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Los títeres hieráticos

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Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 6 minutos

 

Dante Liano

La primera señal fue una flor que agonizaba a los pies de Goyo. Nadie se dio cuenta de que era solo el inicio de una serie de acontecimientos que hubiera sido imposible prever al principio, cuando el gobierno nos dio el encargo.

Todo había comenzado varios meses atrás, en el pequeño despacho del Instituto de Antropología e Historia, en donde mis buenas relaciones y mi historiado apellido me habían colocado. Se me había otorgado ese tipo de empleo que todo escritor ambiciona: no hacer nada todo el día, y, por tanto, poder escribir a gusto fantasías e imaginaciones, excepto algún informe necesario para poder cobrar a fin de mes.

Y en esas estábamos cuando el jefe nos convocó y nos dijo que el gobierno había implementado un proyecto sugerido por los gringos. Se trataba de ir a los pueblos a convencer a los campesinos para que se dejaran vacunar y rociar con DDT. Siempre había esos problemas. Para el terremoto, las donaciones internacionales habían llenado a la gente de leche en polvo.

Yo supe de un pueblo en Santa Ana que la usó para encalar las casas. Y con razón, porque si bebían leche se morían en los estertores de una diarrea inagotable. Nunca habían tomado leche, ni antes de la llegada de los españoles, porque no tenían vacas; ni después, porque solo los españoles y los criollos se permitían ese lujo.

También, en el mismo pueblo, les regalaron latas de atún. Cuando las abrieron, el olor del pescado les pareció tan repugnante que se la dieron a los marranos.  En eso paraba la ayuda internacional: entre el barro o entre los cerdos.

“Bueno, muchachos”, nos dijo el jefe. “Se van a los pueblos a convencer a la gente de rociarse con insecticida”. Se echó una carcajada grasienta, de las suyas, contagiosa como los bostezos o los estornudos. “A ver si no me los rocían a balazos”, dijo, antes de reírse otra vez con toda la boca, el estómago y la garganta.

Desplegué mi ignorancia plenaria cuando le pregunté por qué se tenían que echar ese veneno encima. “Se ve que sos rata de ciudad”, me comentó. Un colega, sin ser requerido, me aclaró: “Es para sacarles piojos, pulgas y chinches”.

La gente de los pueblos vivía mal. Por no decir en la miseria. Si uno duerme en el suelo, sobre un petate desierto, se le suben encima todos los animales del zoológico. “Todos los niños están atestados de parásitos”, dijo el jefe, de pronto serio. “Animalitos en la cabeza, animalitos en el estómago”.

El colega intervino otra vez: “Después de tantos siglos, ahora se despiertan las autoridades”. El jefe, un experto de Estética que todo el mundo celebraba como una luminaria, con un doctorado en Texas y viajes constantes a los Estados Unidos, nos explicó: “Es que hay un nuevo plan de paz implementado por el Presidente”.

Como se abrió un paréntesis de extrañeza, tuvo que añadir: “El Presidente gringo, no vayan a creer. Se le metió que, en vez de balas e invasiones, tal vez nos conquista con salud y educación”.

A mí me mandaron a San Andrés, porque mis parientes eran de ese pueblo refundido entre montañas y consejas arcanas. Allí no se nos ocurrió mejor cosa, para colaborar con el Centro de Salud, que montar un teatro de títeres para atraer a la gente.

No fue difícil armar un cajón de madera, como escenario, y tampoco crear, con tela y algodón, unos muñecos de trapo para las representaciones. Una del grupo tenía gran habilidad para la costura, y en un segundo ya estaban listas dos marionetas, de esas que se manejan como un guante. De nombre les pusimos Goyo y Mingo, en honor de dos personajes de Miguel Ángel Asturias. Esa fue idea mía, como míos fueron los guiones de unas pantomimas que se me ocurrieron para convencer a la gente de la bondad de la salud oficial, quiero decir, la que ofrecía el gobierno.

Goyo era un muñeco difidente y desconfiado, pues solo se fiaba de la medicina ancestral, la única que practicaban los del pueblo, abandonados por todos los gobiernos. Mingo, en cambio, se dejaba influir por la modernidad.

Las representaciones eran diálogos entre los dos amigos y yo me esforcé para que mencionaran paisajes, gentes y monumentos del lugar, que de solo recordarlos hacían carcajearse a la gente.

Yo eso lo sabía, mitad por estudio y mitad por intuición: basta que el público reconozca algo en una obra para que se muera de la risa. Y allí fue, pues, el diálogo entre Goyo y Mingo sobre las vacunas, que comenzaba con uno que le decía al otro: “¿Ya viste las vaquitas del señor Emeterio allí atrás del cementerio?”

