Por: Patricia Cortez Bendfeltd
Pasé muchos años en las iglesias y aprendí que en este país si no estás a favor estás en contra y si no eres ortodoxo en tus prácticas eres un anatema.
La diabla y don Edelberto me hicieron ver el camino enorme que tenemos que recorrer como ciudadanos para intentar luchar contra esas prácticas que satanizan a cualquiera que se desvía un poco del “deber ser” porque ya sabemos que ninguno lo es, pero quiere aparentarlo.
La interseccionalidad, tan estudiada ahora por las teóricas feministas nos dice algo que deberíamos saber: nuestra experiencia está mediada por los distintos entornos que nos marcan: sexo, etnia, clase social o nivel de ingreso, nivel educativo, ubicación geográfica, preferencias sexuales, filiación política o religiosa, edad…
Todas estas son distintas y nos colocan en una perspectiva distinta, nuestro enfoque cambia y eso no es malo, pero no siempre es la misma evolución en todas las personas.
El “deber ser” que enarbolan algunos, nos sataniza a todos, veamos: no puedo negar que me gustan algunas novelas de Vargas Llosa, aunque no comulgo con su visión del mundo, pero precisamente eso me gusta de leerlo: la diferencia.
No puedo negar que me molesta que Woody Allen sea un pedófilo declarado, pero tampoco puedo negar que algunas de sus películas retratan tan bien la condición humana…a pesar de, o tal vez debido a sus propios demonios.
He visto a algunas personas ahora “rasgarse las vestiduras” por las tetas de la diabla o el racismo de don Edelberto y me da risa, me da risa porque a algunas las he visto cometer los mismos “pecados” que ahora resaltan en el caído.
Muchas mujeres recién “convertidas” en feministas han enarbolado la lanza contra la diabla, pero jamás lo han hecho contra cualquier tipo de piñata que se destroza con la más brutal de las violencias y que se enseña a los niños desde pequeños.
Muchas personas ahora asumen que jamás han tenido ningún gesto racista, lo cual en este país es virtualmente imposible: hemos mamado racismo y lo expresamos de maneras tan triviales y cotidianas que requiere un ejercicio de auto censura cotidiana el evitar que “se me salga” algún comentario, gesto, broma, dicho…
En realidad, y aunque nos duela, todos repetimos lo visto en casa y claro, todos somos hijos de nuestro tiempo, entorno y clase.
¿No sería más útil darme cuenta cuando yo misma he dicho o expresado algo violento, racista o machista que seguir con la práctica de la paja del ojo ajeno?
La verdad es que la viga es tan grande, que hace años que no la vemos.