Por Héctor Silva Ávalos
He pasado las últimas dos semanas escuchando testimonios de personas que, en El Salvador, Guatemala, Honduras, incluso Argentina, son víctimas de espionaje, acoso y persecución por parte de agentes estatales, ya sean oficiales de inteligencia, fiscales del Ministerio Público, ministros, presidentes. Es grave. Se trata de una violación sistemática de los derechos fundamentales, a la libertad, al debido proceso, a la defensa, a la expresión, a la vida, que, como ya hemos visto en Centroamérica en años recientes puede terminar con los acosados en la cárcel o en el cementerio.
Es como si nos hubiésemos metido todos en una máquina del tiempo que nos ha llevado de vuelta a los años 70 y 80 en América Latina. Yo era un niño entonces, pero lo recuerdo de forma vívida: mis padres alerta en la sala o el comedor de nuestra casa en San Miguel, en El Salvador, atentos a automóviles extraños o el paso de personas armadas. Recuerdo también el exilio, a mi madre esforzándose por hacer una nueva vida lejos de sus raíces; a mi padre resignado ante el imposible de dejar su país atrás. “El vino amargo del exiliado”, dice Sabina.
Y recuerdo las historias de los muertos. Del profesor de karate al que se llevó la Guardia Nacional. Del religioso del colegio en que estudié los primeros años de primaria que apareció en un barranco. Recuerdo el terror. Es el mismo que vivo ahora, el mismo que están viviendo quienes desafían las formas represivas de los poderes de turno, esos que nos metieron en la máquina del tiempo que nos ha llevado de regreso a los años más oscuros de nuestras historias.
Esos poderes, el de Nayib Bukele en El Salvador, el de quienes sostienen a la fiscal general Consuelo Porras en Guatemala, el de las porciones más enloquecidas del gobierno hondureño o del de Javier Milei en la Argentina, han perdido ya cualquier tipo de vergüenza. Unos más otros menos, dependiendo de las circunstancias propias y de sus países, pero con varias líneas en común: todos han acudido a la propaganda -previa anulación de espacios cívicos y mapas mediáticos y ampliación de sus redes de difusión, a veces con fondos públicos-, al espionaje, a trucos viejos como las campañas de desprestigio, y, en Guatemala y El Salvador, a la cárcel.
Consuelo Porras y sus lugartenientes elevaron a la categoría de máster el arte de inventarse procesos penales basados en nada o, mejor, basados en denuncias espurias presentadas por testaferros, como en algunos de los casos con los que pretendieron malograr la ascensión de Bernardo Arévalo. También afinaron los mecanismos para hacer partícipes de la estrategia a los dineros de la gran empresa privada guatemalteca y de toda la fauna contrainsurgente, Fundación contra el Terrorismo a la vanguardia. Crearon, digamos, un modelo híbrido que actúa desde el Estado y desde lo privado para cerrar el espacio cívico y procurar la corrupción y la impunidad que son, acaso más que en ningún otro Estado centroamericano, marca de fábrica.
Al entorno de Bukele, además, ya se le atribuyen muertes como las de su asesor nacional de seguridad o las de decenas de presos que, sin pruebas, fueron a parar a la cárcel en el marco del régimen de excepción.
La Nicaragua de Daniel Ortega y la Venezuela de Nicolás Maduro, que la derecha continental se empeñó en calificar solo con etiquetas ideológicas, fueron el prólogo. Bukele es la continuación, la variante más trabajada, la que nunca se vio necesitada de recurrir a viejas consignas ochenteras para irrumpir en el poder a pesar de que su origen político es, de nuevo, el rincón más oscuro del FMLN (Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional), el histórico y hoy devaluado partido de la izquierda.
En estos días, intercambiando notas con una colega guatemalteca, dibujamos algunas conclusiones. Lo de Guatemala y su Ministerio Público (MP) ha sido arrollador y, en buena medida, ha silenciado a las voces públicas que generaron controversia al poder, sobre todo al económico, y que tan saludables se mostraron hace una década; ha contribuido a esto también la timidez y falta de decisión del presidente actual, Bernardo Arévalo.
Me decía mi colega algo que, verbalizado, me heló. En Guatemala, a pesar de todo, suele saberse dónde están los presos y, con todo y la cooptación del sistema judicial, aún hay trámites del debido proceso que es difícil saltarse. En Guatemala todavía es difícil desaparecer a opositores y críticos o a inocentes. No es el caso de El Salvador, donde no hay noticias de centenares de detenidos.
En el caso salvadoreño, según me confirmó un alto oficial de la Policía Nacional Civil, hay orden de enviar patrullas a acosar a familiares de periodistas y defensoras de derechos humanos que han salido del país en los últimos días, amenazados con posibles órdenes de detención por delitos que no existen. Dice esta fuente que Bukele se dispone a celebrar su sexto año en el poder -el primero de su segundo periodo, que es inconstitucional- con operativos de capturas y persecución a las voces críticas que aún suenan en El Salvador.
Son reinos del terror. En Centroamérica. También en Argentina, donde el gobierno de Javier Milei considera objetivos de sus aparatos de inteligencia a quienes “erosionen” las estrategias de seguridad o el discurso económico del gobierno. Ese es el comienzo, luego vienen los exilios, la cárcel, las desapariciones. Todo eso que los salvadoreños, los guatemaltecos, los argentinos conocemos tan bien. Luego vuelve nuestro pasado.