentes de turno?
“Argentina, para los años 70, consumía demasiado petróleo. Cada familia quería tener un automóvil… ¡y eso es mucho!”, dijo ya entrado el siglo XXI un funcionario estadounidense de la USAID* explicando la “necesidad” de imponer planes de austeridad en el país. Mucho consumo de petróleo, pero ¿para quién? Eso hace recordar aquella famosa frase de Henry Kissinger: “Controla el petróleo y controlarás a las naciones; controla los alimentos y controlarás a la gente”. Insistamos en la fórmula: capitales que deciden qué y cómo se consume, cuándo hay guerras, qué población sobra en el mundo y qué debe producir cada país.
Desde hace unas cuatro décadas, esos mega-capitales han impuesto unas políticas específicas que se han conocido como “neoliberalismo”. Son esas políticas, establecidas por grandes centros de poder con capacidad de incidencia global, las que hicieron de Argentina lo que es actualmente. Los gobernantes de turno han navegado en medio de esas imposiciones, sin ser ellos directamente los responsables de la actual monumental debacle.
Con la dictadura impuesta el 24 de marzo de 1976, bajo la dirección del general Jorge Rafael Videla, el verdadero personaje fuerte que empezó imponiendo esas políticas neoliberales fue el entonces ministro de economía, José Alfredo Martínez de Hoz, conspicuo miembro de la oligarquía nacional, formado en la Universidad de Cambridge, Estados Unidos, y ligado directamente a las ideas neoliberales en boga. “Siento gran respeto y admiración por Martínez de Hoz. Esto proviene no sólo de una larga amistad entre nosotros, a pesar de las distancias geográficas que nos separan, sino de la creatividad y rigor de su desempeño en el plano económico. […] Pocos como él tuvieron la valentía de informar en Estados Unidos que el problema de Argentina anterior a su gestión radicaba en la promoción de una excesiva intervención estatal en la economía y en el sobredimensionamiento de las funciones del Estado, que indebidamente ponían sobre las espaldas del país el costo social de la acción”, dijo el magnate estadounidense David Rockefeller refiriéndose a su persona en 1978.
Fueron esas políticas específicas las que comenzaron con el terrorífico deterioro argentino. Con los planes neoliberales que dirigió Martínez de Hoz –asentados en 30.000 desaparecidos, campos de concentración clandestinos y picanas eléctricas a la orden del día– Argentina vio naufragar su industria nacional. Miles de pequeñas y medianas empresas quebraron debido a las reducciones arancelarias que permitieron una invasión de mercadería extranjera, con la consecuente pauperización de enormes masas de trabajadores que fueron quedando desocupados. El cinturón industrial Rosario-San Nicolás, donde se asentaba buena parte de un muy desarrollado parque productivo, con dos grandes acerías incluidas y una pujante industria petroquímica, alcanzó cotas de desempleo únicas en el mundo, con más del 30% de la PEA sin salario. Para el año 1980 la producción industrial había reducido un 10% su aporte al PIB, y en algunas ramas, como la textil, la caída había superado el 15%.
Esas políticas de desfinanciamiento del país en beneficio de centros de poder externo dieron como resultado un crecimiento exponencial de la deuda externa. La misma creció de 7.875 millones de dólares, al finalizar 1975, a 45.087 millones de dólares en 1983. Ello trajo como resultado la sujeción inmediata de Argentina a los organismos crediticios internacionales, hipotecando por largas décadas su futuro. La situación de los trabajadores asalariados fue de empobrecimiento acelerado: la participación del salario en el PIB, que para 1975 era de un 43%, en un par de años se redujo al 25%. El nivel de vida, naturalmente, cayó en forma estrepitosa. Pero la situación deja ver el trasfondo de esas políticas: si bien los salarios pasaron a ser miserables, tener un trabajo fijo en esas condiciones dominantes era ya un lujo. Por tanto, la consigna para todo trabajador pasó a ser cuidar como el bien más preciado su sacrosanto puesto de trabajo. Consecuencia obligada: “No meterse en nada”, eufemismo por decir: olvidarse de toda actitud crítica, no protestar, no organizarse. Las desapariciones forzadas de personas (el temible Ford Falcon verde con varios sujetos armados a bordo) eran el siniestro recordatorio.
Está claro que esas políticas, fijadas desde los organismos financieros internacionales como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, marcan el rumbo, tanto en Argentina como en todos los países latinoamericanos, e incluso de todo el orbe. Los presidentes de turno, con distintas características y estilos personales, no son más que buenos colegiales a los que se les obliga a hacer la tarea. Los presidentes de los Bancos Centrales, por otro lado –con relación directa con esos organismos crediticios– pasaron a tener mayores cuotas de poder que los propios mandatarios. De hecho, hacia finales de la dictadura militar, en septiembre de 1982, el por ese entonces presidente del Banco Central, Domingo Cavallo, seguidor a ultranza de las recetas neoliberales (formado en Harvard, Estados Unidos), estatizó 17.000 millones de dólares de deuda externa privada, transformándola en deuda pública. Entre otras empresas beneficiadas con esas medidas está el Grupo Macri, de donde proviene el actual presidente. En otros términos: se socializan las pérdidas (empobrecimiento de las mayorías populares) mientras que se privatizan las ganancias (de grandes grupos económicos, nacionales y extranjeros). El Estado no sirve, según la prédica neoliberal. Pero sí sirve para salvar a la empresa privada en dificultades, fenómeno que se dio en numerosos países, como se verá más adelante.
