Por Dante Liano
Quizá la razón de que el libro de Stephen King, Mientras escribo, no sea muy mencionado, estriba en el hecho de que se trata de un manual para aspirantes escritores. Todas las traducciones son discutibles; es más, el ejercicio de la traducción es, en sí, una invitación al debate. ¿Por qué el título original, On Writing, no fue traducido con el simple “Sobre la escritura”? Imagino que por razones comerciales. Más astuta la versión italiana: deja intacto el título inglés y añade: “Autobiografía de un oficio”. Como quiera que sea, se trata de una reflexión sobre el ejercicio de la escritura y tiene el mérito de que la realizó uno de los más importantes escritores norteamericanos contemporáneos. Se abre aquí una nueva discusión: ¿en qué nivel de la literatura situar a Stephen King? No hay duda de que se trata del más grande autor de bestsellers en el mundo. Ello no lo convierte en el más grande autor del mundo, por supuesto. Él mismo nos echa una mano en la segunda parte de sus reflexiones. Afirma King que existen malos escritores, buenos escritores y genios de la literatura. Los genios son seres extraordinarios cuyo talento privilegiado los coloca muy por encima de los demás mortales. Muchos de ellos han pagado, en su vida privada, por cargar con el peso de tanta responsabilidad. No hay nada que hacer, dice King, nadie puede atribuirse esa cualidad sin caer en el ridículo. Se sabe quiénes son: Steinbeck, Hemingway, Faulkner. En cambio, existen otras dos categorías, según el autor norteamericano: los buenos escritores y los malos escritores. Comencemos por los segundos. Dirigiéndose a una clase virtual de alumnos de escritura creativa, Stephen King dice, con una cierta candidez: aunque ustedes no lo crean, existen los malos escritores. Cualquiera que se acerque a las librerías sabe que tiene razón. Cientos de libros apilados en los estantes anuncian la bondad de su contenido. Basta abrirlos por la mitad, leer un párrafo, y desecharlos. Como lectores curtidos, ya no nos dejamos engañar. Y existen los buenos escritores, aquellos capaces de hacer un buen libro cuyos resultados, como factura de la trama y como elaboración artística, pueden dejar satisfechos a autor y lectores. Como es obvio, King se coloca en esta categoría.
Vayamos por partes, literalmente. En efecto, Stephen King divide su libro en dos: una primera, autobiográfica y una segunda, de técnicas de escritura. La primera parte goza de una característica innegable del autor: sabe relatar. Tiene lo que se podría llamar, en modo poco científico, “encanto”. Cualquier cosa que Stephen King quiera contar, la cuenta de manera que nos atrapa, nos arrebata, y no podemos soltar el libro sin llegar al final. La materia poco épica de su vida se convierte, a medida que avanza en el relato, en un fascinante descenso hacia los secretos de un escritor canónico. Uno podría identificarse con sus inicios como escritor de relatos: cada vez que publica algo, recibe reprimendas en el colegio. En esa especie de alegoría infantil, pareciera concentrarse la historia de la literatura: si tienes talento, serás escarnecido, castigado y regañado. Toda su infancia es una historia de metidas de pata escriturales, que le valen la adversidad de sus profesores. No de su madre, quien advierte el talento del hijo y lo incita a seguir escribiendo. Muy ilustrativo de la mentalidad norteamericana es que el niño venda ejemplares de sus imitaciones o panfletos a la familia y a amigos. No le basta la aprobación, la tiene que convertir en ganancia. Anticipa, un poco, su propia historia.
