Por Prensa Comunitaria
Un artículo en un suplemento cultural, una serie de televisión inglesa y una polémica derivada de esa serie dan pie a varias reflexiones sobre las relaciones entre ficción y realidad, sobre narraciones y sociedad, sobre relato e historia. La serie se ha convertido en una de las más populares en todo el mundo, se llama Adolescencia, y relata un crimen cometido por un jovencito de 13 años. Dicha serie está compuesta de cuatro episodios, cada uno de una hora. En el primer episodio se describe la captura e interrogatorio del muchacho; en el segundo, el ambiente de la escuela en donde estudia; en el tercero, una sesión con la psicóloga asignada por las autoridades; en el cuarto y final, un domingo de la familia del joven y las consecuencias del crimen sobre esa familia.
La técnica utilizada por el director de la serie llama mucho la atención. Se trata de un recurso muy difícil de sostener, sobre durante la hora de duración de cada episodio. Se llama “plano secuencia” y consiste en no interrumpir nunca la grabación del video, de modo que se tiene la sensación de asistir a los hechos en tiempo real. El uso del “plano secuencia” en una serie de televisión puede ser considerada una propuesta atrevida: una apuesta técnica y, más, una apuesta “estética”. Se podría decir que el director sale airoso de ese alarde de virtuosismo. Con eso bastaría para considerar Adolescencia una serie muy interesante.
Por lo que se lee, que es abundante, no basta la cuestión técnica, que pasa a un segundo lugar gracias al contenido de los episodios. En realidad, la serie interesa no tanto por la trama, bastante lineal y sin mayores sorpresas, sino por la descripción de una determinada sociedad y de un momento histórico, que es el nuestro y en el cual estamos sumergidos. El ambiente es el de la clase trabajadora en una ciudad cualquiera de Inglaterra, después de los terremotos causados por el neoliberalismo de Thatcher (y sus consecuencias arrasadoras para los proletarios) y después de la salida de Inglaterra de la Unión Europea. El pasaje de toda una sociedad a una economía post-industrial y tecnologizada hace entrar en crisis estructuras tradicionales, como la familia y la escuela, que son los ejes de ruptura de la serie. En la narración, ambas instituciones aparecen resquebrajadas y sin puntos de referencia, con protagonistas completamente desorientados, desubicados y, hasta un cierto punto, desesperados. El padre del protagonista trabaja limpiando los baños de las casas particulares. En donde antes habría un proletario clásico, con su fábrica y su especialidad, ahora encontramos a un hombre situado en el sector de los servicios, sujeto a las oscilaciones y la incertidumbre del mercado. Su vida cotidiana depende de la oferta y la demanda de esos servicios. Se intuye que no gana mucho, tanto que una especie de totem sagrado es el vehículo que le sirve para el trabajo. La precariedad de esa situación social se refleja en la precariedad intelectual y emocional de la familia: ante el acto desconsiderado del hijo, carecen de instrumentos adecuados para reaccionar.
En el capítulo segundo se entra a una de las dimensiones que más ha hecho discutir: el mundo de la escuela. Al día siguiente del crimen, dos policías, un hombre y una mujer, visitan el centro educativo que frecuentaban el adolescente y su víctima. La sensación que se tiene de ese lugar es el del caos y el desorden. Y por lo que relatan los estudiantes, un mundo en el que triunfan la violencia y la prevaricación. El bulismo reina en las relaciones entre los muchachos, como en una comunidad de las cavernas, en donde vence el más primitivo y el más fuerte. Los maestros aparecen atemorizados por sus discípulos, semejan una suerte de conejos ante las antorchas del cazador. Más que educadores, víctimas. La actitud general del cuerpo docente es la indiferencia, la negligencia, la debilidad. La serie ha triunfado, quizá, por esta visión negativa de la escuela contemporánea. Refleja, en un cierto modo, la opinión común sobre el degrado de la institución escolástica. En efecto, ha habido una especie de vuelta de gato: de colegios donde los maestros impartían una disciplina férrea se ha pasado al extremo contrario. El reconocimiento de los derechos de los estudiantes se ha subrayado, con profesores muy preocupados de no ofender la sensibilidad de los alumnos y, más aún, de no provocar la ira de los enfurecidos padres de familia, exagerados protectores de sus consentidos vástagos. De la vieja disciplina se ha pasado al concepto de responsabilidad, lo cual está muy bien. Solo que nadie enseña a las muchachas y a los muchachos en qué consiste.
