El llamado “Modelo Bukele” de seguridad pública, al que el gobierno salvadoreño atribuye la baja de los homicidios, es una política pública construida sobre torturas, muertes y desapariciones de personas inocentes, buena parte de ellos hombres jóvenes.
Por Héctor Silva Ávalos
El día que vio a su hijo Williams por última vez, Gladis Villatoro no tuvo miedo de reclamar a los dos agentes de la policía que lo tenían esposado. No tenían derecho a llevárselo, les dijo. Discutió con ellos y volvió a discutir incluso después de que los uniformados la amenazaron con llevársela a ella también si no se callaba. Gladis tiene miedo ahora, después de 840 días sin saber a dónde está su hijo, después de más de dos años sin verlo. Gladis lleva todos esos días buscándolo. Como centenares de otros jóvenes salvadoreños, Williams Antonio Díaz, el hijo de Gladis, ha desaparecido en las cárceles de El Salvador.
No es este un testimonio sacado de un libro de historia latinoamericana en el que se cuentan los horrores de las dictaduras que gobernaron la región entre 1950 y 1980. Esta es una historia reciente y cercana. Ocurre en El Salvador que gobierna Nayib Bukele, el popular presidente que se autodenomina “dictador cool” y que ha hecho de la suspensión de las garantías mínimas de defensa y debido proceso la base de una política de seguridad que, por otro lado, ha tenido éxito en reducir los índices de violencia, sobre todo los homicidios.
Williams Antonio Díaz es una de las 327 personas desaparecidas en El Salvador de Nayib Bukele según conteos avalados por organizaciones como el Socorro Jurídico Humanitario de El Salvador, Amnistía Internacional y Human Rights Watch. La relatoría sobre ejecuciones extrajudiciales y el grupo de trabajo sobre detenciones forzadas de la Organización de Naciones Unidas (ONU) ha pedido explicaciones al gobierno de El Salvador en al menos uno de esos casos, el de Alejandro Muyshondt, un asesor cercano del presidente Bukele que fue arrestado luego de denunciar corrupción en el gobierno, a quien el Estado salvadoreño mantuvo incomunicado durante seis meses y murió bajo circunstancias no esclarecidas después de recibir palizas en una bartolina policial y ser sometido a varias cirugías craneales sin autorización de su familia. La ONU califica la situación de Muyshondt antes de su muerte como desaparición forzada.
Como Muyshondt estuvo desaparecido, Williams Antonio Díaz y más de 300 personas siguen desaparecidas en las cárceles de El Salvador. La mayoría desapareció después del 27 de marzo de 2022, cuando Bukele y el Congreso, controlado por el presidente, decretaron un régimen de excepción que desde entonces ha limitado los derechos constitucionales. Este régimen, contemplado como medida temporal en casos de emergencia o desastre, se ha prorrogado ya 36 veces. Mientras ha durado, hasta 100,000 personas han estado presas, lo cual representa el 1.7% de la población salvadoreña. Solo 8,000 han sido liberadas según ha reconocido el mismo gobierno.
Williams Antonio Díaz es uno de esos presos de los que no hay noticia. “No sé nada. Mi nieto me dice: abuela usted es una mentirosa, me dice que mi papá va a regresar, pero nunca vuelve… Así me dice el niño”, describe Gladis Villatoro una de tantas charlas que ha tenido con el hijo de Williams. El niño, de 8 años, estaba ahí cuando arrestaron al joven y Gladis se enfrentó a los uniformados que se le llevaron; hoy Gladis se ocupa de él. El hijo de Williams Díaz es uno de 62,022 menores que han quedado en alguna situación de abandono por el régimen de excepción según cifras divulgadas por la organización Cristosal en julio de 2024.
