Por Dante Liano
La señora Eva Duarte mintió, en el momento de su matrimonio, cuando dijo que había nacido en 1922. Con coquetería comprensible, se rebajó tres años, sin saber que, de todos modos, la vida le habría ahorrado el insulto de la vejez. Había nacido en Chivilcoy, en la provincia argentina, muy lejos de Buenos Aires y de la gracia de Dios. Su padre, Juan Duarte, era un finquero acomodado que había creado una segunda familia con la cocinera de su casa, doña Juana Ibarguren. Antes de regresar, arrepentido, al seno de la primera familia, Duarte tuvo tiempo de procrear cinco hijos con Doña Juana. El abandono no fue del todo irresponsable, porque, de alguna manera, el finquero proveyó al sustento de la familia vicaria. En todo caso, esa ausencia paterna pesó en la formación sentimental de Evita, diminutivo casi necesario para la última de los vástagos. Desde su edad temprana, esa niña declaró su voluntad de ser actriz. Parece ser que, en la escuela, los compañeros de clase, con la crueldad característica de la infancia, se burlaban de ella por no ser hija legítima. Dicen que en la escuela era retraída y bronca, mientras que, en casa, simpática y dicharachera. Una niñez de segunda, como lo fue su adolescencia y juventud. Todo era gris en la existencia de la joven provinciana.
Un nuevo relato de la vida de Evita Perón se encuentra en la novela de Iaia Caputo, La versión de Eva, publicada por el Fondo de Cultura Económica. Caputo ofrece una versión literaria, en donde mezcla ficción y realidad. La ficción está, sobre todo, en la construcción del relato. Con habilidad narrativa, la autora italiana establece un punto central de la narración: la noche del 22 de agosto de 1951. Esa noche será el perno sobre el que va a girar la novela, como si toda la existencia política de Eva Perón se concentrara en ese acontecimiento. El 2 de agosto, en una ceremonia que tenía mucho de ritual, un grupo de sindicalistas había pedido a Juan Domingo Perón que se lanzara como candidato a la presidencia. Habían solicitado, también, que la candidata a la vicepresidencia fuera Evita. El anuncio de las candidaturas se haría, entonces, ese 22. Entre las dos fechas, hubo tiempo para que las fuerzas más reaccionarias de la Argentina presionaran a Perón para que no presentara a Evita. Por otra parte, el cáncer que la abrumaba avanzaba sin tregua. De ese modo, el líder justicialista no quiso tener a su esposa como candidata. Ella se sumió en la amargura.
A partir de ese acontecimiento clave, la novela se mueve en una especie de espiral para reconstruir la vida de Evita. También usa otro recurso literario eficaz: lo que Mijail Bajtín llamaba “polifonía”. Es una novela hablada, en donde la voz principal no es la de su protagonista. Voces reconocibles y voces anónimas construyen un mosaico del que surge la imagen, bien dibujada, de la actriz pasada a la política (ya, en esto, la política latinoamericana precede a fenómenos sucesivos: Reagan y Zelensky). Dominico Russo, una ex compañera actriz, una criada, un asistente. Por turnos, van hablando y van elaborando la historia de Evita, en un prisma que ofrece diferentes puntos de vista, no siempre favorables. Son discursos directos que representan, a veces, el discurrir del pensamiento de los protagonistas. La ficción no siempre reside en los hechos imaginados, sino en la manera cómo estos hechos son construidos. En muchos casos, como en el mal llamado “realismo mágico”, la ficción no está en las hipérboles obligatorias de ese subgénero sino en el modo barroco de construcción de la frase, inaugurado por García Márquez e imitado por todos (y, es el caso de decir: todas) sus epígonos.
La vida de Evita se desgrana con el desorden peculiar de este tipo de relatos. En cierto sentido, su eficacia estriba en esa mayor imitación de la vida: los hechos no ocurren en una concatenación cronológica sino que se cuentan de la misma forma que nuestra caótica memoria los evoca. De todos modos, la saga de Evita Perón está allí, en los monólogos de quienes le estuvieron cerca y de quienes asistieron a su triunfo y a su dolor postrero. Se da, también, con toda la ambigüedad que caracteriza a los testimonios presenciales que son seguros y tajantes cuanto inciertos y vagos. Como dijo Bernal: lo visto y lo vivido. Solo que lo visto y lo vivido está siempre filtrado por la subjetividad que, bien sabemos, altera los datos, generalmente a nuestro favor. En todo caso, la infancia poco feliz de Evita está retratada en el relato.
