Filomena y el doctor

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Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 6 minutos

Por Dante Liano

“A veces, los delitos más grandes se cometen en las ciudades más pequeñas”, sentenció el comisario Paniagua, y se refería a San Andrés, como ciudad pequeña, y al crimen de Filomena, que, en verdad, tan grande no era. Más bien, pertenecía al vasto campo de la banalidad, en el cual nos movemos casi todos, aunque creamos protagonizar una saga épica y memorable. Cada quien piensa que su vida parece una novela y así se la cuenta a sí mismo. Solo que es una novela aburrida y farraginosa, inútilmente larga y esforzada. Cuando nos ponemos a contemplar lo que es la vida, nos preguntamos para qué tanto afán, tantas carreras, tanta lucha. Qué estamos construyendo con tanta fatiga: ¿un mundo mejor? ¿Una naturaleza más amable? ¿Una utopía de amor? Había gente, en San Andrés, que se levantaba a las cuatro de la mañana para ir a trabajar a la capital, salía disparada, sin desayuno siquiera, llegaba a los aparcamientos delante de su oficina y, una vez logrado un sitio, se dormía en el automóvil hasta que llegaba la hora de entrar. “Parecemos aquellos roedores que corren con desesperación hasta el borde de un acantilado, en las costas de Suecia, y de allí caen al agua, en un afán suicida que los veterinarios no saben explicar”, acotaba Paniagua. “Son los animales más parecidos a los seres humanos”. Paniagua hablaba así, con esas frases secas que reflejaban su carácter hosco y retraído, disfraz que el comisario había elegido para no dar a ver su sensibilidad, su deseo de afecto.

De vez en cuando, el comisario recordaba algún delito singular, aunque prefería la anécdota pintoresca, como buen narrador que era. Le gustaban las paradojas y las situaciones imposibles, mejor que los crímenes sonados y escandalosos. Quizá por eso recordó la historia de Filomena, el doctor y su hermana. Estábamos en una cafetería que acababan de abrir en el Portal del Comercio de San Andrés. En fila, en ese corredor colonial estaban la farmacia, la peluquería, una abarrotería tal vez servida por hindúes o pakistanos, a los cuales todos llamaban “turcos”, porque bien podrían ser palestinos, un comedor chino bastante escuálido, y esta cafetería de a diez menos cuartillo en donde el comisario se tomaba un café de olla, servido rigurosamente en pocillo de barro y rigurosamente azucarado, para escándalo de los que predicaban que el mejor café debía ser como la vida: esencial, negro y amargo. El comisario mojaba una champurrada en su café, la degustaba como si fuera un pastel de París,  y contaba historias de bandidos, de ladrones y asesinos, que eso le había tocado ver en su profesión de guardián del orden. Se hablaba del famoso Miculax, cuyas gestas habían despertado la atención de todo el país, y también habían sido pretexto para ostentar el antiguo moralismo conservador de nuestra gente. “Esos delitos mayores carecen de interés”, dijo Paniagua. “No son interesantes porque nadie de nosotros cree que los cometería. Los delitos interesantes son los que, puestos en la misma situación, cada uno cedería con facilidad.  Son los de la ira, los del alcohol, los crímenes de amor. Como el de Filomena y el doctor”. Eran los anzuelos que Paniagua lanzaba para que lo rogáramos. Entonces comenzaba su relato.

Filomena se acercaba, con peligro, a los cincuenta. Había sido una mujer guapa, de esas que, cuando paseaba en el parque frente a la Iglesia, desviaba la mirada de los hombres, que aprobaban, y de las mujeres, que murmuraban. Lo era todavía, aunque su cuerpo se hubiera ensanchado imperceptiblemente y, en el secreto del baño, ella deplorara algunas líneas de celulitis que afligían los muslos. Lo mejor que se podía decir era que había pasado de bonita a hermosa, lo que no cae mal. Filomena tenía un problema: se había casado con un glotón. Mario, su marido, era un buen ejemplar de mestizo, como tantos hay en San Andrés. Era alto, pelo rizado y complexión robusta. En el momento del matrimonio, parecía un campeón de boxeo. Solo que, apenas casado, comenzó a comer todas las golosinas posibles y al año ya tenía panza y a los diez años parecía una caricatura inflada del hombre atlético que fue. Más aún, se le declaró la diabetes y, con la diabetes, Mario perdió el interés y la capacidad de absolver sus obligaciones nupciales por declarada y resuelta imposibilidad física. “Quiero decir con esto”, dijo Paniagua, con hablar de maestro, “que Filomena estaba insatisfecha, pero ni siquiera lo admitía a sí misma”. 

