La tía Eulalia

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Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 5 minutos

 

Le he dicho a X que los nombres que comienzan con “Eu” vienen del griego. X no se asombra, como yo habría esperado. No se deja impresionar por mi falsa sabiduría de enciclopedia de libros usados. No es que X supiera esa información. Hace como si no le interesara, pero me comenta irónico: “Entonces, Eugenia significa ‘buen genio’?”. Yo le respondo que sí, aunque, para decir la verdad, ignoro ese dato. Ya que estamos, se nos ocurren otros nombres, de los que inventamos el significado. En realidad, podríamos haber interrogado a la inteligencia artificial, que para todo tiene respuesta, aunque sea alucinada. Como yo mismo, que a veces, con tal de demostrar que sé las cosas, me las imagino. Así, decimos que “Eufrasia” significa “buena frase”. “Eulogio” no es difícil, porque está el logos, y por tanto, “buena palabra”. Eustaquio nos mete en líos: ¿qué querrá significar? “Buen taco”, me sugiere X y nos reímos. Nos inventamos que “Eufemia” quiere decir “buena fama”. Y allí caemos en “Eulalia”, que, por el divino Rubén, sabemos que es “buena labia”. Como pasa con frecuencia, ese nombre me recuerda a mi tía Eulalia, que en paz descanse, y eso me lleva a contarle su historia a X, quien se resigna, porque será la décima vez que se la cuento.

Mi tía Eulalia era la mayor de sus hermanos, que fueron ocho, incluso los difuntos en edad tierna. Eran los hijos de mi abuelo José, llamado Giuseppe en su tierra natal, un lugar mítico si lo pensábamos desde Chimaltenango. Ese italiano itinerante declaraba haber nacido en una ciudad remota, alejada del turismo y de las tarjetas postales, de modo que había que imaginársela. Mi tía Eulalia era la hija más parecida a sus ancestros del otro lado del océano. Más alta que el común de sus congéneres, era rubicunda y muy blanca, con dos mejillas coloradas que hacían juego con el pelo rojo rizado que le adornaba la cabeza. Hablaba recio y sin tapujos, y soltaba carcajadas legendarias que hacían temblar los vidrios de las ventanas. En las antípodas del carácter de mi padre, taciturno y lunar, un pozo indescifrable de melancolías antiguas. Ella lo llamaba “Negrito”, un apodo cariñoso muy común en el país. Mi tía Eulalia vivía en Quetzaltenango, cuyo largo nombre náhuatl obligaba a que todos usáramos el antiguo toponomástico k’iche’: “Xelajú” o, más económico: “Xela”. Escribía un telegrama donde decía: “Llego mañana temprano en Galgos. Stop”. Galgos era la compañía de autobuses. Al día siguiente, la tía Eulalia desembarcaba en casa y la llenaba de alegría. Entraba en una habitación y con ella entraban la risa, el chiste, la charada. Su nombre correspondía al carácter. Abría la bolsa y sacaba un octavo de aguardiente. También traía algo para comer. Bebía solo ella, porque mi madre no lo hacía y mi padre tenía que ir a trabajar. La tía Eulalia era la directora de un kindergarten privado y, en lugar de educar a los niños para entrar en la edad adulta, se había contagiado, ella, de un espíritu infantil imparable, de modo que esa escuelita habrá sido un desmadre de ligas mayores. Para el desfile del Día de la Independencia, mientras los otros colegios marchaban al son de bandas militares e imitaban, grotescos, a escuadrones del ejército, mi tía Eulalia desfilaba vestida de clown, con una pelotita roja en la nariz, y atrás de ella los niños enmascarados de carnaval, desternillados de risa.

