Por Edgar Esquit
La última gran movilización indígena que se produjo a finales del año 2023 tomó como emblema y objetivo la lucha por la democracia y contra la corrupción. En ese momento, diversos analistas preguntaron: ¿por qué las personas que no se han beneficiado de la democracia en Guatemala, se levantan y usan esta bandera? En principio, el combate por la democracia estaba estrechamente vinculada a exigir el respeto de los resultados obtenidos en las elecciones de agosto de ese mismo año. Dado que las élites corruptas intentaban impedir a toda costa la toma de posesión de los elegidos, para las autoridades indígenas, ese fue un momento adecuado para avanzar y abrir el espacio de participación en beneficio de las comunidades y el país.
El régimen legal guatemalteco ha dejado pocos espacios de acción a los pueblos y para que las comunidades indígenas participen en la construcción del gobierno. Desde la Revolución de 1944, cuando se otorgó la ciudadanía a los analfabetos, se planteó que aquellos solamente podrían participar en los gobiernos municipales. De esta forma, hubo ciudadanos que quedaron en un segundo plano pues no tenían los mismos derechos en comparación con los letrados. El racismo de ese entonces, impidió a las personas una participación política entre iguales y, de esta manera, tanto el régimen legal como la condición sociológica definieron a unos ciudadanos de “segunda clase”.
Los indígenas quedaron en ese plano secundario, junto a las mujeres y los campesinos ladinos que estaban en las mismas condiciones del analfabetismo. Las constituciones posteriores otorgaron la ciudadanía universal, aunque con algunas advertencias. De cualquier manera, la idea de democracia y los derechos sociales planteados por la Revolución de 1944 fueron importantes como proyectos de cambio, como planteamientos políticos y como ideales. La idea de democracia abrió una veta que fue usada de muchas maneras por los grupos que habían estado al margen del gobierno desde el siglo XIX.
En la segunda parte del siglo XX, los mayas no dejaron pasar esta oportunidad: la ciudadanía, aún si era jerarquizada, abrió un canal de participación que debía ser usada. Aunque el derecho a votar o a elegir no estaba definido a partir de la historia política comunal y no fue diseñado para dar cabida a las utopías mayas sobre la participación política y la autonomía desde la comunidad, muchos indígenas la tomaron. Ellos notaron que, a través de los partidos políticos y el marco democrático, se podía canalizar una forma de participación que a la larga podría desembocar en la autonomía comunal indígena. Algo de esto había sido advertido por líderes indígenas desde los años de 1930, pero no tuvieron la fuerza suficiente ni había contexto político para impulsarlo de manera general.
En la década de 1970, muchos mayas, desde las comunidades, se involucraron en comités cívicos y en partidos políticos como Democracia Cristiana Guatemalteca y el Partido Revolucionario, cuyas filiales locales, en diversos sentidos fueron convertidos en expresiones políticas netamente indígenas comunitarias. De esta forma, muchos mayas ganaron espacios municipales y hasta departamentales y desde entonces ellos gobernaron sus municipios, hasta que el clientelismo de 1986 en adelante destruyó ese proyecto. Desde esa experiencia comunitaria, a finales de los años de 1970, algunos mayas desarrollaron una iniciativa para crear su propio partido político que fue conocido públicamente como Frente de Integración Nacional -FIN- (pero en donde muchos fundadores leían Frente Indígena Nacional).
Estos posicionamientos indígenas fueron desafiantes para algunos políticos de las élites, para los militares y los ladinos que gobernaban los municipios. El corolario de dicha participación política fue el asesinato de muchos líderes, producido en los primeros años de la década de 1980. Como se sabe, otros mayas que buscaban espacios políticos usando diversos mecanismos y formas de organización, también fueron asesinados en ese entonces. El Estado mató a muchos de sus ciudadanos indígenas, pues temía una transformación radical, a partir de las acciones que habían emprendido dichos activistas mayas.
La ciudadanía de “segunda clase” fue la forma de integrar a las mujeres, a los campesinos e indígenas al Estado guatemalteco. Esa ciudadanía reproducía las jerarquías socio-raciales que habían dado forma histórica a las relaciones entre indígenas, ladinos y criollos en el país. Siguiendo esta línea de ideas, no se podría decir que las comunidades que se levantaron el 2 de octubre del 2023 estaban lejos de estas historias de luchas que buscaban transformar la posición de subalternos asignado a los mayas. En las aldeas y en las cabeceras municipales se sabía sobre los hombres que habían participado en las filiales de los partidos políticos en los años de 1970; había memoria sobre logros que habían alcanzado y las derrotas que habían sufrido. También estaba la memoria comunal sobre antiguas y renovadas formas de organización vinculadas a los principales, al cuidado de la tierra, los bosques y el agua. Las familias y las organizaciones comunitarias tenían un papel importante en estos procesos en medio del dominio impuesto por los ladinos.
Es verdad que las autoridades comunitarias, propiamente dichas y hasta entonces, no habían tenido una experiencia específica reclamando derechos ciudadanos ante el Estado. Quizá en el año 2015 hubo un trabajo al respecto, pero no se produjo una alianza que propiciara una plataforma más amplia desde donde hablar y actuar. El levantamiento iniciado el 2 de octubre del año 2023, sin embargo, logró vincular diversas historias locales con nuevas perspectivas sobre el lugar de las comunidades en el espacio político del país.