Como era verdad que Emeterio hacía pastar sus vacas en ese lugar, la gente se volteaba a ver, lo señalaba, y se reía. Al final, Mingo convencía a Goyo de la importancia de vacunar a sus hijos, “¿ya los viste con la panzota de embarazada por causa de las lombrices?” y va risa.

Otro diálogo era sobre los antibióticos y su poder de acabar con las infecciones: “el otro día me fui a Los Aposentos y me comí una platada de fresas con crema, y qué crées, me pasé en el excusado toda la noche”, la risa del que se acuerda de lo que le ha pasado.

Otro sobre la alfabetización: “el patrón te agarra de mula porque no sabés cuánto son dos y dos”, y eso les daba risa con cólera, porque era verdad. Y siempre, al final, cuando Mingo convencía a Goyo y le daba un sopapo en la cabeza, eran grandes risotadas y grandes aplausos, sobre todo de los niños, que no se querían ir a su casa porque querían más y más comedia. Al final del espectáculo, dejábamos los muñecos arrumbados junto al teatrito de madera, dentro del centro de salud.

Y como dije, el primer día que, a los pies de Goyo apareció una flor, ni cuenta nos dimos. Seguimos con los espectáculos y dejamos a los muñecos en el lugar de siempre. Solo que, a la mañana siguiente, había un ramo de chilca.

“¿Quién dejó esto por aquí?”, pregunté a mis colegas. Todos hicieron cara de yo no fui, y al rato se nos había olvidado. Pocos días después, Goyo estaba adornado con azucenas, y eso no se podía disimular.

“Muchá, ¿qué está pasando aquí?”, dijo alguien, y yo no supe responder, con todo y que era de por ahí. En vista de la ignorancia, seguimos con las representaciones hasta la mañana en que Goyo, nuestro títere estrella, desapareció.

“Se robaron a Goyo”, nos vimos las caras perplejas, porque no era ninguna obra de arte. Rápido, la colega se puso a hacer una réplica y, a la hora de la representación, allí estábamos listos para convencer al auditorio de la bondad de la medicina occidental. Solo que ocurrió algo inesperado: nadie llegó a ver la comedia. Salimos por el pueblo a convocar a la gente, pero solo recogimos miradas llenas de hostilidad. El alcalde, que estaba cortándose el pelo en la botica del barbero, alzó los hombros. “Cosas de la gente”, comentó con hermetismo. “Vos que sos del pueblo”, me dijo, “andá a preguntarle a don Benito”. Era la autoridad más alta en San Andrés.

 

Después de hablar de nuestras familias, después de recordar los buenos y malos tiempos, después de hacer la cuenta de los años, de las enfermedades, de los ejércitos, de la vida y de la muerte, don Benito me dijo, al fin. “Ya sé a lo que venís”.

“Goyo”, le respondí.

“O sea que no se han dado cuenta”, dijo el anciano.

“¿De qué, don Benito?”

“La gente, en cambio, sí”, como si no me hubiera oído.

“¿De qué, don Benito?”, insistí.

“Goyo es milagroso, mijo”, me reveló. “Es un santo que viene de los siglos”

“No, don Benito. Con todo respeto, a Goyo lo inventé yo”.

“Eso es lo que vos creés, eso te lo contás a vos mismo, pero no es así. Goyo venía en tu sangre desde que naciste”.

“¿Y ahora?”, de pronto, me sentí arrebatado por un vértigo de eternidad, como si la tierra me hubiera engullido y me hubiera transportado al inframundo.

“Ahora ustedes cogen sus bártulos y se van. Se llevan sus inyecciones, sus antibióticos, sus vacunas y nos dejan en paz. Goyo está en una casa de la montaña, donde la gente va en romería para rendirle culto”.

No tuvimos más remedio que largarnos del pueblo. Sabíamos historias de patrullas gubernamentales que habían sido linchadas por los pobladores cuando habían violado, sin querer, reglas ancestrales. Y ninguno de nosotros tenía pasta de héroe, mucho menos por algo tan superficial como la misión que nos había llevado allí.

Nos fuimos a despedir de la gente que había colaborado con nosotros: el alcalde, el boticario, el peluquero, el comisario, el farmacéutico, los notables de San Andrés. Despidiéndonos estábamos cuando vimos pasar una procesión llena de gente. Sobre el anda, entre flores, incienso y cohetes, una inmensa réplica de Goyo, el muñeco que habíamos inventado, se bamboleaba al compás de los fatigosos pasos de los cargadores y parecía mirarnos con socarronería, con compasión, con sorna, con sarcasmo, como un hijo sarraceno que pasara encadenado, camino del infierno, delante de sus padres desconsolados.

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