Por: Miguel Ángel Sandoval
En los últimos años asistimos a hechos que difícilmente se pueden analizar con los parámetros que utilizamos en al siglo anterior. Me refiero al siglo XX. Ahora estamos en el siglo XXI pero no parece que el discurso haya tomado en cuenta el nuevo siglo y los cambios operados en el mundo real y el mundo de las ideas. Hay una especie de desencuentro. Dramático pero desencuentro y ello merece ser analizado pues de no hacerlo lo que se vislumbra es el aislamiento y la marginalidad.
El ejemplo que revista mayor dramatismo es el de Nicaragua. Con origen en una revolución emblemática pues se vio en el mundo como una revolución de los jóvenes, era el reino de “los muchachos” de Nicaragua que captaron la simpatía del mundo. Habían derrotado a una dictadura cuyos orígenes se remontaban a la gesta de Sandino en las Segovias contra la invasión norteamericana de la época. De ahí había surgido el traidor Somoza.
Los sandinistas tenían legitimidad histórica y en la lucha contra la dictadura demostraron credenciales democráticas, enjundia, y un atrevimiento para cambiar el mundo que fue festejado por el mundo entero. La historia no miente al respecto.
La vida continuó y la revolución fue gradualmente dando paso a cierto desencanto, normal se puede decir, pero la obra social posible se mantenía y la defensa de ciertos principios formaba parte de una especie de ADN de la revolución en el poder. Se consideraba a Daniel Ortega una especie de garantía de continuidad de los principios originarios del sandinismo.
Los muchachos fueron gradualmente madurando y poco a poco, se produjo una especie de cisma en las filas de los cuadros históricos. Henry Ruiz o Mónica Baltodano, Víctor Hugo Tinoco o Dora María Téllez, Sergio Ramírez o Ernesto Cardenal, dieron un paso de costado pues consideraban que la revolución iba perdiendo su sentido y se alejaba de su naturaleza.
Sergio Ramírez desde la literatura hizo una crítica demoledora en su obra Adiós Muchachos. Otros intentaron dar la pelea desde la política partidaria y crearon un movimiento renovador del sandinismo, sin mucha fortuna hay que decirlo, pero de alguna manera todo estaba en el marco de lo aceptable en términos de lucha y debate político.
Poco a poco desde la presidencia y en campañas políticas por las elecciones, un discurso curioso se abría paso. Se iban cambiando símbolos, se daba paso a formas poco ortodoxas, se pintaba de rosa los emblemas, se rasuraban partes de himnos, se hacían predicas religiosas, y todo ello no hacía mella en los apoyos externos al proceso que había nacido un 19 de julio de 1979.
Sin embargo a nivel interno había mucho desencanto, frustración, deseos de algo diferente a una especie de dictadura familiar, en la reinvención de eso que denominamos “patrimonialismo” solo que ahora impulsado desde las cenizas de una revolución.
En este caso el silencio de muchos fue la norma. Hubo una especie de complicidad con los despropósitos de los ahora usurpadores del legado sandinista. No importa si Daniel y Rosario habían sido combatientes de la primera hora. Se trataba que ahora, estaban gradualmente alejándose de las mejores vetas del proceso libertador sandinista.
Se consideraba el discurso pro ALBA o bolivariano como una especie de expresión de la mejor veta de la epopeya sandinista y por ello había que mantener cierta condescendencia con lo que ocurría en la patria de Sandino. Hubo ausencia de señalamientos críticos, especialmente de parte de intelectuales revolucionarios llamados como están a ser una especie de conciencia crítica de los procesos sociales y políticos.
Ahora vemos los resultados. Una ola de descontento que estalla ante las reformas al seguro social impulsada sin consultas por el gobierno sandinista, que junto a gravar los salarios le introducía un impuesto a las pensiones de los jubilados. Ese fue el pretexto para el estallido. Las razones para ese estallido se habían gradualmente acumulado en los últimos años.
Ahora vemos a un gobierno sin alternativas creíbles, sin respuestas a la altura de una crisis que ha dejado, al momento de escribir estas líneas, unos 25 muertos, heridos, vapuleados, edificios incendiados, desastre y caos por todo el país. Pues si algo es necesario apuntar, es que la revuelta ha sido nacional. Managua o Estelí, Granada o Bluefields, en fin, toda la geografía del país.
Las teorías de la conspiración vuelven a sustituir el análisis sereno de los hechos. Antes de ver o analizar el malestar social se invoca la idea de que todo es producto de una conspiración de los imperialistas o de la oligarquía criolla. Todo fuera del análisis de los hechos reales que ahora se pueden observar sin mucho esfuerzo en tiempo real, sea en prensa internacional, nacional o videos y mensajes de voz desde el lugar de los hechos por voces anónimas angustiadas.
En la revuelta de hoy no se trata de miles de manipulados por el imperio o los empresarios, no asistimos a un capítulo renovado del fenómeno de los contras en la década de los ochenta. Ahora es un pueblo indignado como lo vimos con el fraude electoral en Honduras. O como lo vemos ante la corrupción en Guatemala.
Estamos ante una nueva situación en la región centroamericana. Es necesario dejar los viejos esquemas y ver la realidad como es: tanto en Nicaragua como en Honduras asistimos a represión por sectores antidemocráticos. No hay otra explicación. Ver o insistir en ver conspiraciones solo esconde los hechos y las realidades, pero sobre todo, impide explicar la naturaleza de la revuelta popular que hoy tiene lugar en Nicaragua y que es contra un gobierno que… un día fue revolucionario.