Está claro, entonces, que el actual deterioro de Argentina no fue “culpa” de algún funcionario público en especial, de la corrupción de algún político venal o de desacertadas decisiones de un ministro de Economía, del “corralito” de Fernando de la Rúa o del malhadado destino. Es algo estructural, y hay que leerlo en clave histórica. Las “relaciones carnales” de Carlos Menem fueron más vergonzosas que los intentos socialdemócratas (engañosos) de Néstor Kirchner* o de Cristina Fernández, pero todos, indefectiblemente, se vieron constreñidos a seguir reglas de juego que no fijaron, que les fueron impuestas. Y, preciso es decirlo, con estos últimos dos mandatarios, si bien hubo una relativa mejoría en la situación de la pauperizada clase trabajadora –merced a programas asistenciales en muy buena medida– la transformación del país (de industrial en agrícola) es un proceso que no depende de decisiones tomadas en la Casa Rosada. Si “es mucho el petróleo que consumen los argentinos”, eso no lo decidió ningún ciudadano argentino. La pobreza actual (1 de cada 3 argentinos es pobre) tiene causas mucho más concretas y profundas que la “mala suerte” o que la corruptela de algún ministro o legislador.
Las políticas neoliberales que hace años marcan el ritmo del planeta tienen como objetivo, en definitiva, repartir el mundo de una forma donde los habitantes del Sur no cuentan en la toma de esa decisión. La agenda oculta pareciera ser tener postrada a la población mayoritaria en beneficio de unos pocos, muy pocos grandes centros decisorios.
¿Qué es, entonces, el neoliberalismo?
Lo que hoy día conocemos como “neoliberalismo”, siempre asociado a la idea de globalización, es una forma que el sistema capitalista adquirió entre los años 70 y 80 del siglo pasado, surgido como doctrina en los llamados países centrales, en el que retoma la iniciativa económica, política, militar e ideológico-cultural que había ido perdiendo a través de décadas de avance popular. Recuérdese que los años 60/70 marcaron un alza significativa de las luchas anti-sistémicas, con distintas expresiones de rechazo que van desde organizaciones sindicales combativas hasta movimientos campesinos organizados, el desarrollo de guerrillas de orientación socialista hasta la aparición de un ala progresista de la Iglesia Católica surgida luego del Concilio Vaticano II y su opción preferencial por los pobres, el rechazo a la guerra de Vietnam y el movimiento hippie llamando al pacifismo y el no-consumismo al Mayo Francés como fuente inspiradora de protestas, el auge de los procesos de liberación nacional en África al impetuoso avance de los movimientos feministas y de liberación sexual, la mística guevarista que va marcando esos años así como el auge de un espíritu contestatario y rebelde que se expande por doquier. Vale recordar que para los años 80 del siglo XX, al menos un 25% de la población mundial vivía en sistemas que, salvando las diferencias históricas y culturales existentes entre sí, podían ser catalogados como socialistas (Unión Soviética y el este europeo, China, Vietnam, Corea del Norte, Laos, Camboya, Cuba, Nicaragua, muchos países africanos de reciente liberación, etc.).
Ante todo esto, para el sistema capitalista dominante entendido como unidad global y monolítica, más allá de diferencias y pujas intercapitalistas, se prendieron las luces rojas de alarma. El llamado neoliberalismo fue la reacción a ese estado de cosas. Los Documentos de Santa Fe* (elaborados por los más ultraderechistas tanques de pensamiento neoconservador estadounidenses) son el complemento político para América Latina de la arquitectura económica que fija el neoliberalismo. De hecho, la primera experiencia neoliberal como tal –en alguna medida: laboratorio para lo que vendrá después– tiene lugar en el medio de una sangrienta dictadura latinoamericana: el Chile del general Augusto Pinochet. A partir de ahí, el modelo se expande por innumerables países del Sur, para llegar luego a las naciones metropolitanas. Allí, Estados Unidos bajo la presidencia de Ronald Reagan y Gran Bretaña, dirigida por Margaret Tatcher, son los países que enarbolan el neoliberalismo como insignia triunfal, para impulsarlo a escala planetaria. Sus mentores intelectuales: los austríacos Friedrich von Hayek, Ludwig von Mises (la llamada Escuela de Viena) y lo que luego se conocerá como la Escuela de Chicago, capitaneada por el estadounidense Milton Friedman y sus acólitos Chicago Boys, reflotan y llevan a un grado sumo los principios liberales del capitalismo inglés clásico.
En pocas palabras, este nuevo liberalismo se emparenta directamente con el viejo liberalismo dieciochesco y decimonónico de los padres de aquella economía política clásica burguesa, aquellos que inspiraron a Marx en su lectura crítica del capitalismo: Adam Smith, David Ricardo, Thomas Malthus, John Stuart Mill: el acento está puesto en la entronización absoluta de la libertad de mercado, reduciendo drásticamente el papel del Estado a un mero mecanismo garante que asegura la renta de la empresa privada. El actual neoliberalismo y sus recetas de privatización de los principales servicios estatales, desarman el Estado de bienestar keynesiano surgido después de la Gran Depresión de 1930, teniendo como resultado dos elementos fundamentales: 1) el enriquecimiento exponencial de los grandes capitales en detrimento de toda la masa asalariada (trabajadores varios y sectores medios), y 2) el descabezamiento de toda protesta popular. Es elocuente al respecto lo expresado por la Dama de Hierro, Margaret Tatcher, para resumir esta nueva perspectiva: “No hay alternativa”. Dicho de otro modo: “O capitalismo ¡o capitalismo! Eso no se discute”.
