El costo de contestarle al poder

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Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 4 minutos

Por Héctor Silva Ávalos

Hablarle de frente al poder en Centroamérica acarrea costos enormes en estos días. Para un periodista que decide escribir y publicar sobre la podredumbre de ese poder, el ejercicio puede implicar exilio o cárcel. Pasa en Guatemala. En El Salvador. En Honduras. En Nicaragua.

En Guatemala, implicó cárcel para Jose Rubén Zamora y el exilio de otros reporteros; y ya antes de la reciente arremetida del Ministerio Público, había costado la libertad a periodistas comunitarios que reportaron desde los territorios sobre las alianzas corruptas entre empresas extractivas, gobernantes y sus clientes.

En Nicaragua ya no hay periodistas operando en el territorio nacional: Daniel Ortega los metió presos o los exilió a todos.

Y en El Salvador el desplazamiento forzado empezó en 2021, cuando media docena de reporteros tuvimos que salir para evitar la cárcel tras publicar las primeras investigaciones que comprometían a Nayib Bukele con un esquema de blanqueo asociado al petróleo estatal venezolano o a su fiscal general, Rodolfo Delgado, con Alba Petróleos, el consorcio montado por un exviceministro de exteriores para lavar ese dinero.

Cada poder y los funcionarios a su servicio han torcido las leyes a su manera para eliminar el espacio cívico, que es donde se ubica el periodismo: un espacio no controlado por los poderes de turno en el que, cuando se trata de democracias más o menos funcionales, hay lugar para el disenso, la crítica y la controversia. Ese espacio suele estar protegido por derechos básicos como las libertades de prensa y expresión, garantizados, en teoría, en las constituciones políticas de nuestras repúblicas. En Nicaragua ese espacio cívico no existe y en El Salvador está por perderse del todo. En Guatemala, a pesar del miedo, aún funciona.

El miedo es, para los poderes y sus tiranos, el estado de gracia. La sustitución de un espacio cívico saludable, aun uno funcional, por un estado en el que el terror paraliza las voces es el escenario ideal para la imposición y perpetuación de esos tiranos. Es simple: activistas, defensores de derechos humanos, organizaciones civiles o periodistas con capacidad de fiscalizar al poder, de denunciarlo y exponerlo, cada cual desde su rincón específico del espacio cívico o incluso desde los lugares en que sus oficios se juntan, no son compatibles con un plan político en que el poder solo puede mantenerse cuando hay oscuridad, ignorancia.

Esto último vale, sobre todo, en casos como el salvadoreño, en los que la popularidad del tirano está a la base de su ejercicio del poder, al menos al principio. Nayib Bukele sigue siendo muy popular gracias, en buena medida, a una narrativa política efectiva que incluye la creación de un enemigo interno.

Algunos periodistas salvadoreños, como había ocurrido con los corresponsales extranjeros en el discurso del mayor Roberto d’Aubuisson -el asesino de Monseñor Romero- durante el conflicto armado de los 80, adquirimos pronto la etiqueta de enemigos del pueblo, corruptos, plumas pagadas, etc. Doble truco discursivo: estigmatizarnos para hablar de nosotros y no de las cosas que descubrimos, y, al mismo tiempo, sembrar la semilla para futuros empeños de criminalización a través del judicial.

Hace poco la Asociación de Periodistas de El Salvador (APES) denunció que unos 40 periodistas habían salido del país en lo que va de 2025. “Lo más preocupante del caso es que existen fuertes indicios de que el Estado tiene listas concretas de vigilancia, amedrentamiento y hasta capturas de personas defensoras de derechos humanos y periodistas”, escribió APES en un comunicado. Esos 40 desplazamientos forzados no incluyen los de personas y otras voces que también tuvieron que salir del país en los meses recientes, ni los de quienes salimos años antes.

Todo esto ha hecho que en El Salvador impere el miedo. Quienes hablan tienen que irse o arriesgarse a terminar presos. Quienes se quedan deben de callar. Y quienes nos fuimos tenemos que luchar, siempre viendo el miedo por encima del hombro, para no dejar de decir.

Lo mismo, o algo muy similar, ocurre en Guatemala. El Ministerio Público de Consuelo Porras, Rafael Curruchiche y Ángel Pineda también ha listado a medios y periodistas independientes como adversarios. Son los fiscales guatemaltecos, además, los que han perfeccionado el manual de persecución judicial, con ayuda de satélites como la Fundación contra el Terrorismo de Ricardo Méndez Ruiz y Raúl Falla Ovalle -recién sancionados por la Unión Europea por sus conductas antidemocráticas.

Ese manual es simple y efectivo porque está basado en que sus ejecutores operan en un sistema en el que no hay rendición de cuentas ni entes que los controlen; operan por fuera de los contrapesos que ofrece la democracia. Así, por ejemplo, el MP de Guatemala suele actuar con la protección de unos tribunales que sirven para justificar y validar sus actuaciones, no para controlarlas. Eso permite a Porras y compañía torcer las leyes, acusar sin pruebas, montar juicios sumarios en redes sociales, encarcelar sin mérito… en suma, operar en las nieblas que genera el miedo de los ciudadanos a las arbitrariedades de esos fiscales.

Y el miedo, una vez esparcido, es una cosa muy difícil de controlar. Una vez establecido, el miedo se convierte en un argumento en sí mismo.

Incorporar el miedo a la vida de un país es parte esencial, primaria, en este manual antidemocrático. Para ello también suele haber una ruta que con tanta precisión trazó Goebbels en la Alemania nazi y que tan similar es a lo que vemos ahora en Centroamérica; empieza así, con la deshumanización del adversario a través de la calumnia y el acoso, y continúa con los atentados a los derechos primarios, la libertad y la vida. Y requiere, esa ruta, de actos ejemplarizantes, como el de Zamora en Guatemala o, en El Salvador, el de la abogada Ruth López, una de las defensoras salvadoreñas de derechos humanos más reconocidas en el mundo a quien Nayib Bukele metió presa con un caso penal inventado al que puso reserva para que nadie se enterara de la magnitud del invento.

Con los ejemplos a la vista y el racimo de amenazas que suelen seguirle, quienes habían quedado de pie flaquean. ¿Exilio? ¿Riesgo? ¿Familia desmembrada? ¿Vale la pena? Las respuestas a esas preguntas son personales a pesar de que propios y extraños suelen creer que les asiste un derecho universal de opinar sobre decisiones tan íntimas. Lo cierto es que haberle escrito al poder en la cara, sobre todo cuando es un poder autoritario como el de Bukele o el del MP de Porras, siempre tiene costos, y uno de los más probables es dejar de escribir, de contar. Lo que sigue cuando no queda ya nadie para escribir es el silencio en el que el miedo se expande con más facilidad porque de él se alimenta.

La alternativa es seguir escribiendo, pero eso también tiene un costo, muchos costos. La buena noticia es que, nos enseña la historia, siempre, aun en las tiranías más duras, hay quienes nunca dejaron de hacerlo.

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