Luego, su viaje a Buenos Aires en busca de fortuna y de éxito. Caputo recoge las insinuaciones sobre la relación de Evita con el cantante Agustín Magaldi. Una de las tantas exégesis del definidor viaje a la capital dice que Magaldi actuó en Junín, y que Evita se le presentó y le pidió que la llevara a Buenos Aires para una audición radiofónica. La más benigna de las versiones presenta a Magaldi como protector; la más maligna, como amante. Nunca sabremos lo que pasó en verdad. Lo cierto es que entró en el ambiente artístico de la capital rioplatense con muchas penas y poca gloria. Su itinerario fue el de tantas: de pensión en pensión, de papel secundario en papel secundario. Un par de años después no es que hubiera mejorado mucho, pero, al menos, las radionovelas le habían dado una cierta notoriedad y algún desahogo económico. Cierto, hay mucho de literario en ese período de limbo, gris y aburrido, porque precede a la explosión que vendrá después. La fama sucesiva ilumina en modo romántico la precariedad y el anonimato, como quieren la fábula y el mito.
El 22 de enero de 1944, durante un festival artístico en favor de las víctimas del terremoto de San Juan, Evita conoce a Juan Domingo Perón, líder populista, campeón de los “descamisados”. En febrero, se van a vivir juntos. Iaia Caputo sostiene que el político sentía “un amor filial” hacia la joven actriz. Lo que ambos no sospechaban es que estaba por comenzar una de las carreras políticas más brillantes e incomprensibles del siglo XX. Más: uno de los mitos del siglo, el mito de Eva Perón, más conocida como “Evita”. No es menester detenerse en la descripción de la escalada, cuentan más los detalles. Con el típico desdén masculino por los trabajos de las mujeres, Perón le regaló la Fundación que llevaba su nombre. Caputo hace decir a uno de sus personajes: “Antes que por la enfermedad, fue devorada por una auténtica pasión por la justicia social”. Mientras que las primeras damas o sus equivalentes se dedicaban a la caridad, Evita buscaba algo más y mejor: la igualdad. Decía: “Los ricos inventaron la beneficencia”. Ella daba empleo y recorría los barrios pobres para entrar en contacto directo con los “descamisados”. Su populismo incendiario no era solo verbal: distribuía bienes concretos entre la población y se hacía ver entre ellos. No es de extrañar la admiración que desembocó, gracias a su muerte prematura, en veneración. Se dice que, en algunas casas de Buenos Aires, campeaba su imagen con una veladora al pie.
Los desenlaces son muy conocidos. En enero de 1950, el doctor Ivanissevich, Ministro de Salud, la operó de apendicitis. Descubrió un cáncer de útero. Evita rechazó las terapias y, con ello, firmó su condena a muerte. Falleció el 26 de julio de 1951. Por muchos años, a las 20:23 de ese día, las radios de Buenos Aires interrumpían sus transmisiones para conmemorarla. Tomas Eloy Martínez, en Santa Evita, relata el proceso de canonización imaginaria de Evita Perón. Dicen que el embalsamador, el médico español Pedro Ara, se enamoró del cadáver, al que dedicó un primoroso método de preservación. Dicen que la fascinación enloqueció al Coronel Koenig, encargado de custodiar los restos mortales. Los militares que habían derrocado a Perón, en 1955, escondieron el cuerpo por mucho tiempo, en un lúgubre esfuerzo por acallar la popularidad de esa mujer, como recita el título de un eficaz relato de Rodolfo Walsh. Luego, la hicieron sepultar en el Cementerio Mayor de Milán, bajo el nombre de María Maggi, viuda De Magistris. Con esa aura de misterio a su alrededor, el mito de Eva Perón siguió creciendo en la memoria popular. Solo en 1974, los restos de Evita regresaron a Buenos Aires, en donde reposa, en la Recoleta. No reposa su memoria, como lo testimonia la novela de Iaia Caputo.