Por Dante Liano
La película Anora, de Sean Baker, podría interpretarse como una provocación para inspirar comentarios moralistas. Si a eso añadimos que acumuló cinco premios Oscar (mejor actriz, mejor película, mejor guión, mejor montaje y mejor dirección) la tentación de una crítica feroz está servida. La trama no ignora la simplicidad: Anora, una prostituta de 23 años, trabaja duramente en un club de strip-tease neoyorquino. Su rutina es la de una trabajadora del sexo: pasa la noche divirtiendo a los aficionados del club, acumula propinas por su buen desempeño, y, en la madrugada, regresa a su modesta casa en Brighton Beach, un barrio ruso-estadounidense, donde reside con su hermana. Duerme todo el día y, al caer la tarde, regresa a su trabajo. Una de esas noches ocurre el golpe de suerte. Iván, hijo del oligarca ruso Nikolai Zakharov, visita el club y queda muy satisfecho de la prestación de Anora. Por eso, le paga una sesión de sexo en su villa de Mill Basin, un barrio costero carísimo. Iván (o Vanya, diminutivo con el que se le nombra en toda la película) está en Nueva York para estudiar, aunque nunca se le ve con un libro en mano. Vanya no desdeña las drogas ligeras y la cocaína, como tampoco formidables mezclas de cocteles, dieta que apenas le deja lucidez para jugar constantemente con la Play Station. Muy contento de la compañía de Anora, Vanya le propone pasar juntos una semana, al precio de quince mil dólares. Ella acepta. Uno de los días de esa semana, la pareja y sus amigos terminan en Las Vegas, llevados por la euforia de las drogas y el alcohol. Siempre bajo esos efectos, Vanya tiene la ocurrencia de casarse con Anora, visto que están en Nevada y allí casarse es tan fácil como beberse una copa de champán. A partir de ese momento, Anora imagina el matrimonio como una suerte de solución a la precariedad de su vida anterior. La segunda parte de la película describe la reacción de los padres de Vanya, furiosos con la travesura del muchacho. Llegan de urgencia a Nueva York, llevan a la pareja a Las Vegas y allí los obligan a divorciarse. Anora recibe, por ese gesto, un pago de diez mil dólares. La película se cierra con una escena melancólica y desoladora, con la protagonista de regreso a su casa modesta y a su vida modesta (aunque con algunos miles de dólares entre la bolsa y un anillo de diamantes en la mano).
Esta fábula postmoderna se basa en un antiguo esquema narrativo, cuyo ilustre origen se puede situar en Las mil y una noches. Un hombre poderoso y rico pasa la noche con una mujer y la mujer se las ingenia para prolongar esa noche mil y mil veces, a través de un ingenioso artificio. El esquema básico es el mismo, pero el contexto condicionará la elaboración de la trama. En el caso de Anora, estamos dentro de lo que se ha dado en llamar el tardocapitalismo. En la película, ninguno de los personajes pertenece a lo que antes se llamaba “la clase trabajadora”. Es decir, en el ámbito de la producción material de bienes, nadie produce objetos para el consumo. Intuimos que el padre de Vanya no se dedica a obras de beneficencia y que vive bañado en dinero. Sabemos que Vanya no trabaja y que Anora podría ser colocada en el sector de los servicios, sin ironía alguna. Los secuaces de Zakjharov en Estados Unidos: un cura ortodoxo armeno que es su factótum en el Nuevo Continente y dos guardaespaldas algo cómicos, de alguna manera bizarra se equivalen a Anora en la producción de servicios. Todos ellos se mueven alrededor de un solo totem: el dinero. Digamos que la postmodernidad de la trama estriba en la superación del ideal modernista de la felicidad. ¿Cuál era la propuesta de la modernidad? Si la evolución de las sociedades era un progreso histórico hacia la perfección, también la vida de los individuos reflejaba esa continuidad cuyo punto final se llamaba “felicidad”. ¿Cómo imaginaban nuestros bisabuelos esa felicidad? La definición más válida era “la satisfacción de las necesidades materiales”. A finales del siglo XX, algunas sociedades lograron esa meta, particularmente en los países del norte de Europa: la mayor parte de los ciudadanos tenían ampliamente satisfechas cuatro necesidades básicas: salud, educación, techo y comida. Sin embargo, la amarga constatación era que no habían alcanzado la felicidad. El progreso material no había construido un mundo mejor; al contrario, el progreso material estaba destruyendo al planeta.
El derrumbe de los ideales modernistas, hacia los años 80 del siglo XX, crea la sociedad postmoderna que corre parejas con una concepción radical del capitalismo. El símbolo de ese capitalismo extremo va a ser la presidencia de Reagan, en los Estados Unidos, con el ataque frontal a la acción del Estado en la economía (la “deregulation” reaganiana) y con la apertura a las teorías neoliberalistas de Milton Friedman. De allí en adelante, el capitalismo se convertirá en una doctrina ferozmente sectaria, en la bandera de grupos de extremistas de derechas cuya finalidad es la destrucción del estado y en la construcción de una suerte de religión que ve al mercado como un dios omnipotente, ante cuyo altar se sacrificará todo lo que sea posible sacrificar. Los viejos ideales liberales (libertad individual, competitividad, democracia, igualdad de los ciudadanos) se desmoronarán a favor de una sola aspiración: el dinero, la acumulación de riquezas sin medida y a cualquier costo. La importancia de una película como Anora, cuya trama parecería una fruslería desencantada y destrampada, está en poner delante de nuestros ojos, desnuda, la fábula del mundo contemporáneo: la famélica búsqueda del dinero, como fuente, no de felicidad, sino de placer. Anora y Vanya son dos caras de la misma moneda. La vida de Vanya representa, por extremo, la vida de todos nosotros. ¿Qué ha sustituido, en Vanya, la moderna búsqueda de felicidad? Puesto que el vástago del oligarca ruso vive con sus necesidades básicas satisfechas, y puesto que, con toda evidencia, esa satisfacción no le ha dado la felicidad, la aspiración postmoderna de ese muchacho es la euforia: una sensación que lo lleve más allá de la pura satisfacción material y espiritual. De allí, las drogas y el alcohol: el desaforo y lo frenético. No solo el placer, sino el éxtasis. Un absoluto químico que, como se sabe, no conoce paz ni saciedad, porque siempre pide más. Si se piensa bien, no hay mucha diferencia entre Vanya, producto del capitalismo tardío, y un componente de la Mara Salvatrucha, o de cualquier banda juvenil centroamericana. Droga, sexo y alcohol y una total ausencia de ética para conseguir ese sucedáneo de la felicidad. Anora, por su cuenta, complementa la figura de Vanya, por su exasperada monetización de su cuerpo. Ella sabe que solo tiene eso: un cuerpo que produce placer. Por tanto, cada paso que da lo convierte en dinero. Desde las prestaciones de strip-tease en el club nocturno, cada movimiento pagado por billetes enrollados a su cintura, hasta las noches de sexo con Vanya, cada hora como un parquímetro. En un momento de pathos, Anora dice a la madre de Vanya: “Es que estamos enamorados”. Olvida, en ese momento, que se ha hecho pagar cada segundo de amor. Y, al final, no desdeña recibir una buena suma a cambio del divorcio. La protagonista sería una óptima marxista: sabe que su cuerpo es un objeto de uso, pero también un objeto de cambio. Sobre todo, lo último. Por eso, al final, cuando el guardaespaldas le restituye el magnífico anillo de diamantes que le había robado, ella le paga inmediatamente con lo único que tiene: con el sexo. Y la fábula termina con esa amarga y dolorosa constatación.