Hay un capítulo que comienza con la historia de su primera borrachera, a los diecinueve años. No es muy diferente de las que podemos contar todos. Al final de ese exceso de alcohol, después de la mente en blanco, después del helicóptero, después del vómito, después del horrible dolor de cabeza del día después, Stephen King jura que no volverá a tocar alcohol en su vida. En cambio, era solo el principio. El escritor siguió con los excesos en la bebida por varios años, al cabo de los cuales había añadido Xanax y cocaína a su dosis diaria de cervezas. Recuerda que, en el apogeo de su alcoholismo, se bajaba una caja de cervezas cada noche. También que, mientras escribía Misery, debía ponerse tapones en la nariz, para frenar la sangre que le salía por el exceso de coca. Ello explica que Shining (El resplandor) pueda considerarse autobiográfica: la historia de un escritor devorado por el alcoholismo que vive en medio de los delirios de su vicio. Como él mismo reconoce, la gran suerte de Stephen King fue la presencia de su esposa, quien aguantó las privaciones de los primeros años con tal que él pudiera seguir escribiendo y mandando fracasados manuscritos a las revistas. En algún momento dice que, para la carrera de un escritor, es imprescindible contar con alguien que crea en él. O que le ponga un hasta aquí. En efecto, una noche, la esposa, flanqueada por los dos hijos pequeños, se le enfrentó y le puso un ultimátum: o el vicio o la familia. Stephen King optó por la familia.
En la segunda parte del libro, King plantea algunos consejos prácticos para sus lectores/escritores. Hay que reconocer que, mientras King es un formidable inventor de ideas narrativas, no es muy original en sus recomendaciones literarias. Su primer planteamiento no deja de ser ingenioso. La narración, observa, es una telepatía. En otras palabras, quizá menos eficientes: lo que el escritor plantea en la página debe recrearse en la mente del lector. Si el autor ha descrito, en el libro, a un hombre que sale de la niebla con un impermeable blanco, un cigarrillo en la boca y un sombrero stetson ladeado sobre la frente, el lector tiene que ver a este hombre, como emergiendo del papel, como si la niebla se desprendiera de las páginas. La cuestión está en cómo manejar esa telepatía. Se entra, aquí, en las cuestiones de estilo, sobre las cuales la discusión puede ser infinita. Porque cada idioma genera estilos diferentes. Una cosa es hablar del ritmo de la lengua en el francés, otra en el inglés y otra en el español. Por ejemplo, Stephen King propone que el ritmo de la narración lo dan los párrafos, no las frases. Señala, además, que si uno abre un volumen y observa que está organizado en párrafos largos, muy probablemente dejará el libro en la mesa, al contrario de lo que haría si viera una serie de párrafos cortos. Esta observación pertenece, y no totalmente, a la escuela norteamericana. Sigue la escuela de Hemingway, según la cual, el párrafo debe estar construido en frases muy breves, separadas por puntos. No todos escriben así y no en todos los idiomas. Sin embargo, hay que anotar el uso de esta técnica en algunas obras maestras de García Márquez, como El coronel no tiene quién le escriba. Cuando el escritor colombiano dio el paso sucesivo, la técnica del punto a cada paso dejó de existir y a ello debemos Cien años de soledad y El otoño del patriarca. Y si reparamos en escritores de lengua española que son considerados maestros de la narrativa, muy pocos siguen la técnica aconsejada por el autor norteamericano. King coincide con Márquez en el aborrecimiento del adverbio en “mente”. Es una cuestión de oído. Muchas veces, sustituir una palabra en “mente” con otra expresión le otorga fascinación a la frase. Por ejemplo, “La mujer dijo sutilmente que sugería abrir las persianas”. Si, en cambio, escribimos, “La mujer dijo, sutil, que sugería abrir las persianas”, el adverbio se vuelve adjetivo y crea una atmósfera misteriosa. Se califica a la mujer, no a lo que está diciendo. Pero no se puede aplicar como una regla general. A veces, el idioma obliga: “Supo seguramente que iba a llover” se puede sustituir con “Supo de seguro” pero ya no se dice lo mismo. En síntesis, Mientras escribo es un libro que se lee como alguna de las novelas más admiradas de Stephen King. Más la primera parte que la segunda, porque, en la primera, King se despoja de pudores y nos relata aspectos de su vida que nunca habríamos imaginado.