Las autoridades comunitarias, legitimadas en la asamblea comunal, podían hablar en defensa de la democracia, entendida como un “pequeño espacio de lucha”, una brecha bastante reducida pero útil para moverse, hablar, reclamar y proponer. La política de los indígenas y su relación con el Estado se había producido en ese espacio durante la Revolución de 1944 y después de 1986. En este sentido, las acciones iniciadas el 2 de octubre del año 2023, en realidad fueron un desafío o una apuesta por construir un espacio de acción más amplio, sin desestimar la importancia que para los mayas ha adquirido la participación electoral.
Una vez instalado el nuevo gobierno, el 14 de enero de 2024, las autoridades indígenas regresaron a las comunidades. Al pasar de los días, sin embargo, los mismos indígenas empezaron a exigir mayor participación en la toma de decisiones y en los espacios de gobierno. Preguntaron sobre ¿por qué no se les había tomado en cuenta, en tanto indígenas, en la designación de ministros de gobierno? La promesa y la realidad política para algunos de ellos fue su designación en los cargos de menor jerarquía en el aparato de gobierno central y en los departamentos.
En los siguientes meses, a través de reuniones, discusiones y reclamos, muchos indígenas empezaron a consolidar la idea de que era fundamental el establecimiento de vínculos políticos permanentes entre comunidades, organizaciones indígenas y gobierno central. Se planteó que era importante que ministros, diputados, jueces y demás tomaran en serio las voces indígenas que demandaban cambios en el Estado; los indígenas hablaban desde las comunidades.
Por otro lado, desde hace muchos años, los pueblos Maya y Xinka han exigido que los gobiernos tomen en serio las consultas hechas en las aldeas y cabeceras municipales, principalmente en relación a la instalación de proyectos extractivos de metales, control de manantiales y ríos en sus territorios. Estas exigencias están basadas en las tradiciones asamblearias y de consultas en las comunidades, pero también a partir de la fuerza que ofrece el Convenio 169, de la Organización Internacional del Trabajo (OIT). Las consultas a las comunidades indígenas es un derecho respaldado por organismos internacionales, pero también está vinculado con la historia política constituida en las aldeas mayas, xinkas, garífunas y otros.
Al cabo del tiempo, es posible visualizar que estas historias y posiciones políticas comunitarias indígenas pueden vincularse en un proceso amplio por la definición de nuevas formas de ciudadanía. Ahora podemos darnos cuenta con mayor claridad que las luchas por la democracia surgida desde las comunidades, las que en principio defendieron el voto emitido en las elecciones generales del año 2023, poco a poco, se van vinculado a una historia política comunitaria más larga, se empieza a tornar en una lucha por construir otras formas de participación política en el Estado.
En este momento, muchos indígenas están buscando una nueva forma de ciudadanía, que deje atrás no solamente un sistema clientelar que construye un Estado corrupto, sino también que esa nueva ciudadanía vaya definiendo una participación en donde la consulta a los pueblos y comunidades sea una de las bases importantes de la democracia.
Se está empezando a pedir no solamente una ciudadanía y una democracia para la elección de gobernantes, sino también una ciudadanía participativa vinculada a las múltiples maneras en la que los pueblos indígenas han vivido sus sistemas políticos. Esto daría pie a vivir y teorizar una democracia basada en la historia y la vida de los pueblos, en la vida de todos, algo nunca antes visto en este país o en Mesoamérica.
En términos filosóficos, el intelectual francés Jacques Derrida ha dicho que la democracia debemos verla como algo por venir, no como algo existente o como un objeto concreto inamovible. Siempre será importante abrir el concepto a la particularidad del otro, como un desafío permanente. Las comunidades indígenas han mostrado los signos para construir una nueva democracia, sus voces acalladas con sangre en el siglo XX, resurgen a principios del siglo XXI para buscar nuevas rutas hacia el porvenir, nuevos diseños políticos, que finalmente den cabida a la historia y a las vidas de todas y todos.
Desde el 2 de octubre de año 2023 resurgió una lucha por la construcción de nuevas y renovadas formas de participación política desde las comunidades. Si el Estado (en cualquiera de sus expresiones: Ejecutivo, Legislativo y Judicial, además de la Corte de Constitucionalidad) tiene la capacidad de ver estas renovadas perspectivas indígenas, podría tomarlas para revolucionar o transformar con contundencia la democracia instituida en 1944 y reformada en 1985.
Hace 80 años la Revolución de Octubre empezó a abrir formas democráticas nuevas, jamás vividas durante los gobiernos dictatoriales de Manuel Estrada Cabrera o Jorge Ubico. ¿Será posible que tantos años después, podamos ver una renovación contundente de la cultura democrática en este país? en donde, ahora sí, los pueblos y las comunidades indígenas tengan una participación desde sus historias políticas. En donde los indígenas tengan un lugar, en tanto partes de un mundo heterogéneo o como actores en un Estado capaz de reconocer las múltiples formas de vivir y construir lo político.