El cuchillo y la herrumbre

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Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 5 minutos

Por Dante Liano

Cuando pasaron los años, en las despobladas estancias de la jubilación, el Comisario Alberto Paniagua se acordó de un viejo crimen, con el cansancio habitual del que visita un lugar ya conocido. No se acordó por casualidad, sino a causa de un pedazo de papel que le deslizaron sobre la mesa del café en donde aireaba sus inquietudes. Las pocas líneas del mensaje no llegaban a un párrafo. Sin embargo, esas palabras tenían el peso del campanario de la iglesia colonial, la torre maciza que los españoles construyeron contra el espanto de los terremotos. Cuando lo leyó, el comisario se fue para atrás en el tiempo, a la mañana en que se había enterado del delito. Esa mañana, Paniagua estaba sentado delante de la vieja computadora que le había vendido un mercader oriental, quien lograba el sospechoso milagro de ofrecer objetos onerosos a precios posibles. El comisario se entretenía con un juego de Internet y, simultáneamente, se imaginaba el almuerzo que su mujer le iba a preparar. Dentro de una hora sería la pausa, y se le hizo agua la boca, qué desperdicio, cuando pensó en el caldo de arroz con pollo, destemplado de limón, que seguramente lo esperaba en casa. Le faltaba una palabra para terminar el crucigrama y levantó la cabeza, como buscando inspiración, como si la mosca que estaba pugnando por entrar a través del vidrio de la ventana le fuera a soplar la respuesta. En lugar del aliento divino, vio que venía corriendo una chica, como si alguien la persiguiera. No sabía que esa visita le iba a quitar no solo el almuerzo, sino el sueño de tantas noches.

Era Sandrita Rubio, hija de una de las familias bien del pueblo. Venía como tropezando, como si se fuera a caer de un momento a otro. Entró a la comisaría y no gritó, como podía esperarse. Solo dijo: “Lo mataron, comisario, lo mataron”. Sandrita era así, desde la infancia. Callada, quitada de ruidos, no conocía el énfasis. Ahora que había superado los veinte años no es que hubiera cambiado mucho. “Lo mataron, comisario”, repitió, apoyada en el umbral de la puerta. “¿A quién?”, le preguntó Paniagua. “A Claudio, a mi novio.” “¿Claudio?”, Paniagua conocía a todo el pueblo. “Sí, comisario, venga, lo acabo de encontrar muerto”. Paniagua se volteó, le hizo un gesto a Secundino Ramos, el sargento que se mantenía mente en blanco en su oficina, y saltaron los tres sobre el Hi Lux que todos le envidiaban a la policía nacional. En el camino, unos cinco minutos, Sandrita dijo que había llamado por teléfono a Claudio, pero que no le había contestado. Por eso, había ido a buscarlo al chalet de familia de las afueras del pueblo, y no le había abierto. Entonces, dijo la muchacha, me salté la pared del jardín y entré. “¿Tenés llave?” le preguntó Paniagua. “No, la puerta estaba entrecerrada. Allí nomás, al final del corredor de la entrada, estaba Claudio, tirado en el suelo, entre tanta sangre. No sé cómo, entendí que estaba muerto. Me vine corriendo a la comisaría”. En eso llegaron delante del portón del chalet. “Secundino”, ordenó el comisario, “abrí esta porquería”. Ramos mantenía, en el picop, una hermosa cizalla que se había demostrado de gran utilidad no solo para romper candados. La cadena voló al segundo intento y los tres se precipitaron al interior de la casa. El jardín no era muy grande y en un par de pasos llegaron a la puerta, que Sandrita había dejado entreabierta. El primero que entró fue el comisario. Afuera, como si estorbara, se quedó la joven.

