Créditos: Prensa Comunitaria
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Por Dante Liano 

La lancha saltaba, nerviosa, sobre las primeras olas de la tarde, como acostumbra a encresparse el agua en el lago de Atitlán. Enfiló por la redonda bahía que encierra a Santiago y poco a poco fue disminuyendo velocidad, hasta atracar, con gracia, en el frecuentado muelle de ese pueblo. Aunque no había muchos turistas, varias barcas hacían fila para depositar a sus pasajeros en las maderas movedizas del desembarcadero. Bajaba una varia humanidad. Ancianos gringos despeinados por el viento, con los rizos amarillentos como tirabuzones cansados asomando por debajo de sombreros de petate o, más frecuente, de gorras deportivas que evocaban equipos, ciudades, marcas de bebidas o alimentos. Huesudos muchachos con abundantes mochilas a la espalda, el resto de lo que fueron los hijos de las flores de años pasados. Los nietos de las flores. También pobladores mayas de otras poblaciones del lago, con sus afanes, sus mercancías y sus pensamientos. En una caseta, antes de tocar tierra firme, los vendedores sueltos asaltaban a los recién llegados con ansiosas ofertas de mosca pegada en tira de miel. Jovencitas que se pegaban al viajero y, sordas a las negativas, insistían con telas, pulseras, collares. Un anciana sin un ojo, devastada por los años, a la que daba pena decir que no, y, aunque diera pena, el dato era irrelevante: la anciana persistía, con su ojo perdido, su vida perdida. Quién sabe cuántos soles severos han tostado esa piel de tabaco, con surcos que remedan los de la tierra por cultivar, cuántas lluvias, cuántas tardes neblinosas como suelen en los pueblos del altiplano.

Agotada la esotérica curiosidad, Doña Mercedes toma la Calle Real y nos conduce hacia la iglesia del pueblo. La Iglesia de Santiago padece una arquitectura misionera, nada que ver con la ostentación de las palaciegas construcciones de Antigua. La blanca fachada carece de adornos y, a veces, recurre a la madera, como lo hace abundantemente el convento parroquial. Doña Mercedes nos acompaña al interior de la iglesia, donde se desconciertan esculturas sagradas fabricadas por artesanos locales. Hay santos gigantescos al lado de reproducciones pequeñas, diferente mano y diferente concepto del arte. Los fieles rezan el rosario y varias señoras están arrodilladas por tierra, en el corredor central, transidas por la aflicción de quién sabe qué angustias. La iglesia es blanca y sana, higiénica y sobria. Salimos al convento, de sólidas columnas que evocan el constante peligro del terremoto. Doña Mercedes nos cuenta su historia, que no referiré por discreción. Tampoco cuenta la historia reciente del pueblo. Cosas que se saben y cosas que no se saben. El gusto de la historia oral, incierta mas verdadera.

En el muelle nos esperaba la señora Mercedes, vestida de todo punto con el traje regional. Parecía lista para una fiesta. Su sonrisa blanca delataba lo que parecía ser una dentadura postiza, como ya no se ven: perfecta e inmaculada. En todo el recorrido por el pueblo, no dejó de sonreír, como descontando el salario del dentista. Dijo su nombre y preguntó si queríamos que nos hablara en español o en inglés. Más adelante iba a desvelar el misterio de su conocimiento de la lengua sajona. Habló entonces de los orígenes de la población del lugar: mayas tzutujiles, conquistados por los españoles al principio del 1500, con un pueblo original trasplantado al lugar en el que está ahora. Hecho el preámbulo, se encaminó hacia la Calle Real, en donde se alineaban las tiendas de artículos típicos. Los vendedores estaban sentados a la puerta, como efigies antiguas de expresión hierática, y se animaban al paso de la gente: “¿Qué va a querer, don, qué se le ofrece?” No eran insistentes, solo esperaban, como si padecieran de un ansia escondida, que el comprador se animara. Y uno sentía el aliento de la decepción cuando pasaba de largo y seguía su camino. Doña Mercedes caminaba rápido, acompañada por el piloto de la lancha que nos quiso acompañar. De repente, se metió por un callejón muy estrecho, que descendía por la ladera del pueblo. Se bajaba entre casas humildes, entre paredes de adobe o de block, y se podían entrever las construcciones de poco dinero y mucho sueño. De pronto, un patio, y, en el patio, la sede de la cofradía de Maximón. Doña Mercedes contó su historia: “Era un hombre poderoso, que podía volar y caminar por el agua. Los españoles lo apresaron y lo amarraron. Por eso se llama Maximón. “Ma” quiere decir abuelo. “Ximón”, amarrado. El abuelo amarrado. Cuando los españoles lo oyeron, creyeron que se llamaba “Simón”. Allí nació “San Simón”, que es ladino”. Doña Mercedes explicó que, cada año, la cofradía asigna una casa diferente para el culto del santo. Entramos a la habitación, debidamente oscura. En el centro, Maximón mostraba su rostro de madera impertérrita, su sombrero de paja, y los pañuelos (¿de seda?) que colgaban de su cuello. Delante de él, las candelas vibraban a la oración de un guía espiritual, un aj qij, que se balanceaba en la letanía interminable de oraciones cuyas repeticiones son perceptibles, escandidas por el regular matiox, matiox, matiox, una de las pocas palabras mayas que entendíamos. ¿Qué estaría pidiendo y qué estaría ofreciendo? Inmutable ante la visita de los impertinentes curiosos, el aj qij siguió su rezo, como si el mundo externo no existiera.

Un relato impresionante de Santiago es la historia de Stanley Rother, un cura norteamericano nombrado párroco del lugar. Cuando Rother se dio cuenta de que los militares aprovechaban la salida de la misa para capturar a los muchachos, decidió defenderlos. Hizo salir solo a las mujeres y cerró el portón de la iglesia, para proteger a los jóvenes. Cuando llegaron los militares, se negó a entregarlos. Pocos días después, un comando armado entró a la parroquia y asesinó al sacerdote. Los del pueblo todavía se acuerdan de él.  Era muy bueno con la gente pobre. Distribuía alimentos entre ellos y levantó una escuela. Cuando los feligreses supieron que el padre Rother había sido ejecutado por los ejércitos, entonces le extrajeron el corazón, y lo guardaron en lugar secreto, porque el corazón del padre Rother era del pueblo. En la iglesia hay un altar, y en altar una lápida que avisa: aquí está enterrado el pastor que da la vida por sus ovejas. Muchas candelas parpadean delante de un retrato reciente, que muestra a un hombre joven, de apariencia dulce y suave, cabello castaño y rasgos finos, y se piensa que el heroísmo es actuar como una persona normal en medio de las catástrofes y los desatinos. En la pared, se reproduce la frase del Evangelio según San Juan, 15:13: «Mayor amor que este, nadie tiene: que uno ponga su vida por sus amigos.» En el atrio, nos despedimos de doña Mercedes, y vamos hacia la lancha, en donde el regreso, sobre un lago agitado por el viento de la tarde, se ha vuelto gris y melancólico, con los volcanes cubiertos por las nubes y por las historias de la señora Mercedes.

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