Créditos: Prensa Comunitaria
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Por Dante Liano 

Sandro Veronesi es uno de esos escritores que, a parte las ficciones que presenta en sus novelas, es capaz de elaborar interesantes y profundas reflexiones sobre el mundo que lo rodea. Es lo que, en el ámbito hispánico, suele llamarse “un pensador”. No exactamente un filósofo, porque los filósofos hacen de la reflexión su actividad principal y, hasta un cierto tiempo (luego vinieron el relativismo y el pensamiento débil) elaboraban sistemas completos de pensamiento, vastos mundos en donde encontraban espacio la teoría del conocimiento, la moral y el arte.

Un escritor no aspira a tanto ni quiere hacerlo, tampoco. Un escritor se tropieza casi por casualidad con una serie de problemas y propone lo que se podría llamar, si no fuera casi ofensivo, una serie de “ocurrencias”. Piensa y escribe. Poetas, narradores y dramaturgos ofrecen, casi siempre, visiones del mundo que no son banales, gracias a que su profesión los obliga a ver la realidad en modo atravesado, como los espejos cóncavos y convexos de don Ramón del Valle-Inclán. En el Museo de Arte Contemporáneo de Madrid existe una reproducción del despacho de Gómez de la Serna. Al verlo, se piensa en que el autor español sufrió, en su vida, del horror al vacío. No hay un milímetro, en su habitación de trabajo, que esté sin rellenar. Muñecas, relojes, bombillas, espejos, velas, botellas: todo el vasto mundo en miniatura en una desatinada colección sin reglas ni normas, sin simetría ni concierto, un armónico desbarajuste de acumulador serial. Gómez de la Serna hacía pensamiento filosófico en píldoras y llamaba “Greguerías” a esos alardes de ingenio. Así, es interesante escuchar las opiniones de Antonio Muñoz Molina, o leer los ensayos de Octavio Paz. A esa clase de escritores reflexivos pertenece Sandro Veronesi.

Invitado a un programa de televisión (“La Torre di Babele”, conducido por Corrado Augias), Veronesi expuso un singular parangón postmoderno para imaginar la realidad norteamericana de este momento. Según el escritor florentino, los Estados Unidos de hoy asemejan a la Gotham City de los cómics de Batman. La diferencia, dice, está en que, en nuestra época, a Gotham City le falta Batman. Reinan, impunemente, el Pingüino (Donald Trump) y Joker (Elon Musk). Me parece una manera muy brillante para ilustrar, con una alegoría pop, lo que nos está pasando. El Pingüino es uno de los malvados recurrentes en la serie de Batman. Se pueden encontrar diferentes biografías en Internet, tan puntillosas que podrían pertenecer a una persona real. Obeso, bajo, inteligente, el personaje es profundamente egoísta, malvado hasta las cachas y carente de escrúpulos cuando se trata de conseguir sus propósitos. También, irascible. No queda más que darle la razón al escritor italiano: Donald Trump asemeja al Pingüino. Como se ha hecho notar con abundancia, Trump carece de sentido del humor. A diferencia de un Churchill (valga la comparación), no se le conoce ninguna afirmación irónica o sarcástica. Tiene siempre una expresión amenazadora y rabiosa, como el que apenas ha sufrido una afrenta y está dispuesto a vengarla. Como el que ha tenido una infancia desgraciada y siente que le ha llegado el momento de la revancha. Hitler tenía que hacerle pagar al mundo los desprecios que sufrió como pésimo artista. Mussolini, la fama de traidor a los socialistas. El personaje de Joker (Elon Musk), en cierto modo asemeja a la representación pública del oligarca tecnológico. El payaso que no controla las carcajadas y de exuberante personalidad, esconde detrás de la máscara y del maquillaje excesivo una sobresaliente deficiencia de temperamento. Cuando se ve a Musk en sus performances desbordantes, uno se pregunta si es así de veras o si está cubriendo, con el exceso, una personalidad complicada. Musk representa el ideal postmoderno: no es feliz sino eufórico. Cada vez que se presenta en público, parece como si le hubieran puesto una potente inyección de adrenalina o de alguna otra sustancia energizante o euforizante. En todo caso, la comparación de Veronesi pareciera acertada, como si la mente del escritor, habituada a las analogías, hubiera encontrado el parangón exacto.