Todo, les dijo Gladis a los policías que arrestaron a su hijo, era muy injusto. Williams venía de trabajar aquel día, un sábado, de reparar aires acondicionados, su oficio desde que lo aprendió en Estados Unidos. El joven llevaba 500 dólares en los bolsillos: recién había retirado de un cajero automático el salario que sus empleadores le habían depositado el día anterior. Que un joven, vecino de un barrio pobre de El Salvador, llevara esa cantidad de efectivo fue suficiente para que los policías lo consideraran un buen candidato para ir a las cárceles abarrotadas de jóvenes como él que no paran de llegar desde que entró en vigor el régimen de excepción en marzo de 2022, luego de un fin de semana en que la violencia dejó cerca de 80 cadáveres en 72 horas.
Los policías detuvieron a Williams cerca de una abarrotería, a unas dos cuadras de la casa de Gladis en Soyapango, en las afueras de la capital. Lo habían obligado a separar las piernas y poner las manos detrás del cuello. “¿Qué pasa aquí? Yo soy la mamá”, preguntó y afirmó Gladis con un tono de autoridad que ahora no sabe explicar. Así recuerda la mujer el intercambio con uno de los agentes:
- El policía: “¿Sabe cuánto dinero anda (su hijo)?”
- La madre: “No sé…”
- El policía: “¿Sabe si es dinero de extorsión?”
- La madre: “Pues se equivocó. Él no tiene necesidad de andar extorsionando gente”.
Gladis insistió en su explicación una y otra vez. Que Williams era trabajador, les dijo. Que mantenía a su familia y le ayudaba a ella con los gastos de la casa. Que reparaba aires acondicionados y que un diputado de Nuevas Ideas, el partido oficialista, lo solía contratar. Después de amenazarla con detenerla a ella también, el policía repitió una frase que se ha vuelto común entre las autoridades salvadoreñas, sean estas miembros de la fuerza pública, diputados o funcionarios: “El que nada debe, nada teme”.
Williams supo que, a pesar de los reclamos de su madre, no había forma de cambiar lo que se venía. “Cuídeme al niño, mamá, y bájelo, que no vea esto”, fue lo último que dijo antes de que se lo llevaran.
Uno de los policías que arrestó a Williams le dijo a Gladis que no se preocupara, que su hijo saldría libre en tres o cuatro meses. Han pasado más de dos años y Gladis no sabe, desde aquel 3 de diciembre de 2022, dónde está su hijo, no sabe si está enfermo o si lo han golpeado. No sabe si está vivo. “Desde ese día no sé nada de mi hijo”, dice con la voz quebrada. Y desde entonces, Gladis lo busca.
Primero fue a la bartolina en Soyapango, no muy lejos de su casa, a donde los policías le dijeron que lo llevarían, después a la cárcel de mujeres, a la que hoy llegan también hombres, y al final al Penal de Izalco, uno de los más letales del sistema carcelario del país, según denuncias de víctimas recogidas por tres organizaciones de derechos humanos en El Salvador y por sendos reportes, uno de un relator de Naciones Unidas y otro de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA (CIDH).
Como otras madres que tienen hijos desaparecidos en el sistema, Gladis va cada mes a dejar un paquete de comida no perecedera y artículos básicos de higiene, como papel de baño, pasta de dientes, jabón. El costo promedio del paquete es de 60 dólares, que no es poco dinero para una mujer que hoy tiene que sostener el hogar, en el que viven ella, otra hija y su nieto, con lo que gana vendiendo pupusas cerca de su casa. Como muchas madres, Gladis ha aprendido que hay muy pocas formas de tener información sobre sus hijos, de saber en qué cárcel están, de saber siquiera si están vivos.
Cada vez que deja el paquete pregunta por Williams, pero nadie le da razón. Los custodios que reciben la comida ni siquiera le sostienen la mirada. Y cuando ella los confronta y les insiste en que le confirmen si su hijo está ahí realmente, recibe respuestas que no le dan seguridad alguna pero a las que aún no quiere renunciar. “Sí le han dicho que está aquí y aquí le recibimos el paquete es que sí…”, le han dicho. Fue así, entregando paquetes, que Gladis, como decenas de madres, ha ido trazando sus rutas de búsquedas, su itinerario en el mapa de su infierno particular.
