Por: Carlos Gerardo
Uno nunca sabe cómo comportarse en un funeral. Nunca sabe qué palabras decir a las personas que han sufrido la pérdida. Quienes hayan pasado por un proceso similar, saben que todas las palabras pasan sin rozar siquiera el enorme vacío que se siente frente al silencio imperturbable. Las palabras de pésame quedan siempre demás, están como tambaleándose en un limbo ajeno al dolor que el lenguaje intuye, pero que no alcanza. No quedan palabras que valgan. Hoy, 43 niñas inocentes han muerto asesinadas. Fueron víctimas de la violencia, la indiferencia, la falta de recursos y la extrema crueldad de un sistema en el que la violencia está normalizada y en el que la vida se vuelve supervivencia. Como sociedad nos hemos sentido golpeados, indignados y han surgido muchas sospechas de que se trate de un crimen de Estado. De un crimen premeditado cuyo fin era ocultar la vergüenza de una inhumanidad que en ningún ámbito, bajo ninguna circunstancia, tendría explicación.
El duelo es importante. Es un proceso y un trabajo mediante el cual se acepta la pérdida de una persona de forma permanente. Decía Judith Butler que el trabajo de duelo evidencia la sociabilidad primaria del yo. Con la pérdida de un ser muy querido, experimentamos la medida en que ese ser nos constituye. Forma parte de la abstracción del yo, cuya autonomía queda siempre determinada en función de los otros. Y ese es justo el sentimiento que se experimenta: uno siente que perdió una parte de sí mismo, que dejará de ser la misma persona después la muerte de alguien.
La congoja que provoca la imagen de 43 niñas asesinadas ha proyectado el duelo a un plano colectivo. Sentimos que conformamos una sociedad que permite que mueran personas inocentes. Sentimos que contribuimos a formar una sociedad en la que la vida vale muy poco. La proyección pública del duelo a través de manifestaciones multitudinarias, como la que se dio en la Plaza Central es necesaria. Porque el duelo es especialmente importante en la construcción política de las colectividades, pues evidencia la vulnerabilidad que existe en común en un grupo y que nos une como sociedad. Hoy hemos sentido el dolor del crimen, la transgresión de la imagen colectiva de la inocencia y de la vulnerabilidad. Se trataba de niñas en situación de calle, ¿habrá acaso alguna población más vulnerable en este país? ¿Por qué permitimos que la vulnerabilidad se distribuye de forma tan poco equitativa?
Creo que esta es también una oportunidad para cuestionarnos sobre el duelo. Hoy que estamos terriblemente consternados, indignados, rabiosos, también podríamos reconocernos como una sociedad dolorosa. Una sociedad que necesita de forma urgente reconocer el luto de su propia historia, pero también reconocer el duelo de su presente. Por otra parte, es imposible un trabajo de duelo sin que haya un trabajo de memoria paralelo. Porque no sería este el primer crimen con víctimas mortales perpetrado en este país. Hay, y ha habido muchos más, que evidencian las mismas y otras vulnerabilidades colectivas, y ante los que la clase media urbana ha permanecido impávida. El dolor que sentimos con esta masacre es también revelador de la falta de empatía que hemos tenido con una gran cantidad de crímenes tan dolorosos que se han cometido fuera del área urbana: el espacio geopolítico visible para quienes han (o hemos) asumido una determinada idea de país. Un país que nunca ha dejado de sufrir, pero que pocas veces llega a dolernos a todos. A veces porque no nos lo han permitido, porque el olvido es más cómodo y conveniente para algunos. A veces, porque simplemente no nos interesa. Hoy que estamos tan tristes, leamos, y entristezcámonos también por nuestra historia.