El instrumento desde donde se impulsaron esas nuevas políticas fueron los grandes organismos crediticios de Bretton Woods: el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, instancias financieras manejadas por los grandes capitales corporativos de unos pocos países centrales, Estados Unidos fundamentalmente. Desde ahí se fijaron las recetas neoliberales que prácticamente la casi totalidad de países del mundo debieron impulsar estas últimas décadas. Y por supuesto, no para beneficio de las grandes mayorías populares sino para provecho de esos pocos capitales transnacionales.
Las dos tareas mencionadas (acumulación de riquezas y freno de la protesta popular) se han venido cumpliendo a la perfección en estas últimas cuatro décadas. La acumulación de riquezas de los más acaudalados se llevó a niveles descomunales. A partir de ello, hoy día 500 corporaciones multinacionales globales manejan prácticamente la economía mundial, con fracturaciones que se miden por decenas o centenas de miles de millones de dólares (una sola empresa con más renta que el PIB total de muchos países del Sur), y el patrimonio de las 358 personas cuyos activos sobrepasan los 1.000 millones de dólares –selecto grupo que cabe en un Boeing 747, en su gran mayoría de origen estadounidense– supera el ingreso anual combinado de naciones en las que vive el 45% de la población mundial. En otros términos: la polarización económico-social se llevó a extremos que nunca antes había conocido el capitalismo, surgido con los ideales (perversamente engañosos) de “libertad, igualdad y fraternidad”. Esa acumulación fabulosa de riqueza se hizo sobre la base de un empobrecimiento mayúsculo de las grandes mayorías.
Ese fabuloso acrecentamiento de riquezas vino de la mano de las nuevas tecnologías de la comunicación que convirtieron el planeta en una verdadera aldea global, eliminando distancias y homogeneizando culturas, gustos y tendencias, aplastando tradiciones locales de un modo impiadoso. El internet fue su ícono por antonomasia. De ahí que, en muy buena medida como producto de una ilusión mediática que así lo presenta, esa nueva forma de capitalismo despiadado que se erigió contra el alza de las luchas populares de décadas anteriores, suele estar asociado a la mundialización o planetarización, a lo que hoy se llama globalización, y siempre de la mano de las nuevas tecnologías de la comunicación y la información. Pero ese fenómeno no es nuevo. “La tarea específica de la sociedad burguesa es el establecimiento del mercado mundial (…) y de la producción basada en ese mercado. Como el mundo es redondo, esto parece tener ya pleno sentido [por lo que ahora estamos presenciando]”, anunciaba Marx en 1858. En realidad, la globalización no comenzó con la caída del Muro de Berlín en 1989, como malintencionadamente se arguye, cuando el “mundo libre” vence a la “tiranía comunista”, sino la madrugada del 12 de octubre de 1492, cuando Rodrigo de Triana avistó tierra desde la nave insignia de la expedición de Cristóbal Colón.
La otra faceta del neoliberalismo: la neutralización de todo tipo de protesta popular anti-sistémica, igualmente se llevó a cabo de modo perfecto. En América Latina los planes neoliberales se asentaron a partir de feroces dictaduras sangrientas que prepararon el terreno. Fueron gobiernos civiles, llamados “democracias”, las que profundizaron las recetas fondomonetaristas y privatistas (Carlos Menem en Argentina, por ejemplo, o Carlos Andrés Pérez en Venezuela, Carlos Salinas de Gortari en México, Collor de Melo en Brasil, Virgilio Barco en Colombia, Álvaro Arzú en Guatemala, etc.), sobre montañas de cadáveres y ríos de sangre que les antecedieron. En el llamado Primer Mundo, esas políticas se impusieron también a sangre y fuego, pero sin la necesidad de dictaduras militares previas. El resultado fue similar en todo el mundo: los sindicatos obreros fueron cooptados, la ideología conservadora fue imponiéndose, y toda forma de descontento y/o contestación fue reducida a “oprobiosa rémora de un pasado que no debía volver”. Desmoronado el bloque socialista (fenecida la revolución en la Unión Soviética y revertida la revolución hacia un confuso “socialismo de mercado” en la República Popular China), Cuba y Norcorea fueron prácticamente los únicos baluartes que permanecieron fieles al ideario socialista. Y así les fue. En Cuba, el capitalismo global le ajustó cuentas, haciéndole sufrir el penoso “período especial”, y en Corea del Norte se le llevó a un tremendo nivel de asfixia que forzó al gobierno coreano a emprender su militarización nuclear como único modo de sobrevivencia. Sin ningún lugar a dudas, estas nuevas políticas neoliberales (o capitalismo sin anestesia, para ser más explícito, sin el colchón que había generado el Estado socialdemócrata de las ideas keynesianas) desarmaron, desmovilizaron e hicieron retroceder toda protesta social. Conservar el puesto de trabajo (indignamente en muchos casos) pasó a ser lo único que se podía hacer. La protesta significa el desempleo, y ante el nuevo paisaje que crearon estas políticas, eso es equivalente casi a la muerte. En Latinoamérica los campos de concentración clandestinos, la desaparición forzada de personas y las torturas pavimentaron el camino para estos planes, de los que todos los trabajadores del mundo, Norte próspero y Sur mísero, siguen sufriendo hoy las consecuencias. Eso explica la pobreza y la precarización actual de Argentina (segundo país en Latinoamérica –30.000–, tras Guatemala –45.000–, en personas desparecidas previas a los planes neoliberales).