El encarcelamiento masivo de jóvenes como Williams es, desde marzo de 2022, uno de los pilares fundamentales de la política de seguridad de Bukele; es, para todos los efectos prácticos, una política de Estado. Como a la mayoría de los detenidos durante el régimen de excepción, a Williams la fiscalía salvadoreña lo acusó de asociaciones ilícitas basada en el acta que levantaron los policías que lo detuvieron. En su caso, como en otros, no hay más prueba que esa, lo dicho por los captores.

Reminiscencias de una catástrofe reciente
Historias como la de Williams Antonio Díaz son comunes en la prensa salvadoreña independiente y en los informes de organizaciones de derechos humanos. Esas historias también han llegado al Congreso de los Estados Unidos. El martes 10 de diciembre de 2024, la Comisión Tom Lantos de Derechos Humanos de la Cámara de Representantes en Washington convocó a una audiencia especial para conocer las denuncias de abusos durante el régimen de excepción.
En su declaración de apertura, el congresista demócrata por Massachusetts, James McGovern, presidente de la comisión, contó que había visitado El Salvador en noviembre de 2024 para conmemorar el 35 aniversario de la masacre perpetrada por un comando militar en la Universidad Centroamericana (UCA), en la que fueron asesinados seis sacerdotes jesuitas y dos ayudantes. McGovern fue uno de los asistentes legislativos estadounidenses que ayudó a esclarecer aquella matanza de 1989 y, desde entonces, ha abogado por el país centroamericano en el Congreso.
Lo que vio recientemente en El Salvador, dijo McGovern en la audiencia de diciembre pasado, no se diferencia en mucho de lo que pasaba en los 80, durante la guerra interna entre el ejército nacional y la guerrilla que dejó cerca de 75,000 muertos. Entonces, como hoy, las madres buscaban a sus hijos desaparecidos. “Siendo honesto, es tan grave como lo que ocurrió en la guerra civil”, dijo.
Lo volvieron a impresionar, contó McGovern, las historias de las familias que no saben dónde están los suyos. “Les dicen que están presos y ellos esperan recibir al menos una postal, pero no saben”, dijo el congresista. Como le ha pasado a doña Gladis Villatoro, la mamá de Williams Antonio Díaz, desaparecido en las cárceles que administra el gobierno de Nayib Bukele.
En Washington, como en el resto de la región, hay dos versiones diferentes sobre lo que ocurre en El Salvador. Una es la versión que vende la narrativa oficialista según la cual el país centroamericano vive un cambio sin precedentes, marcado por la reducción en los homicidios, el despeje de zonas que antes estaban dominadas por pandillas criminales y la tranquilidad general de la población.
La otra narrativa, que es en la que aparecen las historias de los desaparecidos como Williams Antonio Díaz, es más siniestra. Esa versión, la que denuncian las víctimas, es que la política de seguridad del presidente Nayib Bukele está montada sobre violaciones sistemáticas a los derechos humanos de miles de salvadoreños. Dicho de otra forma: sin los encarcelamientos masivos de miles contra quienes no hay pruebas y a quienes se negaron derechos básicos de defensa y sin una política de Estado que ha tolerado, incluso animado, la tortura carcelaria, las desapariciones forzadas y las ejecuciones extrajudiciales, Bukele no podría presumir sus éxitos en seguridad pública.
Una de las organizaciones por derechos humanos que ha informado sobre esto, tras entrevistar a varios centenares de víctimas en El Salvador, es Cristosal.
“El régimen de excepción… ha generado un modelo de seguridad pública que, a pesar de haber disminuido significativamente los índices delincuenciales, ha implicado una serie de violaciones a los derechos humanos, detenciones arbitrarias y daños severos a la institucionalidad democrática”, concluye Cristosal en su informe “El modelo Bukele: seguridad sin derechos humanos”, publicado en abril de 2024.