Naturalmente, Veronesi no se limita a la brillante ilustración de los personajes políticos como personajes de cómic. Pasa enseguida a reflexionar sobre la crisis que, para la democracia, implica la actitud de Trump y secuaces. El razonamiento es muy claro: el capitalismo, por lo menos en su planteamiento inicial, implica (o tiene como consecuencia) algunos estatutos políticos y sociales irrenunciables. El régimen que se acopla a la economía capitalista es el régimen liberal, con sus consecuencias inevitables. La mayor de ellas, el ejercicio de la democracia y de las libertades fundamentales de los seres humanos. Recordemos que la Revolución Francesa tiene como resultado la implantación del liberalismo en Europa, en sustitución de la monarquía y del régimen feudal. Dicho de otro modo, no puede haber liberalismo sin capitalismo, y no puede haber capitalismo sin liberalismo. La democracia es el requisito indispensable para la subsistencia del libre mercado, de la libre competición y de otras libertades esenciales. Según Veronesi, los potentados estadounidenses han notado que la economía china está prosperando y, en cierto sentido, ha superado a la economía norteamericana. Ahora bien, es notable cómo, en China, se ejercita una dictadura que se llama a sí misma “comunista” pero que con el comunismo no tiene nada que ver. La gran pregunta que se hacen los grandes capitalistas norteamericanos, según Veronesi, es: ¿porqué no hacemos nosotros lo mismo? ¿Quién nos obliga a continuar con una democracia que respete los derechos individuales, que promueva las libertades civiles, que propugna por la libertad de los ciudadanos? El ataque de Trump a los fundamentos democráticos de su nación obedece a los dictados de una clase dirigente que ve a la democracia como un obstáculo para el propio enriquecimiento. No se dan cuenta, señala Veronesi, que, de esa manera, están minando los cimientos de la nación. No se dan cuenta que, con ello, todo el imperio se derrumbará. No se dan cuenta de que se trata de una especie de suicidio nacional.

Interesante, también, la reflexión de Veronesi sobre la cultura woke. Según el escritor, no debería ni siquiera tener un nombre. Se trata de cultura, a secas. En efecto, la evolución de la sociedad hacia una mayor adquisición de civilización, ha llevado a la conclusión de que todos somos, en primera instancia, seres humanos, personas. Luego de ese reconocimiento, uno puede admitir que posee diferencias respecto de los demás: habrá quien será considerado un genio; habrá quien demostrará aspectos que, de alguna manera, limitan su percepción de las cosas. Pero, en principio, todos somos personas y, consecuentemente, merecemos respeto. El lenguaje inclusivo, dice Veronesi, es una conquista civil y resulta natural para una persona educada el intento de no ofender a los demás con frases o epítetos que puedan resultar agresivos o hirientes. ¿Por qué hay una rebelión contra el lenguaje woke? Veronesi sostiene que es culpa de quienes han utilizado ese lenguaje como un instrumento de poder; como una forma de obligar a los demás a actuar como una cierta burocracia (cultural o académica, añado) quiere. En realidad, un lenguaje que no incluya términos ofensivos para los demás resulta simplemente un acto de buena educación, de cortesía, de respeto. En uno de los cantos del Infierno, Dante Alighieri pregunta si todavía existe la cortesía en Florencia. No es pregunta ociosa. Porque tratar a los demás con delicadeza resulta signo de cultura, de humanidad, de solidaridad. Tres elementos ajenos y lejanos a la cultura ostentada por los feroces millonarios que están haciendo naufragar la democracia en los Estados Unidos.

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