Estas recetas de entronización absoluta del libre mercado se complementan necesariamente con el achicamiento / desmantelamiento de los Estados nacionales: todas las empresas públicas son privatizadas, la inversión social se reduce a porcentajes ínfimos y la prédica constante, que termina por hacerse una verdad (“Una mentira repetida mil veces termina convirtiéndose en una verdad” enseñó Joseph Goebbels, ministro de Propaganda nazi) hace del Estado un “paquidermo inservible, corrupto, disfuncional”. Esa ideología, esas prácticas concretas de ajuste estructural, las vemos recorriendo todo el mundo. En Argentina, como no podía ser de otro modo, también terminaron afianzándose, siendo la piedra angular de todos los gobiernos. Desde la implementación de los primeros planteos neoliberales en 1976, con Martínez de Hoz, pasando por todas las administraciones hasta la actual de Mauricio Macri (¡todas!, sin excepción), el neoliberalismo ha marcado el rumbo. Por eso –y no por ninguna otra cosa– el país presenta el estado calamitoso actual, con proliferación de “cirujas” y villas miseria, junto a ghettos ultra refinados para los que “se salvaron”.
El neoliberalismo, digámoslo claramente, es una expresión determinada del sistema capitalista, de ese modo de producción en un momento de su desarrollo histórico, con capitales monopolistas y transnacionalizados en su actual fase de imperialismo guerrerista. Ese sistema –nunca está de más recordarlo– se fundamenta en la explotación del trabajador a partir de la propiedad privada de los medios de producción, no importando la forma que ese trabajo asuma: proletariado industrial urbano, proletariado agrícola –incluso si se trata de trabajadores estacionales–, productores intelectuales, trabajo hogareño no remunerado, habitualmente desarrollado por mujeres amas de casa. El corazón del problema está en la plusvalía, el trabajo no remunerado apropiado por los dueños de los medios de producción bajo la forma de renta, de ganancia, sean ellos industriales, terratenientes o banqueros. Ese es el verdadero problema a enfrentar.
Todo esto remite a la pregunta sobre cómo se estructura verdaderamente el sistema capitalista actual. Está claro que quien manda, quien pone las condiciones y fija las líneas a largo plazo, son estos capitales globales, financieros en muy buena medida, que establecen las vías por donde habrá de circular la población del planeta. Esos megacapitales realmente no tienen patria. Los Estados nacionales modernos conformados con el triunfo de la sociedad burguesa sobre el feudalismo medieval en Europa, y luego replicados en todas partes del orbe, ya no les son funcionales ni necesarios. El capitalismo globalizado actual no se maneja desde las casas de gobierno. La Casa Blanca, representación por antonomasia del poder mundial (con acceso a uno de los dos botones nucleares más poderosos del planeta) no es la que realmente decide por dónde van las estrategias. Extremando las cosas, el presidente de la primera potencia mundial es un operador de esos grandes capitales, donde el complejo militar-industrial juega un papel de primera importancia, así como las compañías petroleras. Si ese presidente de turno no le quiere escuchar a esas megaempresas, puede terminar con un balazo en la cabeza, como le pasó a John Kennedy. ¿A quién pertenece, por ejemplo, la empresa automotriz más grande del orbe actualmente, el gigante Daimler-Chrysler? A los accionistas, que pueden ser tanto estadounidenses como alemanes…, o de cualquier parte del mundo (¿quién sabe realmente la composición de esos capitales? ¿Podrán tener ahí acciones el Vaticano, o algún cartel de la droga? ¿Por qué no?) Los dueños del capital no tienen color de bandera: su único himno nacional es el billete de banco, que se tiñe de rojo (sangre) cuando alguien se les opone. El Plan Marshall posterior a la Segunda Guerra Mundial buscó justamente eso: internacionalizar los capitales para evitar nuevas confrontaciones bélicas entre los países centrales.
Hay tantas armas y tantas guerras en el mundo, en casi todos los casos impulsadas desde Washington, porque ese entramado industrial necesita realizar su plusvalía, no descender su tasa de ganancia. ¿Quién decide las guerras entonces: los gobiernos, o los poderes que le hablan al oído (dándole órdenes)? ¿Por qué el gobierno argentino compró recientemente con Macri en la presidencia 64 helicópteros de alta tecnología militar, 182 tanquetas y 36 aviones de guerra a proveedores estadounidenses, incluso modelos de cazas similares a los que ya se producen en el país? ¿Quién decide eso? ¿Se tomará la decisión en Buenos Aires? No parece posible.