Un día, su hermana Paquita le pidió acompañarla al médico. Se le habían hinchado los pies de modo inconsulto y tenía dificultad para caminar. Filomena, a falta de mejor cosa que hacer, llevó a su hermana a la clínica, que no estaba lejos del centro. Paquita le pidió que entrara con ella al examen, no fuera a ser que el médico se comportara como un abusivo. Cuando entraron, Filomena quedó deslumbrada, arrebatada, desconcertada. El doctor le pareció fascinante. Ni siquiera puso atención al diagnóstico. Una semana después, Filomena se presentó al consultorio, con un vestido apretado y corto, y no tuvo imaginación más que para fingir persistentes dolores de cabeza. Confirmó su apasionamiento por el médico.  Temblaba cuando la examinaba y pasaba los dedos por su cuerpo. Al cabo de otra semana, fingió una emergencia y logró ser atendida. Cuando el médico se acercó para auscultarla, Filomena lo agarró del pescuezo, lo atrajo hacia sí y le estampó un hambriento beso en la boca. Siguiendo los dictados de Galeno, Hipócrates y Epidauro, así como las reglas de la ética profesional, el médico correspondió con entusiasmo al ataque amoroso de Filomena, y no siguieron allí solo porque detrás del biombo estaba la enfermera. Siguieron fuera, en hotelitos de a centavo y moteles baratos. “Quiero decir con esto”, sentenció didáctico Paniagua, “que se hicieron amantes”. Como suele suceder, la pasión los volvió ciegos y sordos y locos. El doctor era soltero y vagamente habría aceptado formalizar su situación con Filomena. Había un obstáculo: Mario, y era un gordo obstáculo. Decidieron, entonces, allanar ese estorbo. 

Se acercaba el cumpleaños de Mario y, aunque no había mucho que celebrar, Filomena organizó una gran fiesta. Mario se sorprendió de la pomposa ceremonia. Ante la perspectiva de una buena comida y, sobre todo, del pastel inevitable, se apuntó. También el doctor estaba invitado y, por ese honor, contribuyó con una botella de vino y una dosis formidable de un poderoso calmante, que, en los planes de Filomena, se iba a mezclar con la bebida del marido para mandarlo al otro mundo. El día de la fiesta, después de misa, unos cien invitados se reunieron en el salón alquilado por la pareja. Filomena, con disimulo y cuidado, echó una buena dosis de sedante, que previamente había machacado y convertido en una harinilla blanca, en la triunfal copa del marido. Mario bebía con entusiasmo y devoraba las aceitunas, los cacahuetes, las papalinas y otros aperitivos preparados para el festejo. Bebía pero no demostraba ningún efecto, más que una ligera borrachera. En las siguientes copas, que fueron varias, Filomena repitió la operación, pero llegaron al plato principal y Mario seguía cantando y bailando como si nada. Entonces, furiosa, Filomena le echó una dosis, que debía ser final porque se le acabó el fármaco, entre el turrón del pastel. Mario comió atragantándose, como siempre, y después de cinco minutos, cayó redondo con estertores y escándalo. Se armó la de Dios es Cristo, el médico allí presente lo asistió mientras llegaba la ambulancia, y certificó la muerte de Mario por indigestión o algo parecido. Como era médico, nadie lo contradijo y los dos amantes se sintieron satisfechos por haber consumado el delito perfecto. 

Antes de que se cumpliera un año del funesto suceso, el médico se fue a vivir con Filomena y su hermana Paquita. Los vecinos levantaron la ceja, como quien dice qué raro, pero poco tiempo después se olvidaron y regresaron a sus días y su afán. Pasaron los meses. El médico iba a su clínica, Filomena salía con sus amigas, como hacen tantas señoras burguesas desocupadas que llenan los cafés con chismes y meriendas. Paquita estudiaba en la universidad tres días por semana. Uno de esos aburridos días de rutina y ocio, Filomena se equivocó. Confundió un día con otro, y, al llegar al restaurante del café con las amigas, encontró la mesa vacía. De ligero mal humor, se regresó a casa sin advertir a nadie, porque nadie estaría en el hogar. Quizá por eso, fue una gran sorpresa entrar y encontrar a Paquita en poderosos efluvios amorosos con el doctor. El escándalo que armó Filomena está registrado en los anales del aquelarre de San Andrés. Se puso tan furiosa que, de allí, se fue a la comisaría del pueblo. “Vino y denunció al médico por el asesinato de su marido”, relataba Paniagua. “Cuando capturamos al médico, que no tenía carácter, se derrumbó y contó todo. Solo fue regresar y pescar a Filomena”.  A los amantes asesinos les dieron cadena perpetua. “Van a salir”, dijo Paniagua, concluyendo su relato. “Van a salir porque nadie cumple la cadena perpetua. Cada tanto hay amnistías, revisiones de pena, fugas, premios de buena conducta. El peor castigo, la peor cárcel es la propia conciencia. Esa no te da tregua”, decía Paniagua, “esa te condena hasta el último día”.   

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