La popularidad de Bukele, que le ha permitido entre otras cosas reelegirse como presidente en 2024 a pesar de que la Constitución de El Salvador lo prohíbe de forma expresa, se ha alimentado de la disminución en las cifras de homicidios y, en general, de la reducción de la inseguridad en los barrios y pueblos del país.
Desde sus redes sociales, sobre todo X, que son su forma favorita de comunicación política, Bukele presume de que El Salvador cuenta por decenas los días en que no han ocurrido homicidios y suele decir también el presidente que el país es el más seguro del hemisferio occidental. Ambas afirmaciones son imposibles de comprobar porque el gobierno de Bukele ha cerrado todas las puertas del acceso a la información pública. Ni la Policía ni la Fiscalía ni el Instituto de Medicina Legal publican informes sobre los índices criminales, ni por separado ni en conjunto, como lo hacían antes de esta administración.
La última cifra oficial, recogida por medios de comunicación y centros de pensamiento alrededor del mundo, dice que, en 2023, El Salvador tuvo una tasa de homicidios de 2.4 por cada 100,000 habitantes. Es imposible contrastar esa cifra, y la única forma de darla por válida es creyendo ciegamente lo que dicen el presidente y la narrativa oficial.
El congresista McGovern, en Washington, tiene un dato diferente, que según dijo en la audiencia de diciembre le proporcionó un excomandante de las fuerzas especiales del ejército estadounidense que sigue de cerca la situación en El Salvador: Bukele y su gobierno han subestimado hasta en 47% la cifra real de los homicidios.
El Salvador sigue sin ser un país pacífico a pesar de las bajas en los índices de violencia. El Índice Global de Paz, que es una medición basada en criterios como la seguridad interna, el nivel de conflictividad y la militarización de la sociedad, reconoce que tuvo una mejoría considerable entre 2023 y 2024, gracias en buena medida a la reducción en los homicidios. Aun así, el país centroamericano se encuentra en el lugar 107 de 163 naciones analizadas y sigue muy lejos de ser el más seguro del continente, como suele promocionar Bukele -países como Cuba, República Dominicana y Perú son más pacíficos que El Salvador- según este índice, elaborado por el Instituto para la Economía y la Paz y el cual suele ser citado como una de las fuentes más creíbles en medios de todo el mundo.
El conteo oficial de homicidios y asesinatos no toma en cuenta, por ejemplo, las muertes ocurridas en las cárceles del país, esas que los organismos de derechos humanos cifran en al menos 375 personas.
Toda esta narrativa oficial de Bukele, que niega los abusos y las muertes en las cárceles, está basada en la ocultación sistemática de la información pública a través de una estrategia de Estado que ha incluido el desmantelamiento del Instituto de Acceso a la Información Pública (IAIP), la emisión de leyes que criminalizan a quienes publican información sobre funcionarios públicos y la persecución y acoso de la prensa independiente.
Cuando una víctima de tortura cuenta su historia en las cárceles salvadoreñas, o cuando organizaciones no gubernamentales publican cifras de muertos en las prisiones por negligencias o maltratos, el presidente no contesta con datos, cifras o abriendo a la prensa u observadores independientes prisiones como Mariona o Izalco, donde ocurre buena parte del terror carcelario. Cuando hay denuncias, Bukele recurre al viejo manual de atacar al mensajero, desacreditar a quien denuncia o simplemente negar los hechos sin pruebas que los desmientan.
En ese empeño de ocultar, el presidente y su aparato de propaganda -que incluye un periódico de circulación diaria y un canal de televisión pagado con fondos públicos, varios panfletos de noticias falsas administrados por satélites de la presidencia y las cuentas personales de ministros y diputados del oficialismo- no han dudado en revictimizar a personas que han ido a la cárcel acusados sin pruebas de crímenes como asociaciones ilícitas. Es el caso de Karla Raquel García Cáceres, una adolescente de 17 años que recibió una golpiza al ser capturada en mayo de 2022 estando embarazada y quien dos meses después de ingresar en prisión fue sometida a un legrado. En un afán por desvirtuar el testimonio de la familia de la joven, el mismo presidente se refirió a su caso e intentó desmentir a la madre de Karla, aunque pruebas forenses confirmaron el aborto.
