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Por Dante Liano

Hay quien sostiene que toda nuestra vida, y la historia entera, no son más que una serie de casualidades, concatenadas por el azar y sin que exista una lógica, un destino o una providencia que las ordene. Quizá por ello (por un albur), un mensaje que contenía una versión modernizada y, quizá brillante, del valsecito peruano “Fina estampa”, evocó en mi mente la figura de Mario Vargas Llosa. Vargas Llosa era un caballero de fina estampa. Alto, delgado, elegante, se movía con la naturalidad del que ha venido al mundo para habitarlo con holgura y desenfado. Cuando, en 1967, Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez, con el éxito de La ciudad y los perros, el uno, y Cien años de soledad, el otro, se presentaron en la Universidad de Colombia, era evidente la diferencia de clase. El peruano de chaqueta y corbata, un auténtico petimetre urbano y de relumbrante pelo engominado; el colombiano, con una chaqueta de cuadros, barata y desubicada, con los rizos que se le disparaban como tirabuzones: la diferencia se notaba y estaba destinada a ampliarse hasta el sonoro puñetazo en un teatro de México que acabó con esa amistad de conveniencia.

Vargas Llosa llegaba de Venezuela, en donde había recibido el Premio Rómulo Gallegos, uno de los más prestigiosos de la región. En el segundo lugar había llegado Juan Carlos Onetti. Tal era el estado de la literatura latinoamericana en esa época. Durante esa conversación, los dos jóvenes escritores acuñaron algunas de las frases célebres que iban a repetir a lo largo de su vida. García Márquez aseguró, con esa capacidad fabulatoria que lo acompañó siempre, que escribía para que lo quisieran sus amigos. La frase, evidentemente fantasiosa, era feliz como las invenciones de Gabo. Vargas confirmó lo que había aseverado en Caracas: la literatura es fuego (lo decía en discursos vehementes que imaginaban la llegada del socialismo al continente), la literatura nace de la insatisfacción con la realidad que nos ha tocado en suerte, la literatura es un esfuerzo deicida del creador para inventar mundos nuevos, alternativos al castigado mundo nuestro. A un cierto punto, afirma: “la literatura es una actividad que, desde el punto de vista social, es eminentemente subversiva”. Era el Vargas Llosa sartriano, al que llamaban, en broma, “el sartrecillo valiente”. Había viajado a París, apenas pudo, y en la capital francesa encontró trabajo en Radio France International. Cuando tenía 26 años, ganó el Premio Seix Barral de Novela, una invención del poeta Carlos Barral, quien fue el primero, en ámbito hispánico, en aplicar las técnicas del marketing al mercado de los libros. Ese premio disparó al joven peruano hacia la fama. La novela ganadora, La ciudad y los perros, brilla más por técnica que por anécdota. Ese bildungsroman traslapado a América no podía dejar de estar contaminado por la dura realidad del continente. Otras obras semejantes, Bajo la rueda, de Herman Hesse, y Las tribulaciones del estudiante Törless, de Robert Musil, carecen de la aspereza y la brutalidad de la novela de Vargas Llosa. Basado en su propia experiencia personal como alumno del Colegio Militar Leoncio Prado, el relato es una vigorosa denuncia de las condiciones de violencia y humillación en ese centro de estudios. Sin embargo, más que la trama, lo que interesa son las técnicas narrativas aplicadas por el joven escritor peruano, que asimila, sobre todo, la lección de Dos Passos, Faulkner y Henry Miller. La brillantez de los diálogos, el discurso directo e indirecto, la prosa inmediata y funambólica cambiaron el panorama de la literatura latinoamericana contemporánea. Por supuesto, había ilustres antecedentes: Asturias, Carpentier, Borges, Onetti ya habían experimentado con la prosa narrativa. Pero ninguno había logrado la fama internacional que aseguró a Vargas Llosa un puesto permanente en el estrellato literario mundial.

Otro golpe de audacia fue constituirse en un grupo literario con los mejores talentos contemporáneos. La sede era Barcelona; los amigos: Julio Cortázar, Carlos Fuentes, José Donoso y, como se ha dicho, García Márquez. Si la sede fue la capital catalana, la madrina fue determinante. Le decían “la Mamá Grande” y se llamaba Carmen Balcells, la más formidable agente literaria en la industria editorial hispana. Se puede afirmar, sin arriesgar la exageración, que Balcells forjó el éxito y la fama de sus protegidos. Obligó a García Márquez y a Vargas Llosa a residir en Barcelona y a dedicarse exclusivamente a la literatura, con horarios de oficina. Cualquier otra ocupación estaba prohibida. Al inicio de esa época nacen dos obras maestras: La casa verde Conversación en la Catedral. Que una sea un lupanar y la otra un bar de copas no implica una curiosidad. Hay una larga tradición latinoamericana que sitúa, en los llamados “lugares de vicio”, la acción de las narraciones. Como en La ciudad y los perros, Vargas Llosa escudriña, en las dos novelas, una realidad peruana que, de alguna manera, se proyecta hacia otras realidades y otras sociedades y que, sin duda, es una reflexión intensa sobre América Latina y sus eternos problemas.

De allí en adelante, Vargas Llosa demostró una naturaleza narrativa incontenible, que desbordaba cualquier otra actividad. Los relatos se sucedían con cadencia anual, no siempre de calidad uniforme (aunque cualquier escritor firmaría gustoso algunas de sus “obras menores”). En algunos casos, es evidente el regocijo del autor, como en La tía Julia y el escribidor, una suerte di divertissement literario, con puntas de virtuosismo parodístico y carnavalesco, aspecto que se va a repetir en Pantaleón y las visitadoras. También exploró la novela histórica, y la obra maestra de ese ramo es La guerra del fin del mundo, un relato épico de gran aliento narrativo. Quizá lo mejor, de su producción madura, sean La fiesta del chivo Tiempos recios. En la primera, Vargas Llosa retoma un aliento épico que es su marca de fábrica de las mejores novelas. Relata, con un ritmo y una cadencia que suspenden al lector, el atentado que terminó con la dictadura del dominicano Rafael Léonidas Trujillo. El episodio sirve como pretexto para examinar, con habilidad de cirujano, todos los pliegues y los meandros de los gobiernos autoritarios, como se llaman ahora las satrapías. El tirano se presenta como un personaje completo, en sus complejos, frustraciones y villanías. El ambiente de cortesanos que lo halagan, también. Y la rabia de los jóvenes que deciden acabar con el régimen hace pensar en la idea de “literatura subversiva” de los inicios. Otra reflexión importante sobre América Latina y su desdichado destino lo constituye Tiempos recios, narración de la intervención imperialista de los Estados Unidos contra el gobierno socialdemócrata de Jacobo Árbenz en Guatemala. La amarga constatación de que ese error fue el causante de infinitos padecimientos en todo el continente, en los años que siguieron, cierra la novela.

Mario Vargas Llosa  quiso ser un Víctor Hugo o un Emile Zola, ese tipo de escritor que prende en las masas y se convierte en líder. No lo logró, porque sus propuestas no cuajaban con la realidad de América Latina. Era un liberal de derechas, y, por tanto, guardaba respeto por algunas de las tradiciones del liberalismo clásico. Fue superado por los populistas a la Bolsonaro y Milei, que se limpian las botas con los principios democráticos. Vargas Llosa fue un novelista de gran aliento, como los grandes realistas del siglo XIX, a la Galdós, Blasco Ibáñez o Clarín. Su talento narrativo le garantiza un puesto en la historia, más allá de los premios, que los ganó todos, y la volátil y provisoria fama, que la tuvo, y en abundancia.

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