El libro de los muertos (2)

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Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 7 minutos

Por Dante Liano

(En el episodio anterior, un investigador relata haber encontrado referencias, en el Archivo Nacional, de un misterioso libro llamado El libro de los muertos, cuyo único ejemplar se encuentra en el convento de San Francisco las Cruces, en el norte del país. El libro contiene la fecha exacta de la muerte de cada persona. El investigador se pone en contacto con su amigo Mario, que vive cerca del convento y se encamina hacia ese lugar, conducido por un chofer llamado “el Míster”).

Siete horas después estábamos entrando a un sendero lleno de curvas que caracoleaba dentro de la selva oscuramente verde. La casa de Mario era, como la mayoría de ese lugar, una construcción de madera fina, semejante a las casas de los holandeses en las Antillas. Estaba pintada de un sobrio color blanco, con listones marrones. Salió a recibirnos y despachó al Míster de regreso, después de una hospitalaria cerveza. Me presentó a su esposa y a su hijo, un fornido muchacho de 20 años, tranquilo y afable. Cenamos unos asombrosos espaguetis al pesto en una terraza a orillas del río. Al caer la tarde, el bosque estalló en ruidos animales. “Más tarde se va a calmar”, me dijo Mario. “Por desgracia, en la noche se oyen los altoparlantes de la iglesia evangélica”. Durante la cena, expliqué a mis comensales la historia del Libro de los muertos. Pude palpar su incredulidad, casi física, y su compasión por uno que hace un viaje tan largo y peligroso detrás de una quimera. También hablamos de literatura, porque Mario era un gran lector y conocía a todos los autores nacionales (cosa extraordinaria y de agradecer) y también se había bebido, inclemente, toda la literatura latinoamericana. Hacia las diez de la noche, se levantó de la mecedora de bambú y me dijo: “Hora de acostarse. Mañana nos toca un camino difícil”. Las dos copas de Dolcetto piamontés más el largo camino de todo el día me hicieron dormir de inmediato. Durante la noche, me despertó un aguacero torrencial, y tuve el temor de que el techo se desfondara. Fue una preocupación efímera, porque volví a caer en un sueño profundo.

Al día siguiente, después de un rápido desayuno, subí a la Range Rover de Mario. Él me iba describiendo pueblos y casas que atravesábamos. Yo esperaba el momento de entrar a esos caminos imposibles que aparecen en las películas de las selvas latinoamericanas, como El salario del miedo. En cambio, proseguíamos por una amplia carretera asfaltada. Se lo dije: “Mario, yo creí que el camino iba a ser de tierra y lleno de atascos”. Mario se rio. “Estas son las carreteras de los narcos”, me explicó. “Tierra de nadie, en donde el primero que llega se apodera de todo, como en el lejano Oeste de los gringos”.  Había un gran hotel de cinco estrellas, que emergía como un fantasma en medio de la vegetación incesante: hotel de narcos. Había una gasolinera, en donde se abastecían los grandes camiones que llevaban mercancías al interior: gasolinera de narcos. Adyacente, un supermercado con las mismas chucherías que se vendían en la ciudad, un poco increíble en esas caluras verdes: supermercado de narcos. Yo me había acostumbrado al estilo del Míster, lento y juicioso; en cambio, Mario conducía como un corredor de Fórmula Uno. Afortunadamente, conducía bien. Al cabo de dos horas, seguíamos en una especie de mundo ambiguo: entre el progreso y la naturaleza original. El camino era el progreso: señalización, postes de la luz, puentes sólidos; al lado, bosques inalcanzables, en donde después de dos pasos estás perdido porque no hay referencias para orientarse. Pensé en Sarmiento, pero no quise citarlo para no parecer banal delante de mi amigo. Quizá por esa distracción, apenas si me di cuenta de que Mario había girado rápidamente hacia la derecha y de que estábamos entrando en un camino de terracería. “En cuatro kilómetros estamos en el convento”, me dijo. Tampoco la carretera de tierra apisonada estaba mal. Algunos brincos demás, pero por el resto, perfecta. Poco tiempo después, entrábamos a un claro, en donde surgía una iglesia modesta que se prolongaba en un convento que superaba, con creces, las dimensiones del templo. No había aparcamiento, sino una especie de campo de grama. Cuando Mario apagó el motor, sentí las piernas tullidas. Al salir, percibí la humedad. Pensé en lo absurdo que era erigir una iglesia en medio de la selva, pero también recordé que América Latina estaba llena de esas paradojas.