El infierno en las cárceles
Izalco y el Centro Penal La Esperanza, conocido como Mariona por la villa en la que está, son los dos epicentros de la política penitenciaria del gobierno de Nayib Bukele. La propaganda oficial suele vender que esa política gira en torno al Centro de Confinamiento del Terrorismo (el CECOT), una cárcel de máxima seguridad inaugurada 10 meses después de la instalación del régimen de excepción. Pero no es al CECOT que han llegado las decenas de miles de personas apresadas durante el régimen de excepción, al menos no en principio. En el CECOT hay pandilleros condenados, recluidos en espacios que, por lo visto en los reportajes basados en el diseño propagandístico facilitado por la oficina de prensa de la presidencia salvadoreña, son mucho más limpios e iluminados que los que existen en el resto de las cárceles del país.
Los presos que, como Williams, han desaparecido en las entrañas del sistema penitenciario salvadoreño, llegaron, en masa, a Mariona y luego a Izalco.
Funcionarios de Bukele han llegado a decir que no conocen casos de violaciones a derechos humanos y que quienes han muerto bajo custodia del Estado tras ser vapuleados no fallecieron a consecuencias de los golpes sino por condiciones de salud congénitas o preexistentes. El fiscal general del país, un funcionario impuesto por el presidente de forma ilegal, se ha limitado a decir que investiga las denuncias, aunque aún no presenta investigación alguna. Hay decenas de casos y testimonios que prueban que torturados y muertos han estado y siguen estando ahí, en cárceles como Mariona e Izalco.
Uno de esos casos es el de un reo que falleció en la cárcel de Mariona en mayo de 2022, a poco de que se había instalado el régimen de excepción. Lo relata el doctor Henríquez, un médico que estuvo detenido casi tres años en esa cárcel y que entró a la llamada fase de confianza, lo que le permitió servir como una especie de paramédico durante los primeros meses del régimen de excepción.
Él mismo preso por un caso político que la fiscalía de Bukele no pudo probar, Henríquez atestiguó desde la primera fila los abusos cometidos en las cárceles salvadoreñas desde que inició el régimen de excepción. A partir de entonces, las cárceles ya saturadas empezaron a recibir un influjo masivo de personas que llegaban detenidas por causas como “mostrar nervios” ante sus captores o por llevar dinero en los bolsillos, como Williams Antonio Díaz. Al doctor Henríquez le encomendaron hacer fichas médicas de los recién llegados.
Henríquez vio morir gente. Y vio, sobre todo durante las primeras semanas del régimen de excepción, cómo los custodios de Mariona recibían a macanazos a quienes llegaban, los dejaban de rodillas una hora bajo el sol en una explanada de cemento, los volvían a golpear, los hacían pasar por una barbería para raparlos y los volvían a golpear. Luego, los golpeaban de nuevo.
En abril de 2022, cuando el régimen apenas iniciaba, Henríquez vio convulsionar a uno de sus compañeros de celda. Pidió ayuda a los guardias. No, le dijeron, “ahí déjalo”. Cuando insistió, los custodios le advirtieron a las malas que si seguía lo golpearían a él como habían vapuleado al que temblaba con violencia en el piso sucio de la celda. Al final, esa noche, se llevaron al reo que convulsionó. Henríquez no lo volvió a ver: los custodios le dijeron que lo habían sacado muerto, en una bolsa negra.