Del mismo modo: existe una cantidad insufrible de vehículos automotores circulando por el globo impulsados por motores de combustión interna que necesitan derivados del petróleo; sabido es que a) se podrían reemplazar tantos vehículos particulares por transporte público de pasajeros para hacer más amigable la circulación y, fundamentalmente, b) se podría prescindir de los motores alimentados por sub-productos del oro negro reemplazándolos por otros menos contaminantes: agua, energía solar, electricidad. Todo ello, sin embargo, no pasa. ¿Quién lo decide: los gobiernos o las megaempresas productoras de petróleo y/o de vehículos? (que le hablan al oído y les dan órdenes a esas administraciones). Los ejemplos podrían multiplicarse bastante abundantemente. La salud de la población mundial se beneficiaría infinitamente más con atención primaria que con la profusión monumental de medicamentos que llegan al mercado; los ministros de salud lo saben. ¿Quién decide que eso así suceda: los gobiernos o las mega-empresas farmacéuticas? Con la producción de transgénicos se podría acabar con el hambre en el mundo; cualquier gobierno lo sabe, pero ello no sucede. ¿Quién decide eso? Y ni qué decir del capital financiero global: ¿son necesarios esos paraísos fiscales donde, a velocidad de la luz, se mueven cifras astronómicas de dinero virtual? ¿A quién beneficia eso? Obviamente, no a la población. Pero cuando quiebran esos gigantes, son los Estados (con fondos públicos, obviamente) los que los socorren, cosa que no sucede cuando los trabajadores pierden su empleo, por ejemplo.
Esos megacapitales, que cuando tienen traspiés son asistidos por ese mismo Estado que tanto critican desde su visión neoliberal (por ejemplo, el fabricante de vehículos General Motors, o la gran banca, como sucedió con el Bank of America, o el Citigroup, o el JP Morgan, todos en Estados Unidos, o el Lloyds Bank en Gran Bretaña, o el Deutsche Bank en Alemania), son los que conducen finalmente las políticas mundiales. Obviamente la humanidad no necesita ni tantas armas ni guerras, ni tantos medicamentos ni tantos automotores circulando, ni la infinita variedad de productos prescindibles que deben reciclarse de continuo; si eso se da generando el cambio climático –eufemismo moderado por no decir catástrofe medioambiental por la sobreexplotación de recursos–, y gobiernos como los de Washington o los de la Unión Europea lo avalan, es porque el complejo de mega-empresas globales lo imponen.
En esta nueva fase del capitalismo iniciada entre los 70 y 80 del siglo pasado, la globalización neoliberal encontró que es más fácil producir fuera de los países del Norte, trasladando su parque industrial al Sur, pues allí la mano de obra es mucho más barata y desorganizada, se pueden evitar impuestos y las regulaciones medioambientales son mucho más laxas o inexistentes. Es por eso que llegan call centers a la Argentina, no por otra cosa. Esa globalización de la producción para un mercado igualmente global (lo que ya entreveía Marx a mediados del siglo XIX), que tomó su forma acabada desde fines del siglo XX con tecnologías que eliminan distancias, llegó para quedarse. Sin dudas, a lo interno de los países metropolitanos (Estados Unidos, Unión Europea, Japón), esa nueva recomposición del capital provocó severos daños a la clase trabajadora, aumentando en forma creciente su desocupación, lo que permitió recortar el precio de la mano de obra –congelamiento de salarios y de beneficios varios–. Eso es lo que produjo hace un par de años el notorio descontento de británicos y estadounidenses, que ante una elección determinada (el referéndum para ver si el Reino Unido de Gran Bretaña permanecía o no en la Unión Europea, la última elección presidencial en Estados Unidos ganada por Donald Trump) dijeron no a esas políticas. Pero eso en modo alguno significa que el neoliberalismo está en vías de extinción, como más de alguno triunfal (o irresponsablemente) ha anunciado o pretendido ver.
Neoliberalismo y lucha de clases
Las actuales políticas neoliberales impulsadas por los organismos crediticios internacionales y puestas en práctica mansamente por los distintos gobiernos nacionales (en Argentina también: todos los gobiernos, sin excepción, aunque en la era Kirchner se manipuló la ilusión que el país se desentendía de la deuda con los bancos mundiales), son responsables del empobrecimiento acelerado de la clase trabajadora y de la nueva arquitectura global que reduce Argentina a proveedor de materias primas. Dichas políticas, entonces, deben entenderse como una nueva expresión, corregida y aumentada, de la nunca jamás terminada lucha de clases, un elemento que intenta domesticar a la clase oprimida, doblegarla, ponerla de rodillas, en beneficio de la clase burguesa global, de esos megacapitales que manejan el mundo.