La puerta del convento era colonial y maciza, con un tocador en forma de león que recordaba las arquitecturas de las grandes ciudades del continente. A los enérgicos toquidos de Mario, salió, arrastrando las sandalias, un fraile de unos cuarenta años, de barba espesa y negra y la coronilla pelada de rigor. No se extrañó de nuestra presencia. Es más, parecía estar esperándonos. “¿Los señores?” preguntó. Di un paso adelante. A las espaldas del fraile, se extendía un corredor con piso de barro rojo, como hay tantos en el país y que sugería una frescura que lo distanciaba del exterior. Las pilastras eran de madera, así como el artesonado del techo. “Padre, venimos a consultar la biblioteca”, le dije. El fraile hizo un gesto de extrañeza. “Hijo mío”, me respondió, como si la persona mayor fuera él, “no tenemos biblioteca”. Sentí la risa de Mario, a mis espaldas. “Padre, tiene que haber una biblioteca. En todas partes dice que aquí se encuentra el Libro de los muertos”. El fraile hizo un gesto de comprensión. Luego, solo dijo: “Ah”. Afuera, las chicharras cantaban su estridencia con perseverancia secular. El fraile parecía disolverse en la sombra. “Podías haber comenzado por eso”, me dijo, y me asombró el tuteo, aunque sea frecuente en los curas. Hizo un gesto leve y caminó por el corredor. Se volteó para asegurarse de que lo seguíamos. Mario me alcanzó y me hizo un gesto, como preguntando qué iba a pasar. A mitad del corredor, el fraile se registró los bolsillos y sacó unas llaves enormes, como solo se ven en las películas de frailes. En el umbral de la habitación, dijo: “El Libro de los muertos no es un libro, sino una serie de libros”. Entró y nosotros detrás de él. “El Libro de los muertos no es una habitación, sino varias habitaciones”, dijo. Creí estar ya dentro de ese libro. La habitación parecía una especie de sacristía, con enormes armarios de caoba oscura, que otorgaban al lugar una solemnidad insólita. “Allí está el Libro de los muertos”, dijo, señalando una habitación. “Entremos”, dijo Mario, de repente ansioso. “No”, lo frenó el fraile. “Solo puede entrar una persona a la vez”. Me sentí con derecho a entrar de primero. El fraile me indicó el camino: “Tienes que buscar el libro que lleva la primera letra de tu nombre”. Entonces me di cuenta de que estaba por enterarme de la fecha exacta de mi muerte. Vacilé un segundo, pero luego pensé que había hecho todo ese camino para ver el libro, y que no podía dar marcha atrás.

Al entrar al recinto, sentí como si el religioso y mi amigo hubieran desaparecido. Era un cuarto lleno de espejos. En el centro, sobre un atril, un libro enorme. Vi los espejos y me quedé helado. Cierto, me veía reflejado, pero cada espejo me devolvía un momento de mi vida. Me vi como el primer día que entré a la escuela primaria, con pantaloncitos cortos, para burla de los otros niños; me vi el adolescente gordito que sufría por su peso; me vi joven y delgado, en los huesos; me vi adulto y nuevamente sobrepeso. Ya no quise ver más, porque el espejo inclemente me habría dado las imágenes de mi decadencia y senectud. El libro, como se podía prever, ostentaba la letra “A”. Pensé que no tenía lógica, porque si contenía la fecha de la muerte de todos los habitantes de la tierra, los alfabetos eran diferentes y varios. Además, si era un libro maya, no conocía el alfabeto latino. No podía seguir solo mi orden alfabético. Pasé a una segunda habitación y sentí que el calor de la selva me estaba agobiando. Un ligero mareo me hizo apoyarme en el dintel de la puerta. Seguí caminando, habitación tras habitación, hasta encontrar la letra de mi nombre. Sudaba con abundancia. Las ropas me estorbaban, me faltaba el aire. Hasta que llegué al libro que buscaba. Al libro que me estaba esperando. Lo abrí con dificultad, pasé sus páginas y encontré mi nombre exacto y por entero, con mi fecha de nacimiento. Al lado, con la inocencia de un notario que certifica un acto legal, estaba la fecha exacta y también la hora, de mi muerte cierta. Creo que la apunté en un papel que llevaba en el bolsillo del pantalón. Di la vuelta para atravesar las tantas habitaciones que había recorrido. Para mi sorpresa, era una sola. Apenas salí, me tropecé con Mario y el fraile.

Lo que sucedió después me lo contó Mario. Regresé de mi consulta al Libro de los muertos completamente descompuesto. Estaba pálido, bañado en sudor y todo mi cuerpo se estremecía con un temblor convulsivo. Caí por tierra, vomité el alma, y quedé desmayado. Asustado, Mario ya no entró a la biblioteca y apenas volví en mis cabales me llevó al hospital regional, que, ocioso es decirlo, es el hospital de los narcos. Allí estuve casi un mes, con fiebre alta y delirando, para estupor de los médicos que no adivinaban cuál era la causa de mi enfermedad. Al fin me recuperé. De vez en cuando, Mario y su familia llegaban a visitarme, porque en ese lugar tan lejano no conocía a nadie. Mario me contó que había regresado al convento, pero que no encontró ni al fraile ni muchos menos a la biblioteca del Libro de los muertos. “Si no fuera que estaba yo contigo”, me dijo, “juraría que lo soñaste todo”. Quizá lo soñé, porque no recuerdo lo principal: la fecha. En el desorden de mi ingreso al hospital se perdió el apunte que había tomado. Obviamente, no le pedí a mi amigo que me llevara de nuevo.

Apenas entré en convalecencia, mi hermano me mandó al Míster para que me llevara de regreso. Me despedí de Mario y de su familia con grandes abrazos. Había regresado de mi experiencia en el convento con mucho afecto por los demás. También por los árboles y las flores y las plantas. Los animales, grandes y pequeños, formaban parte de un universo amable y generoso. Cuando enfilamos el camino de vuelta, pasamos por un airoso puente sobre el río. El Místerme preguntó: “¿En dónde termina el río?” Yo cité: “Los ríos van a dar en la mar”. Entonces el muchacho me sorprendió: “¿Y dónde está el mar?”. Así me enteré de que mi conductor nunca había visto el mar. Lo hice desviarse y recorrer los pocos kilómetros que nos separaban del Caribe. El Míster se quedó mirando la extensión sin límites y parecía como embrujado. Durante el regreso, cantó con entusiasmo y me relató sus sueños militares, mientras guiaba con juicio y minuciosa prudencia.

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