Por Dante Liano
A los veinte años, el poeta Enrique Noriega ya era un hombre sabio. Quizá por las muchas lecturas, tal vez por la abundante reflexión en su altillo de la rumorosa casa familiar. Allí escuchaba música de Brahms, mientras leía a Horacio o a Ezra Pound. Abajo, en la calle, sus amigos jugaban al fútbol, con la inconsciencia de esos años que la memoria vuelve efímeros. En la cafetería de la Universidad, Enrique me dijo, una vez: “Hay poetas que no quieren amigos, sino admiradores. No les importa el afecto, sino la veneración o la reverencia”. Han pasado los años. Noriega ha refinado su sabiduría con una capacidad inigualable de contar anécdotas, con las que ilustra sus sentencias. A lo largo de los años, he pensado mucho en la frase del amigo poeta. En alguna parte, o en alguna entrevista, Gabriel García Márquez respondió, brillante y socarrón, que escribía para que lo quisieran sus amigos: ese tipo de boutade que parece frívola, dicha para salir del paso, pero que esconde mucha verdad. Gerald Martin relata que García Márquez, de niño, mostraba tanta fantasía que se ganó fama de mentiroso. He leído, en alguna parte, que el colombiano era capaz de inventar un relato sobre la marcha, así como Rubén Darío improvisaba sonetos en las ocasiones de gala. Quizá, de niño, la única gracia que podía esgrimir el frágil Gabo era la de imaginar acontecimientos, y quizá con eso se ganó el afecto del abuelo, el coronel Nicolás Ricardo Márquez, a quien acompañaba a esperar la pensión que nunca llegó. No se ganó, por cierto, el amor paterno. Para don Eligio García, ese hijo, aun después del haber ganado el Premio Nobel, era un bueno para nada. Se puede decir que el mayor fracaso de Márquez fue no haber ganado la admiración del padre. Mucho menos el afecto.
Todas estas cosas vienen a la mente en un día de recio invierno madrileño. No es difícil entrever, detrás de la fachada de persona adulta y con vida historiada, a un niño que mantiene ilusiones, sustos y necesidades elementales. Y más avanzan los años, más nos vamos asemejando a la criatura que fuimos, con su mundo de sueños y desamparo. No puedo dejar de recordar la mesa familiar, en donde el incontestable afecto hacia padre y madre se refrendaba al escuchar los fascinantes relatos de un hombre, joven para su época, anciano para los hijos, que había recorrido el país, había visto pasar la historia delante de sus ojos, había asistido a juicios, desmanes y masacres y había tenido la suerte de salir vivo de todo ese torbellino. Entonces, lo contaba. ¿Cómo no amar a ese hombre que poseía el encanto y la magia de las buenas historias? Y, al mismo tiempo, en tal mesa familiar conversada y regateada, el numeroso idioma castellano de la madre, chispa y energía de palabras que saltaban sobre el mantel y que no conocían tabúes ni prohibiciones. ¿Cómo no agradecer a esa madre exuberante el regalo de una lengua riquísima, inventiva, filosa, ancestral? El aprendizaje era natural: la mejor forma de obtener el amor de los demás era a través de historias contadas con un idioma bruñido, pulido, reinventado, nuevo. Un niño no quiere ser admirado o reverenciado: es demasiado pequeño para eso. Pero sí es verdad que quiere ser amado, y que se esfuerza, con lo que tiene, para obtener esa dimensión de felicidad.
