Por: Ana Lucrecia Molina Theissen.
Cada 1 y 2 de noviembre, días de los santos y de los difuntos, días de fiesta en Guatemala, mi corazón es un jardín y mi vida entera un ramo de flores para adornar la inexistente tumba de mi hermano, mi niño desaparecido por la G2 del ejército el 6 de octubre de 1981. Para hallar lo que queda de él, que está en alguna parte, para saber qué fue de ese milagro que era su existencia, lo seguimos buscando.
Me asomo por todas las esquinas y pronuncio despacio, letra a letra, su nombre y lo uno a los nombres de los 45 000 mujeres y hombres, niños y niñas que fueron sometidos a este tormento cruel infligido por hombres despiadados.
Dando vuelta a las piedras, recorro veredas, caminos, carreteras; desciendo a los abismos y vuelo hacia las cumbres buscándolos. Interrogo a las nubes y a los árboles, al poste de la esquina, a las puertas cerradas, a las ventanas cegadas por el horror, que los vieron pasar cuando se los llevaron “con rumbo desconocido”.
Inútilmente le pregunto a la gente que vio para otro lado, que se vendó los ojos, a la que quedó paralizada por el miedo y a la que aplaudió los crímenes de los terroristas de uniforme, a la que tapó sus oídos y no quiso saber de nuestra angustia, a la que selló sus labios hasta ahora.
Navego por las venas y arterias de la patria rastreando sus huellas en el agua.
Me adentro en el océano, tan vasto, que recibió sus cuerpos, y subo a los cráteres de todos los volcanes que alimentaron sus entrañas de fuego con sus vidas.
Cada grano de arena, cada ráfaga de viento, cada mota de polvo, cada rayo de luz, cada brizna de hierba, se aprendieron sus caras para reconocerles por si ven sus cuerpos insepultos que, sin descanso, permanecen con los ojos abiertos aguardando justicia. Mi tierra está cruzada por entero por los pasos de quienes, portando un dolor infinito, les buscamos.
Triste manera de persistir la de los desaparecidos y desaparecidas, aprisionados en el recuerdo de los cuartos intactos, vacíos de su presencia, con su vida entera reducida a un momento, ese, tan horrendo, de su detención, que se tragó su historia, su potencial y su futuro.
Pero también, hermano, es mi alma la que conserva su amor y su recuerdo. A veces soy la tumba de su sangre, sus huesos y su carne; a veces soy su vida no vivida; soy su dolor pero también disfruto las que debieron ser sus alegrías.
Hoy llevaré coronas de ciprés cuajadas de claveles rojos a las puertas de todos los cuarteles, allí es donde están los cementerios clandestinos, allí es donde se vuelven imposibles todos los esfuerzos por encontrarlo.
La madre tierra cobija sus huesos, les abraza. Me lo devolverá si lo sigo buscando.
Fuente: Cartas a Marco Antonio.