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Tiempo de lectura: 5 minutos

Por: Jesus González Pazos, Mugarik Gabe.

El continente latinoamericano sigue estando en el foco de los debates políticos y sociales. En ese amplio espacio geopolítico, mil veces golpeado por las dictaduras y la explotación de sus grandes mayorías, y otras tantas por el racismo y el machismo, se sigue librando una intensa lucha por la construcción de procesos de transformación que tienen que ver con la esperanza y determinación por alcanzar sociedades más justas y equitativas que sean alternativas al injusto modelo dominante.

El neoliberalismo, como sistema absolutista de dominación de las minorías enriquecidas a costa de las grandes mayorías dio sus primeros pasos en ese continente a partir de la dictadura de Pinochet en Chile. Pero ese mismo neoliberalismo también sufrió en América latina sus primeras derrotas. Se abría entonces, principios del siglo XXI, una fase de experiencias de transformación en muchos de estos países que han conseguido, entre otros logros, hacer retroceder en parte el dictado único de los mercados, que ha recuperado el papel directivo de los estados en la economía y que ha sacado a millones de personas del empobrecimiento y la miseria, además de ensanchar los márgenes de la democracia participativa.

Por eso mismo, desde los primeros pasos de esas alternativas de transformación el neoliberalismo trazó diferentes estrategias para revertir esos procesos y volver a imponerse: sabotajes económicos, desestabilizaciones sociales, campañas de difamación, e incluso golpes de estado. Ya sabemos que la democracia para este sistema (para los mercados) es buena solo mientras sirva a sus intereses, de lo contrario se cambia, se prostituye. Y las más evidentes pruebas de esta afirmación se encuentran precisamente, una vez más, en este continente: 2002, golpe de estado en Venezuela (fracasado); 2008 en Bolivia (fracasado); 2009 en Honduras; 2012 en Paraguay; 2016 en Brasil.

En este contexto de vuelta del neoliberalismo en los últimos tiempos se han producido algunos hechos reveladores de esta nueva realidad que se enfrenta en el continente latinoamericano. El intento de destrucción, a través de una nueva modalidad de golpe de estado blando (el “impeachment” o procesamiento parlamentario), de un proceso político y social que con aciertos y errores ha sacado en los últimos años a millones de personas (40) de la pobreza y ha puesto en marcha otras medidas sociales que fijaban su atención en el bienestar de las mayorías. Aunque, cierto es que Brasil, como otros países del continente, nunca se ha librado en su totalidad de la dictadura de los mercados y de las políticas extractivistas, asistimos ahora a la venganza de las viejas y nuevas oligarquías. Éstas siguen considerando el estado como un coto privado al servicio único del aumento de su riqueza y de los beneficios de los mercados transnacionales. Así, un congreso y un senado en los que la mayoría de sus miembros están investigados o imputados por corrupción, destituyen a la presidenta que lo es con el apoyo de más de 54 millones de votantes en las últimas elecciones. Y mientras esto ocurre, los gobiernos occidentales, tan “preocupados por la democracia” en Venezuela, no han dicho absolutamente nada ante esta actuación golpista o, en palabras de los EE.UU., “respetan” la decisión del senado brasileño al considerar que es una decisión del pueblo tomada dentro del marco constitucional y, apresuradamente, han mostrado su disposición a trabajar con el nuevo presidente golpista. Primeras medidas: ajuste fiscal, privatizaciones masivas y recortes en políticas sociales.