Si se escarba un poco más allá de la propaganda oficialista, no es difícil descubrir que la alegada paz salvadoreña tiene a la base una política de Estado en el que casos como el de Doña Gladis y su hijo Williams o muertes como las que presenció el doctor Henríquez en Mariona no son la excepción, una política en la que la tortura y muertes carcelarias, las desapariciones forzadas e incluso las ejecuciones extrajudiciales son parte esencial.
Ya la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de la OEA, señaló en un informe sobre El Salvador publicado en noviembre de 2024, que el Estado viola los derechos de sus habitantes de forma sistemática, abusos que van más allá de las muertes carcelarias.
La comisión, dice el informe, “conoció denuncias de violaciones a los derechos humanos perpetradas por las fuerzas de seguridad que incluyen: detenciones ilegales y arbitrarias sistemáticas y generalizadas, el allanamiento ilegal de moradas, abusos en el uso de la fuerza y violaciones a los derechos de niñas, niños y adolescentes. Además, recibió información sobre desafíos específicos en el acceso a la justicia frente a las detenciones realizadas y sus implicaciones en la garantía de los derechos de las personas salvadoreñas a las garantías judiciales y protección judicial, las cuales incluyen: la demora en el control judicial de las detenciones, la ineficacia del recurso de habeas corpus, la falta de elementos probatorios para apoyar los cargos imputados, abusos en la imposición de la prisión preventiva, la realización de audiencias judiciales masivas, limitaciones en el ejercicio del derecho de defensa y de las garantías judiciales, irrespetos al debido proceso legal, entre otros”.
Doña Gladis Villatoro mantiene la esperanza. Tiene miedo, de los policías, del régimen de excepción, de que la llegan a buscar a ella o a su otra hija por hacer pública su denuncia, pero de lo que tiene más miedo es de que su hijo esté muerto.
El Estado salvadoreño sigue negándole las respuestas a Gladis. Mientras los altos funcionarios de ese Estado, desde el presidente hasta la embajadora en Washington, el comisionado presidencial de derechos humanos y el fiscal general niegan que haya desaparecidos, los funcionarios de prisiones las mantienen cerradas a cualquier ojo verificador, incluidos los de los médicos forenses que también son agentes estatales.
Por negar, el Estado se niega respuestas incluso a sí mismo. En el caso de Williams Antonio Díaz Villatoro, un tribunal de segunda instancia en El Salvador admitió un recurso de exhibición personal que había puesto Gladis Villatoro, su madre. Ese tribunal, además, señaló que la Dirección General de Centros Penales (DGCP) había impedido en repetidas ocasiones el ingreso de médicos forenses del Instituto de Medicina Legal al Penal de Izalco a quienes otro juzgado, el que tiene a su cargo el caso de Williams, había ordenado entrar a la cárcel a verificar su estado de salud.
Más aún: al ser consultado por la falta de revisión médica a Williams, el tribunal segundo contra el crimen organizado de San Salvador, donde está el expediente, respondió que la DGCP había impedido el ingreso de médicos a Izalco y otras cárceles ordenadas por ese juzgado, que es uno en los que más se han acumulado casos relacionados con el régimen de excepción.
“En repetidas ocasiones ha solicitado autorización a la Dirección General de Centros Penales para que ingresen médicos forenses, no obstante, a la fecha y en ninguna de las causas que se ventilan en esta sede judicial ha autorizado el respectivo ingreso a los centros penales”, escribió uno de los jueces en julio de 2024.
Una de las últimas ocasiones en que el régimen de Bukele negó muertes, desapariciones y torturas en las cárceles del país fue en julio 2024, cuando la canciller Alexandra Hill y el comisionado presidencial de derechos humanos Andrés Guzmán dijeron que las denuncias eran falsas durante una audiencia convocada por la CIDH. “Son acusaciones infundadas y alejadas de nuestra realidad. El Salvador no es ni será bajo la actual administración un Estado autoritario y represivo”, dijo Hill.
Mientras los funcionarios de Bukele niegan y ocultan, Gladis Villatoro sigue buscando a su hijo Williams, desaparecido.