Si el discurso triunfal de la derecha intentó hacernos creer estos años que la lucha de clases había sido superada (¿?), el neoliberalismo mismo es una forma de negar eso, sin saberlo explícitamente. De Marx (con x) se nos dijo que pasábamos a marc’s: métodos alternativos de resolución de conflictos. ¿Qué “método alternativo” existe para “superar” la explotación? ¿La negociación? ¿Nos lo podremos creer? Se negocia algo, superficial, tolerable por el sistema (un aguinaldo, o dos, o cuatro), pero si el reclamo sube de tono (expropiación, reforma agraria), ahí están los campos de concentración, las picanas eléctricas, las fosas clandestinas. ¡No olvidarlo nunca! Quienes a veces lo olvidamos somos los que pertenecemos al campo popular, pues nos lo hacen olvidar con sobredosis de fútbol, o con las nuevas iglesias neopentecostales que invadieron Latinoamérica, y también Argentina. Pero la clase dominante no lo olvida ni por un instante. La lucha de clases sigue tan al rojo vivo como siempre. Si alguien tiene memoria histórica, es la clase dirigente (porque tiene mucho que perder. En el campo popular, perderemos nuestras cadenas. Y eso de vivir encadenados, mejor ni saberlo, según la ideología dominante).
Esta nueva cara del capitalismo, que dejó atrás de una vez el keynesianismo con su Estado benefactor, ahora polariza de un modo patético las diferencias sociales. Pero no solo acumula de un modo grotesco: sirve, además, para mantener el sistema de un modo más eficaz que con las peores armas, con la tortura o con la desaparición forzada de personas. El neoliberalismo golpea en el corazón mismo de la relación capital-trabajo, haciendo del trabajador un ser absolutamente indemne, precario, mucho más que en los albores del capitalismo, cuando la lucha sindical aún era verdadera y honesta. Se precarizaron las condiciones de trabajo a tal nivel de humillación que eso sirve mucho más que cualquier arma para maniatar a la clase trabajadora. Y los sindicatos pasaron a ser algo absolutamente inservible para la clase trabajadora, total –y vergonzosamente– cooptados por la ideología conservadora, transformándolos en entes burocráticos y desmovilizadores.
En ese sentido pueden entenderse las actuales políticas privatistas e hiper liberales (transformando al mercado en un nuevo dios) como el más eficiente antídoto contra la organización de los trabajadores. Ahora no se les reprime con cachiporras o con balas: se les niega la posibilidad de trabajar, se fragilizan y empobrecen sus condiciones de contratación. Eso desarma, desarticula e inmoviliza mucho más que un ejército de ocupación con armas de alta tecnología. Tan efectivo para acallar la protesta como el Ford Falcon verde es la precarización laboral.
Si a mediados del siglo XIX el fantasma que recorría Europa (atemorizando a la clase propietaria) era el comunismo, hoy, con las políticas ultraconservadoras inspiradas en Milton Friedman y Friedrich von Hayeck, ese fantasma aterroriza a la clase trabajadora, y es la desocupación.
De acuerdo a datos proporcionados a fines del 2016 por la Organización Internacional del Trabajo –OIT–, nada sospechosa de marxista precisamente, 2.000 millones de personas en el mundo (es decir: dos tercios del total de trabajadores de todo el planeta) carecen de contrato laboral, no tienen ninguna ley de protección social, no se les permite estar sindicalizados y trabajan en las más terribles condiciones laborales, sujetos a todo tipo de vejámenes. Eso, valga aclararlo, rige para una cantidad enorme de trabajadores y trabajadoras, desde un obrero agrícola estacional hasta un profesor universitario (aunque se le llame “Licenciado” o “Doctor”), desde el personal doméstico a un consultor de la Organización de Naciones Unidas. La precariedad laboral barre el planeta. Argentina, por cierto, no escapa a las generales de la ley. Tener un título universitario no es garantía de absolutamente nada (por eso, patéticamente, para muchos jóvenes la única salida del país sigue siendo Ezeiza…).
Junto a lo anterior, 200 millones de personas a lo largo del mundo no tienen trabajo, siendo los jóvenes los más golpeados en esto. Para muy buena cantidad de desocupados, jóvenes en particular, marchar hacia el “sueño dorado” de algún presunto paraíso (Estados Unidos para los latinoamericanos, Europa para los africanos, Japón o Australia para muchos asiáticos o provenientes de Oceanía) es la única salida, que muchas veces termina transformándose en una trampa mortal.
La precarización que permitieron las políticas neoliberales fue haciendo de la seguridad social un vago recuerdo del pasado. De ahí que 75% de los trabajadores de todo el planeta tiene una escasa o mala cobertura en leyes laborales (seguros de salud, fondo de pensión, servicios de maternidad, seguro por incapacidad o desempleo.), y un 50% carece absolutamente de ella. Muchos (quizá la mayoría) de quienes estén leyendo este texto, seguramente sufrirán todo esto en carne propia. En Argentina, como en cualquier parte del globo, todo esto es hoy una cruda realidad, quizá con el agravante (psicológico en muy buena medida) de sentirse derrotada, pues habiendo tenido cotas de alto desarrollo socio-económico, la población sufre hoy lo que no había conocido nunca, siendo algo común desde siempre en los países vecinos de América Latina. Caer desde las alturas es, en todos los casos, más traumático que haber vivido siempre en el llano*.
Si se tiene un trabajo, la lógica dominante impone cuidarlo como el bien más preciado: no discutir, soportar cualquier condición por más ultrajante que sea, aguantar… Si uno pasa a la lista de desocupados, sobreviene el drama.