El cuerpo del muchacho estaba bocabajo y reposaba sobre su propia sangre. Secundino verificó el pulso, poniendo sus dedos sobre la aorta. Se manchó las manos. Levantó la vista hacia el comisario e hizo un gesto desconsolado. Era un gesto insulso, porque la sangre venía de la cabeza destrozada del muchacho. Alguien le había descargado varios golpes con un objeto grueso y macizo. Desde adentro, el comisario el gritó a Sandrita Rubio que no entrara. La chica estaba sentada en el dintel de la puerta, con un ataque de nervios. El resto de la jornada se pasó en las prácticas obligadas en esos casos. No era el primero ni el último crimen en San Andrés. Paniagua se había hecho el estómago de hierro desde que los militares arrasaban las aldeas del interior. Quizá lo singular era que, por primera vez, había sido asesinada una persona de las familias acomodadas del pueblo. Llamó a la jueza Mazas, una señora amarga que iba por los sesenta y que parecía levantarse cada día con la intención de joder a alguno. “¿Con qué me va a arruinar el almuerzo, comisario?”, le dijo. “Un asesinato, licenciada”. Paniagua la llamaba por ese título, porque la jueza quería que la llamaran “doctora”, aunque nunca había conseguido el diploma. Esas vanidades. “Entonces nos vemos en la tarde”, le respondió la señora, “porque estoy ya sentada a la mesa”. “Se me hace que va a venir de inmediato cuando sepa a quién mataron”, se atrevió Paniagua. “Escupa”, lo brusqueó la jueza. “Claudio Morales”. Se imaginó el brinco de la togada. “¿De la familia Morales?”. “El mismo”.

En menos de media hora, la jueza, que estaba en un restaurante de Santa Ana, llegó al pueblo. Detrás de ella, los funcionarios de Ministerio Público, zopilotes disfrazados de blanco que iban a levantar el cadáver. Afuera del chalet, media población curiosa que comentaba el crimen. Por orden de la licenciada Mazas, Paniagua se llevó a Sandra Rubio a la cárcel, en donde le hizo repetir mil veces lo que había pasado. Mientras tanto, los padres del muerto, que estaban en Miami de compras, fueron avisados por las autoridades. No hubo grandes sorpresas en la investigación, sobre todo porque Mazas ya había ubicado al culpable y no hubo quién la contradijera. Según ella, los novios habían discutido, Sandrita había perdido la cabeza y lo había matado. No hubo quién la contradijera, porque la señora era mala hierba y cuando alguno se le atravesaba le inventaba algún delito y lo metía al bote, sin más averiguaciones. Cuando el comisario Paniagua regresó a su casa, le comentó a su mujer el arbitrio de la licenciada Mazas. “No hay móvil, no se encontró el arma del delito y encima Sandrita Rubio dice que es inocente. Con esos datos, no habrá quién la condene”. El comisario se equivocaba, porque varios meses después, un tribunal de amigos de la jueza se dejó convencer por ella y condenó a Sandra a veinte años de prisión. Paniagua le dijo a su mujer: “Así va la justicia en este pueblo. Rogale a Dios no caer en manos de esta gente”. Eran los años en los que la jueza Mazas quería meter preso al alcalde, para presentarse ella a las elecciones, pero esa es otra historia.

Para no hacerla tan larga: la jueza metió al Alcalde al bote, con una triquiñuela de abogado arcaico, y en las siguientes elecciones se presentó en su lugar. Por supuesto que ganó, gracias a sus alianzas con los narcos de San Andrés, que también los había en el pueblo, y gracias a las láminas y fertilizantes con que compró los votos de los pobladores. Al comisario le llegó el decreto de jubilación y, como todos, creyó que serían vacaciones perpetuas. Verificó su equivocación cuando no podía dar marcha atrás. Y en esas estaba, papando moscas en el café de la plaza, cuando le pasaron el papelito. No se dio cuenta quién. Era como una sombra que se esfumó en la plaza. En el papel estaba escrito que el asesino de Claudio Morales no era Sandrita Rubio y que el muchacho había sido ultimado con un cuchillo. El anónimo decía que el lugar en donde podía encontrarse ese cuchillo era un arroyo al fondo del barranco detrás de la casa de Paniagua.

Con lentitud, el comisario terminó su café. Ahora, todo lo hacía en cámara lenta. Caminó despacio hacia su casa. Abrió la puerta, saludó a su mujer y salió al jardín de atrás. Un sendero con lastras de cemento conducía al fondo del barranco. Paniagua cogió un bastón, para no resbalarse en la humedad del bosque. Pensó, con melancolía, que había un tiempo en el que bajaba corriendo por ese camino. Al llegar al fondo, avanzó por la orilla del riachuelo. Pensó en Heráclito, porque, a su edad, todo vuelve, pero vuelve de modo diferente. Contempló, sin emoción, el cuchillo que yacía en el fondo del agua, quién sabe desde cuándo, aherrumbrado allí. Observó que podía haber sido el arma del delito, sin duda. Reflexionó sobre la justicia, la verdad, el destino. Luego regresó por donde había bajado. Al entrar, la puerta de madera con mosquitero rechinó un poco. Su mujer lo oyó. “¿A qué bajaste, Alberto?”, le preguntó. “A nada”, respondió el comisario. “A dar un paseo”.

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