El otro oficio de mi tía Eulalia era el de curandera, adivina y cartomante. No es que se lo hubiera inventado. Como la región de Quetzaltenango, o Xelajú, es una región poblada de descendientes de los mayas, el buen natural de mi tía la había convertido en amiga de algunos sacerdotes o principales k’ichés. Para ser exactos, se llaman aj qij, en el idioma ancestral. De tanto frecuentarlos, pidió o le ofrecieron, eso no lo sé, hacer siete etapas de aprendizaje para convertirse, ella, en un aj qij. De ese modo, la tía Eulalia estaba en condiciones de echar el tzité, unas semillas rojas que parecen frijolitos, y que, dispuestas de cuatro en cuatro, sirven para conocer las oscuridades del alma del que llega a consultar. Recibía a sus pacientes de 7 a 9, antes de abrir las puertas del jardín infantil y ser arrollada por la ola bulliciosa de niños que la quería abrazar. Mi madre la amonestaba: “¡Bruja!”, le decía. “¿No le da vergüenza estafar a la gente con sus mentiras?” Mi madre era ferviente católica, militante mas no practicante. Mi madre se había confesado una vez, en la juventud, y había abandonado esa práctica casi de inmediato. “¿A cuenta de qué le voy a contar mis secretos a un hombre con faldas?”, protestaba. En cambio, creía en el Corazón de Jesús y en San Antonio de Padua. Una vez que viajé, introdujo, en mis maletas, una estampita de la Madre Cabrini. La tía Eulalia se reía, con buenas carcajadas de gusto, de los regaños de mi madre. “Ay, mija”, le decía. “¿Y qué quiere que haga, si ya a las seis de la mañana comienzan a hacer cola las viejas que vienen a consulta?”. Bebía un trago de aguardiente y proseguía: “Apenas entran, yo les digo: ‘usted trae una pena muy grande’. La tía Eulalia sabía hacer pausas teatrales. Mordía un pedazo de tortilla, masticaba, tragaba y proseguía: “Ellas se ponen a jirimiquear, y dicen que sí con la cabeza. Entonces yo adivino: ‘Tu marido te engaña’, les digo y rompen a llorar. No falla”, la tía Eulalia suelta una ronda de carcajadas. “No falla, porque, salvo el Negrito aquí presente, todos los maridos engañan a sus mujeres”.

La tía Eulalia estaba casada con Ernestito, a quien de vez en cuando llamaban “Tito”. Era este un hombre robusto, mestizo, de cabellos lacios echados hacia atrás, de modo que siempre parecía recién salido de la ducha o también, un veterano cantante de tango argentino. Habían tenido cinco hijos, y esos cinco, entre varones y hembras, fueron mis primos más cercanos. No es que nos viéramos con frecuencia, por la distancia, pero pasamos divertidas vacaciones juntos. Ernestito se ganaba la vida conduciendo camiones. Iba de la costa al altiplano, del altiplano a la costa, y quizá, de Occidente a Oriente y tal vez se aventuraba en las tierras incógnitas del norte del país, con sus caminos de terracería y el aura mágica de lugares selváticos, con ruinas mayas imponentes en lucha con la vegetación. Era lo que se dice, con chascarrillo común, un marinero en tierra. Y, como se dice, en cada puerto un amor. Bueno, no tanto, pero siempre se sospechan cosas.  La tía Eulalia demostró que no era solamente ingeniosa, divertida y el alma de las fiestas. Demostró que era una mujer de profunda inteligencia y brillante sabiduría, cuando Ernestito se enfermó de muerte. Había pasado los sesenta y no llegaba a los setenta, cuando la dura vida de trabajador incesante le pasó la cuenta. Los médicos dijeron que no había nada que hacer. Estoica, la tía Eulalia se puso a la cabecera del enfermo y trataba de aliviar sus sufrimientos. Ernestito entró en una suerte de sopor, pero, al contrario de lo pronosticado por los médicos, permanecía agobiado en su lecho de enfermo. Era la época en que la gente todavía estaba en casa, y no moría en la soledad aséptica de los hospitales. Pasaron un par de semanas, y entonces la tía Eulalia tomó una decisión. Conocía los nombres y las direcciones de las amantes de su marido. Fue a traerlas, y una vez que estaban reunidas, les dijo: “Despídanse de Ernestito. No se puede ir sin saludarlas”. Una por una fueron entrando, y lloraban y se lamentaban como plañideras griegas. Cuando se fue la última, la tía Eulalia le dijo: “Ernestito, ya te podés morir tranquilo”. En efecto, en menos de una hora Ernestito se murió.

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