El discurso conduce a las consecuencias del ejercicio de la literatura. Porque pronto, de la calidez del entorno familiar o escolar, se salta el ruedo y se propone, en la sociedad, como un contador de historias. Entre las tantas definiciones que se pueden dar de la literatura, y son muchas, en verdad, una es la proposición de mundos alternativos al mundo llamado, de algún modo, el mundo “real”. La poesía consiste en la construcción de otra realidad, paralela y diferente a la que nos devuelven los sentidos. Y a menos que se la ejercite en modo naive, edificar mundos diferentes requiere una ardua preparación, sin la garantía de lograr lo que se quiere. Todos lo saben, no hay necesidad de repetirlo: exige muchas lecturas, y no es novedad afirmar que todo escritor es, en primera instancia, un afanoso lector. El otro poeta, casi gemelo de Enrique Noriega, es un lector obsesivo e incansable, un memorioso descifrador de arcanos literarios, un exquisito de libros raros e inalcanzables: se llama Luis Eduardo Rivera, y es maestro de amor por los libros. También a los veinte años, Rivera enseñaba sin saberlo que no puede haber escritura sin lectura. Hay que añadir algo más a la cultura sin límites que se exige al literato: una conciencia sin límites. Lectura sin reflexión es ejercicio estéril. A medida que se conversa con los libros, el espíritu se va refinando y se va creando una conciencia estética irrenunciable. Se edifica una sensibilidad herida, ojos abiertos hacia adentro pero también hacia afuera: no se puede ser indiferentes. Es el alto precio de la formación de un escritor: su inmediata respuesta a las desigualdades y las injusticias, porque alteran el mundo, porque deforman el rostro de la humanidad, porque envenenan la pureza de la creación. Es el momento en que la estética se vuelve ética y es el momento que el escritor comienza a pagar su elección artística. La aspiración hacia la libertad no es una aspiración abstracta, sino la exigencia hic et nunc de poder decir, de poder expresar, de poder crear. ¿Por qué uno podría ser libre de expresar el amor, el deseo, lo sublime y no podría ser libre de expresar una emoción como la indignación? No se puede poner límites al sentimiento ni a la expresión de ese sentimiento.
Muchos de nosotros hemos pagado con el exilio el simple ejercicio de la literatura, con gran amargura existencial. Porque si uno empezó a contar historias o a escribir poesías con el elemental fin de ser amado, se encuentra, al revés, repudiado, expulsado, desterrado, mordiendo el amargo pan de la extranjería. Hay una contradicción enorme en todo eso. Porque el exilio, como quiera que se le quiera adornar o imaginar, con esa falsa aureola de heroísmo que no tiene, es pasaje durísimo que puede acabar con una persona (y pienso en el poeta Manuel José Arce). Claro que no se deja de agradecer a quien abrió sus puertas, a quien acogió en su casa, a quien dio una mano generosa al exiliado: es recompensa humana. Hay que meter debajo de la alfombra al que discriminó, por ideología o competitividad; al que ninguneó, por mezquindad y bajeza; al que obstruyó, por humano egoísmo. Vencen siempre, cuando se habla de arte y creación, los de corazón magnánimo y abierto, los amigos solidarios y fuertes, los de toda la vida.
Entre sentimientos y exigencias, entre disciplinas y afectos, entre aspiraciones, logros y fracasos, el ejercicio de la literatura tiene, de todos modos, y para todos, un resultado cierto: el aumento incesante de cuotas de humanidad. Puede ser, como se dice, que el ser humano se atribuyó, con equivocación, la centralidad del universo. Está muy bien pensar así, restarle soberbia al ya soberbio habitante de la Tierra. Ello no resta un hecho innegable: pertenecer a la especie humana posee una singularidad especial, y, al ser parte de ella, esa persona desvalida que somos todos, ese abandonado ser en el universo, ese punto infinitesimal en el espacio, sale de sí mismo y es capaz de pensar otros mundos diferentes, y es capaz de crearlos con los materiales que encuentra a su disposición: los colores, los sonidos, los perfumes. ¡Qué privilegio poder inventar otros mundos con el idioma! Mundos de palabras que son imágenes que son deseos que son espacios en donde se realiza lo más difícil y utópico de todo: la felicidad. La felicidad de una palabra exacta, de un verso perfecto, de un final de cuento que deja suspendidos. Quizá para esa felicidad verbal vivimos, y con esa felicidad verbal logramos ser queridos un poco, o un poco más.