Se suma así este último golpe a ese proceso del neoliberalismo por recuperar su papel dominante en el continente. Y en este sentido se debe entender la continuada desestabilización y desgaste contra el gobierno argentino que propició la victoria electoral de Mauricio Macri. Solo tres datos: la batería de medidas macroeconómicas neoliberales implementadas durante los seis primeros meses de gobierno han llevado a más de 1,4 millón personas a incrementar los índices de pobreza; se ha pasado del 29% al 34,5% (13 mill.) solo en los tres primeros meses de 2016. En el mundo laboral, se contabilizan ya más de 150.000 trabajadores/as despedidos en los sectores públicos y privados. Y, por último, esas medidas neoliberales se han traducido en renovadas políticas extractivistas (muchas en territorios indígenas con la consiguiente represión ante la protesta), así como en recortes importantes en los programas de los anteriores gobiernos argentinos en el ámbito de la salud, educación o la atención a las familias más necesitadas para garantizar la simple subsistencia.

Hablar de Venezuela y las acciones de la oligarquía venezolana y de la actitud de muchos gobiernos y medios de comunicación occidentales para con este país, resulta en gran medida insultante para la inteligencia. El bombardeo político-informativo ha dibujado un país dictatorial (aunque todas las elecciones han contado con observadores internacionales que han reconocido la limpieza de las mismas) al nivel de los famosos países del llamado “eje del mal” (Corea del Norte, Irán…). En paralelo se ocultan sistemáticamente todas las estrategias antidemocráticas que se están alimentando y sosteniendo desde los primeros pasos del proceso bolivariano: sabotajes económicos, acaparamiento y ocultamiento de bienes de primera necesidad, acciones armadas del paramilitarismo colombiano, intentos de golpes de estado, desestabilización social y política. Pero, por supuesto, todas las voces políticas y mediáticas de la oposición interna y externa son adalides de la democracia.

Una breve mención merecen los estados fallidos del neoliberalismo, países de los que se habla poco pero donde este sistema está alcanzando los mayores niveles de fracaso económico y político, aunque sea a costa de agrandar los índices más altos de empobrecimiento, miseria y explotación de las grandes mayorías. Países que son prácticamente regalados a las transnacionales para su explotación (recursos naturales) a cambio de nada, donde el estado como entidad reguladora desapareció a la par que se implantaba el neoliberalismo y donde el narcotráfico, el feminicidio y la delincuencia organizadas son cotidianas y extienden ampliamente sus redes y complicidades con los mismos gobiernos. Países como México, Guatemala u Honduras encabezarían este listado.

Pero al mismo tiempo que todo esto ocurre en el continente, también hay noticias buenas que refuerzan ese foco puesto en América latina. Colombia vive las primeras semanas de paz tras un conflicto armado de 52 años, con la salvedad de las posibles acciones de la otra fuerza insurgente que es el ELN y el paramilitarismo, hoy escondido bajo multitud de siglas y denominaciones, pero respondiendo como siempre al interés por mantener el viejo sistema de dominación de determinados grupos de poder. Sin duda este proceso de paz ha inundado de esperanza renovada ese país y esperamos se convierta en tiempo de construcción de un sistema de verdadera justicia social y redistribución de la riqueza. No olvidemos que fue precisamente esa injusta distribución de la riqueza, especialmente en lo referido a la tenencia de la tierra, una de las razones profundas de este largo conflicto armado. Y en este sentido habrá que estar muy atentos al desarrollo e implementación de los acuerdos. El neoliberalismo tiene también un alto interés en esa paz y ha presionado para que se alcance. Colombia tiene enormes riquezas en recursos naturales (la mayoría en territorios indígenas) que hasta hoy no podían ser explotados por las condiciones de guerra; la paz abrirá todos esos espacios para su expolio por parte de las transnacionales ávidas de la riqueza escondida. Por eso será importante la implementación no solo de los acuerdos, sino también y sobre todo la de los derechos humanos individuales y colectivos hasta hoy permanentemente violados.

Por todo ello, América latina sigue en el foco y en este continente se siguen librando batallas, esperemos que cada vez más dialécticas y menos violentas, por construir alternativas al neoliberalismo dominante; sociedades más justas y equitativas donde la redistribución verdadera de la riqueza sea una realidad para hacer desaparecer el empobrecimiento y la miseria de las grandes mayorías.

 

 

 

 

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