Sin embargo, más que la situación escolar, lo que ha despertado la atención de los espectadores es la focalización sobre el uso de las redes sociales entre los adolescentes. Siempre en el episodio de la escuela, el hijo del policía le hace ver a su padre que no sabe nada del modo juvenil de comunicación. La prevaricación y la violencia pasan, silenciosamente, a través del uso de los diferentes medios de comunicación social. Los jóvenes se amenazan, se ridiculizan, se excitan y se insultan a través de códigos secretos que escapan a la interpretación de los adultos. Así, revela el joven a un asombrado padre, el uso de los emoticones encierra todo un código que debe ser interpretado. Los símbolos del corazón significan una cosa si tienen un color, y otra, si el color es otro. En ese momento, se abre una vorágine, un abismo de ignorancia y angustia: con el policía que abre los ojos, el espectador se pregunta: ¿qué hace mi hijo cuando se encierra en su cuarto y pasa horas y horas delante del ordenador? Según lo que nos informa la serie, no está excluida la pornografía de ese tipo de actividades. Chicas que se desnudan a cambio de una recarga en el celular; el recurrente uso del porn revenge, práctica que consiste en filmar o fotografiar a la novia o al novio en situaciones íntimas y luego castigarlo haciendo circular tales imágenes en la red; la violencia gráfica, con invitaciones a humillar a otra persona con la difusión de sus defectos físicos. Todo eso pone en discusión la libertad que se concede a los jóvenes en el uso del móvil.
Sobre el tema, encuentro un interesante artículo de Gilberto Corbellini, intitulado “No, no hemos sido creados para ser digitales” (Il Sole 24 Ore, 30/3/2025, Suplemento Domenica, p. III) en donde dice: “el uso precoz del smartphone y su aumento con la edad, así como la exposición a contenidos digitales veloces […] puede tener un impacto sobre la salud mental, sobre el desarrollo cerebral y sobre las funciones cognitivas de los jóvenes”. Más adelante: “Estudios de resonancia magnética conducidos por el National Institutes of Health demuestran que el uso intensivo de pantallas en los niños se asocia a un adelgazamiento de las áreas de la corteza, sobre todo en las regiones responsables del lenguaje y de las funciones ejecutivas […] el deslizamiento y el multitasking mediático llevan a una elaboración más superficial de las informaciones: la gente memoriza menos y memoriza peor. […] Por lo que respecta a la salud mental, ansia, depresión y soledad representan un riesgo doble respecto a la norma para los adolescentes que pasan más de cinco horas al día delante del móvil. También el riesgo de idealizaciones suicidas es superior a la generalidad”.
Hay varios riesgos en la serie. Muy visible, está aquel de considerar todo lo que es contemporáneo y tecnológico como una especie de obra del demonio, sin reconocer los indudables adelantos que han mejorado sensiblemente nuestra vida. Una suerte de mecanismo de defensa ante lo que nos es difícil comprender. El otro, el regreso al concepto de “todo tiempo pasado fue mejor”, una suerte de “estábamos mejor cuando estábamos peor”. También, una satanización de los jóvenes. Quizá la serie británica representa un miedo ancestral, el miedo a lo nuevo, y quizá tendremos que tomarnos un tiempo para poder aceptar que también lo nuevo, lo joven y lo innovador necesita respeto, curiosidad, atención, hasta que nos acostumbremos a ello, como ha hecho la humanidad desde sus inicios.