Complementando estas infames lacras que han posibilitado los planes neoliberales, desarmando sindicatos y desmovilizando la protesta, informa también la OIT que 168 millones de niños trabajan, mientras que alrededor de 30 millones de personas en el mundo (niños y adultos) laboran en condiciones de franca y abierta esclavitud (¡la que se abolió con la democracia moderna!, según nos enseñaron…). Argentina no tenía décadas atrás niños de la calle; hoy sí (mientras sigue siendo Cuba el único país en Latinoamérica que no los tiene. ¿Fracaso del socialismo?).
La situación de las mujeres trabadoras (cualquiera de ellas: rurales, urbanas, manufactureras, campesinas, profesionales, sexuales, etc.) es peor aún que la de los varones, porque además de sufrir todas estas injusticias se ven condenadas, cultura machista-patriarcal mediante, a desarrollar el trabajo doméstico, no remunerado y sin ninguna prestación social, faena que, en general, no realizan los varones. Trabajo no pagado que es fundamental para el mantenimiento del sistema en su conjunto, por lo que la explotación de las mujeres que trabajan fuera de su casa devengando salario, es doble: en el espacio público y en el doméstico.
“Este retrato desolador de la situación laboral mundial muestra cuan inmenso es el déficit de trabajo decente”, manifiesta la OIT, exigiendo entonces una apuesta “decidida e innovadora” a los diferentes gobiernos para hacer poder llegar a cumplir los llamados “Objetivos de Desarrollo Sostenible” impulsados por el Sistema de Naciones Unidas para el período 2015-2030.
Lamentablemente, más allá de las buenas intenciones de una agencia de la ONU, los cambios no vendrán por “decididos e innovadores” gobiernos que se apeguen a bienintencionadas recomendaciones. Eso muestra que la lucha de clases, que sigue siendo el imperecedero motor de la historia, continúa tan al rojo vivo como siempre. Que el neoliberalismo sea un intento de enfriar esa situación, es una cosa. Que lo consiga, una muy otra. Pero debe quedar claro que los capitalismos son siempre eso: capitalismos, no importando si asumen el mote de “neoliberal”, “fascista”, con “rostro humano” o “serio” (como pretendía la anterior mandataria argentina, Cristina Fernández). Los planes asistenciales no pueden dejar de ser sino eso: planes asistenciales que no tocan el corazón del problema; ayudan, pero no resuelven de fondo.
El capitalismo, en cualquiera de sus versiones, sigue siendo lo que ya dejaba ver hace 200 años: un sistema basado en el lucro privado empresarial a cualquier costo. No hay capitalismo “bueno” y capitalismo “malo”, capitalismo “serio” versus capitalismo “no serio”. Es una falacia pensar que el enemigo a vencer es el actual neoliberalismo, ese supuesto “malo de la película”. ¿Acaso un capitalismo “serio” –como pretendía la presidenta Cristina Fernández– es la salida de la actual postración? Sin dudas, una agenda ultra neoliberal como la actual de Mauricio Macri complica más aún las cosas para la clase trabajadora; pero el problema de fondo sigue inalterable. Por último, queda claro que un cambio real en las estructuras sociales y en las relaciones de poder no puede venir desde las casas de gobierno, de arriba hacia abajo: se logra solo con la real y efectiva lucha popular, con la gente movilizada, con la bronca desatada de la población y una conducción revolucionaria. Si no, no se pasa de las buenas intenciones.
De lo que se trata es de revisar las bases sobre las que funcionan las sociedades. Y Argentina, más allá de las luchas político-partidistas cotidianas con las que nos podemos distraer (peronismo-antiperonismo) viendo por televisión, al igual que todos los países de Latinoamérica, salvo Cuba, es un engranaje de ese sistema-mundo capitalista que se decide desde Wall Street, o desde Londres, desde alguna Bolsa de Valores o desde algún lujoso pent-house blindado. Las tibias propuestas socialdemócratas / reformistas que se han visto por Latinoamérica estos últimos años, si bien intentaron ser una suerte de alternativa ante los planes liberales, no alcanzaron a torcer ese rumbo. La prueba está en cómo terminaron, o hacia dónde se encaminan: ya no ocupan casas de gobierno, o sus representantes están presos, o defenestrados. O, muy probablemente, camino de serlo. ¿Por qué ninguno de los gobiernos llamados progresistas de estos últimos años en América Latina pudo realmente afianzar modelos de desarrollo con justicia social y profundizar esas “revoluciones”? (Venezuela está semi aplastada, sin salir del rentismo petrolero y sin poder profundizar su “Socialismo del siglo XXI”, Brasil y Argentina son ahora gobernados por administraciones ultraliberales alineadas completamente a Washington, Chile y Uruguay siguen con sus planes de capitalismo neoliberal, Nicaragua es impresentable con una nueva burguesía sandinista traidora a sus ideales revolucionarios de otrora, Ecuador revirtió su proceso popular, siendo quizá Bolivia el único país que, con Evo Morales a la cabeza, sigue enfrentándose al imperio con planteos de algún modo antisistémicos). ¿Por qué esta caída? Porque en ninguno de ellos hubo planteos de cambio anticapitalistas reales, y finalizados los ciclos de bonanza en el precio de los productos primarios que estos países exportan, ya no hubo con qué mantener los planes asistenciales. Que hoy día la coyuntura internacional haga muy difícil impulsar cambios revolucionarios como en décadas pasadas, con Estados Unidos envalentonado y recuperando algún terreno perdido en Latinoamérica, es otra cosa. Esta actual derechización (Macri en Argentina, así como Temer en Brasil, Moreno en Ecuador, Piñera en Chile, etc.) que sigue al auge de los reformismos de la década anterior debe hacer ver que los ideales de cambio o se plantean claramente, o si no es altamente posible que terminen mal, tal como vemos que está pasando en Latinoamérica con este resurgir de la derecha más visceral.
