Fuego en las raíces

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Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 5 minutos

Por Dante Liano 

Llegué a Milán a finales de la década de 1980, un momento de esplendor y apogeo que se conoce como “la Milán para beber”. El sobrenombre nace de la publicidad de un digestivo, que mostraba varias escenas de felicidad alcohólica y desenfrenada en aquella urbe, y que se cerraba con el eslógan: “¡Milán, para beber!”. En el poder estaba el partido socialista, dirigido por Bettino Craxi, un milanés enérgico y pragmático. Quizá demasiado. Terminó sus días en Marruecos, perseguido por la justicia, quien le imputaba diferentes casos de corrupción. A diferencia de Craxi, la ciudad siguió su escalada de progreso financiero, industrial y tecnológico, y con ello dejó a la zaga otras zonas del país. A un cierto punto, representaba la metrópoli en donde todos los sueños podían convertirse en realidad. Recuerdo mi asombro cuando, en una pequeña universidad de provincia, a 300 kilómetros de distancia, los alumnos me envidiaban porque residía en Milán. No sabían que yo no participaba en la Milán para beber, sino que pertenecía a una amplia base de trabajadores que se mantenía por el esfuerzo cotidiano, sin acceso a los privilegios de quienes gozaban de los ríos de dinero que circulaban por la ciudad. Milán tenía glamorosos equipos de fútbol, como el Milan, que se había comprado las más grandes estrellas que ofrecía el mercado. No por nada su presidente era Silvio Berlusconi, que pronto se convertiría en el Primer Ministro del país. Ronaldinho había llegado de Barcelona, y se contaban sus escandalosas noches en los destrampados clubes nocturnos de la ciudad. Ronaldinho era un genio, pero dilapidó su talento en el dudoso champán de las veladas meneguinas. En Milán, otro mundo se ponía en actividad cuando los fajadores nos íbamos a dormir. Era ese mundo rutilante y de lentejuelas que se veía en las televisiones de Berlusconi y del que se murmuraba en las revistas del corazón. Ese mundo que se ponía en vitrina delante de la nación y que hacía soñar a miles de jóvenes, no solamente en Italia. Milán era un espejismo también para el norte de África y para los países balcánicos. Todavía ahora, muchos jóvenes africanos sueñan con un contrato estelar en algún equipo de fútbol. Al llegar a Milán, en cambio, vagan por las calles mientras venden improbables encendedores, paraguas, chucherías y, llegada el hambre y la desesperación, piden vergonzosa limosna.

Todo lo anterior viene a la mente cuando se lee el último libro de Daniele Mencarelli, Brucia l’origine. El autor romano se dio a conocer con una novela estupenda: La casa de las miradas, (Madrid, Encuentro, 2020) en donde un joven poeta, desviado en el camino de la droga, se asoma al sufrimiento ajeno y, con ello, descubre su insondable egoísmo. Será con Todo pide salvación (2020) que conocerá el éxito de ventas y de crítica. En esta novela, un joven con problemas de alcoholismo se despierta en un hospital siquiátrico, luego de una noche brava. Los días de reclusión obligatoria le hacen conocer las historias de sus compañeros de desventura, atravesados por hondos desequilibrios psiquiátricos, en una relación problemática con el personal médico que los cuida. La novela se convirtió en serie de televisión, que conoce, en estos días, el lanzamiento de la segunda temporada. La trilogía se cierra con Regresar siempre, (Sempre tornare, Mondadori, 2022), un relato autobiográfico en donde Mencarelli rememora un episodio de su juventud. A los 17 años, recorrió 400 kilómetros a pie, desde el centro de Italia hasta su casa en Ariccia, y ese recorrido, sin un centavo en el bolsillo, lo hace conocer a una galería de personajes (la mayoría solidarios y generosos) que son como un retrato de diferentes tipos de italianos contemporáneos. El cuarto libro está lleno de la energía y pasión que caracterizan a las páginas de Mencarelli. Se llama Fame d’aria, y cuenta la devastadora historia de un hombre con un hijo autista, a quien está llevando al mar, no para una vacación, sino para dar fin a una vida llena de sacrificios y dolor. Es una novela sobre la diversidad, sobre la exclusión, sobre la desesperación existencial, que, si bien se piensa, son los temas centrales del autor.  Hay, en Mencarelli, una agonía primaria, casi instintiva: sus personajes parecen a punto de sucumbir bajo el peso de agobiantes historias personales (que son también, cómo no, sociales, en cuanto representativas de malestares muy difundidos) y hay, también, una búsqueda de espiritualidad tan afanosa como la de un ahogado que aspira, famélico, el aire que se le niega.