Los cambios, queda claro, los cambios profundos y estructurales no se hacen desde las casas presidenciales. Se hacen en la lucha popular, con la movilización de grandes mayorías, y no por redes sociales digitales. Líderes carismáticos y con gran imagen mediática son importantes…, pero no hacen una revolución. “Yo no soy un libertador. Los libertadores no existen. Son los pueblos quienes se liberan a sí mismos”, expresó alguna vez Ernesto Guevara.
Lo que tuvimos en Latinoamérica estos años (PT en Brasil, matrimonio Kirchner en Argentina, Chávez en Venezuela, Mujica en Uruguay, Lugo en Paraguay, el proceso boliviano) fueron importantes movimientos de inconformidad con discursos nacionalistas/antiimperialistas, pero de momento no pasaron de ahí. Lo de Argentina es palmariamente evidente. ¿Por qué, si no, seguiría un personaje como Mauricio Macri en la Casa Rodada? Y a ese presidente… ¡lo eligieron los mismos argentinos!
Hoy día, hablar de lucha de clases, de socialismo, de revolución, parecieran cosas de un pasado remoto, condenado a los museos. Quizá nos ilusionamos cuando se comenzó a hablar de un renovado “Socialismo del siglo XXI”, pero la promesa se quedó en el arranque. Hay cierta tendencia a ver como el “monstruo a vencer” a esa forma especial de capitalismo sin anestesia que es el neoliberalismo. De todos modos, la situación es más compleja. Si algo hay que cambiar, es la estructura de base; la contradicción que pone en marcha el sistema, que lo hace funcionar: capital-trabajo asalariado. La contradicción peronismo-antiperonismo, tan arraigada en la historia argentina, es circunstancial, anecdótica. Pasaron administraciones peronistas y no peronistas, pero lo que cuenta es que un tercio de la población sigue en estado de pobreza, con “cartoneros” y barras bravas haciendo parte de la normalidad aceptada, con countries hiper lujosos sobre un mar de exclusión. Eso tampoco es “culpa” del peronismo o de los antiperonistas: ¡es el sistema! Si no se ve así, jamás estaremos en condiciones de entender el fenómeno, y mucho menos, de transformarlo. Carlos Menem, ahora considerado “El innombrable” por muchos de los argentinos que hace algunos años atrás lo eligieron en las urnas, era peronista… y fue el más neoliberal de los presidentes en toda Latinoamérica. La cuestión no pasa por partidos políticos tradicionales o figuras carismáticas: es asunto estructural. Eso no se arregla en las urnas.
El marxismo, expresión de esas contradicciones fundantes del sistema, al que se lo quiso dar por “superado” en reiteradas ocasiones, no ha muerto porque ¡las luchas de clase no han muerto! “Curioso cadáver el del marxismo, que necesita ser enterrado periódicamente”, dijo Néstor Kohan. Si tan muerto estuviera, no habría necesidad de andar matándolo continuamente. Esta avanzada fenomenal del capital sobre las fuerzas del trabajo nos lo deja ver de modo evidente. A los cadáveres reales se les sepulta una sola vez… “Los muertos que vos matáis, gozan de buena salud” (frase apócrifa erróneamente atribuida a José Zorrila) pareciera que aplica aquí. ¡Por supuesto! Si el marxismo es la expresión de lucha de las clases explotadas, eso de ningún modo “pasó de moda”.
Como dijera este decimonónico pensador alemán cuya obra se declaró muerta innúmeras veces, pero que parece renacer siempre: “No se trata de reformar la propiedad privada, sino de abolirla; no se trata de paliar los antagonismos de clase, sino de abolir las clases; no se trata de mejorar la sociedad existente, sino de establecer una nueva”. El neoliberalismo, que llegó a Argentina de la mano de Martínez de Hoz y una feroz dictadura asesina y fue continuado por todas las administraciones posteriores, es una expresión –despiadada, sin dudas– de esa sociedad existente. ¿Nos atrevemos a establecer una nueva? ¿Cuándo empezamos?
* Comunicación personal escuchada en una reunión en Guatemala, en 2003.
* “No miren lo que digo sino lo que hago”, dijo Néstor Kirchner en una conferencia con empresarios españoles. ¿Doble discurso de un supuesto “revolucionario montonero”?
* Cuatro documentos surgidos entre 1980 y el 2000, que toman su nombre del Grupo de Santa Fe (en referencia a la capital del estado de Nuevo México, Estados Unidos), redactados por pensadores de derecha y la Heritage Foundation. Como ejemplo –uno entre tantos– de su significado histórico: en el Documento Santa Fe II se establece la avanzada de los nuevos cultos evangélicos para controlar la propuesta de izquierda de la Teología de la Liberación que en ese entonces crecía por Latinoamérica.
* ¿Cómo se suicida un argentino?, pregunta un inmisericorde chiste: subiendo a lo alto de su ego y dejándose caer.