Brucia l’origine podría traducirse como Fuego en las raíces. El protagonista, Gabriele Bilancini, es un romano de orígenes proletarios. El padre se llama Mauro “el Pez” y toda la vida se ha ocupado de reparar motos. La madre, ama de casa, se llama Tania. Desde niño, Gabriele mostró talento para el dibujo y, apenas superada la mayoría de edad, ingresó a un estudio de design, en Milán. En poco tiempo, Gabriele diseñó una silla llamada, sin mucha fantasía, “Bilancia”, que se convirtió en un éxito internacional y lo lanzó al estrellato de su profesión. Gabriele Bilancini es un joven adulto con éxito y con dinero. La novela narra su regreso a casa para un fin de semana. Ese fin de semana pondrá en crisis al protagonista, porque lo hará verse en el espejo de sus recuerdos infantiles, en el espejo de sus relaciones con los amigos de toda la vida, en el espejo de las relaciones con su familia. Lo hará verse, en suma, con sus orígenes. De esos orígenes habla el título. Por contraste, habla también de la nueva vida de Gabriele, en la particular Milán del mundo del fashion y del design. (Hay, en el Museo del Novecento, una especie de auditorio como existen tantos en todas partes. Tiene una especie de cátedra, una pantalla detrás de ella, y alrededor de 300 sillas para el presunto público. Lo extraordinario es que cada silla es diferente. Cada una de esas sillas es un producto de design. Quiero decir: cada silla es el fruto de un elaborado estudio artístico, de un proyecto minucioso y de una realización precisa. Al sentarse en una de ellas, la profanadora sensación es que no nos estamos sentando en una silla, sino sobre una obra de arte. Tan importante es el diseño de sillas en Milán). ¿Cómo se sitúa Gabriele respecto de sus orígenes? ¿Cómo se sitúa respecto de su nueva vida? Quizá lo más ilustrativo de la relación de Gabriele con su pasado romano está en el momento en que comenta la modesta decoración de su casa. “La casa de los Bilancini es un himno a las cosas buenas de pésimo gusto. Desde los muebles componibles, comerciales, a toda la pacotilla colgada en las paredes, la mayor parte recuerdos de un tiempo pasado, o cuadros, mamotretos sin ninguna cualidad ni valor”. El refinado esteta en que se ha convertido se avergüenza del mal gusto de sus padres. Su bochorno delante de las expresiones proletarias de sus orígenes se extiende a sus amigos, que se visten barato o con imitaciones de marcas famosas. Se extiende, también, a los diferentes resultados en el camino de la vida. Son una manga de fracasados, desde Marcello que vive de la jubilación de la madre hasta su hermana Giorgia, que finge ser dueña de una peluquería cerrada desde hace un año. Gabriele, por oposición, es el triunfador del grupo, el que ha logrado conquistar Milán, en toda la línea. Y, sin embargo, en la medida que transcurre la semana en compañía de sus amigos, Gabriele pone en tela de juicio el tipo de vida que conduce en la gran ciudad. Sus amigos fracasaron, sí, pero los une una solidaridad y una fraternidad completamente desconocidas en Milán. El protagonista encuentra, en esa periferia del Barrio Tuscolano, frente al magnífico parque de los Acueductos, todo el calor humano que la metrópoli del norte le niega. Gabriele se queda en ese limbo, suspendido entre la satisfacción de su éxito (y de las consecuentes ganancias) en el ambiente de la alta burguesía milanesa y el deseo de calidez, humanidad y comprensión de sus orígenes. Mencarelli no resuelve la duda, no propone opciones, aunque pareciera simpatizar mucho más con el ambiente proletario y familiar: con sencillez, deja que el lector saque las conclusiones

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