Search
Close this search box.
Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 5 minutos

Por Héctor Silva Ávalos

No hay mañana. Más bien, cuando el miércoles 6 de noviembre deje de ser mañana y sea el hoy, cuando el mundo haya dejado de contener el aliento por lo que sea que haya ocurrido en las elecciones presidenciales en Estados Unidos, nuestro presente y nuestro futuro, en caso de que el ganador sea Donald J. Trump, amanecerán con un listón negro en la solapa.

Cuando escribo estas líneas, cuatro días antes de la lección, me ensombrece esa posibilidad, hoy con más certeza que en 2016, la primera vez que Trump ganó. Hoy me ensombrece más porque sé, como todo el mundo, de qué va este hombre. Va de racista, de misógino, de apóstol del odio, de capitalista voraz, de tramposo. Va de criminal. De abusador condenado. De mentiroso.

Vivía con mi familia en los suburbios de Washington D. C., cuando Trump irrumpió por primera vez en la política estadounidense. Y había vivido aquí los ocho años anteriores, cuando Barack Obama gobernó. De Obama se han dicho muchas cosas, más buenas que malas si se limpian del discurso el racismo y la irrealidad. Para mí, el paso de un presidente a otro fue, sobre todo lo demás, el paso de un país que a pesar de todo se avergonzaba de su racismo, al que aun con buenas dosis de hipocresía procuraba mantener recluido en las cloacas de la narrativa política, a otro en que la supremacía blanca y el odio al moreno, sobre todo al extranjero, se convirtió en política de Estado.

No es que antes no haya existido racismo, siempre lo hubo, siempre estuvo vivo en todos los niveles de la sociedad estadounidense, es que desde que Donald Trump ascendió al poder el desprecio a las comunidades afroamericanas, latinas y, en general a las que no son de origen blanco anglosajón, se convirtió en el discurso oficial, cuyo principal vocero fue siempre el presidente número 45 de la Unión, el racista en jefe.

Luego de que Joe Biden ganó en las elecciones presidenciales en 2020 tuve la oportunidad de volver a Washington D. C. como corresponsal de un diario salvadoreño a cubrir la toma de posesión del demócrata. Llegué a mediados de enero de 2021 y me encontré con una ciudad y un país asustados, con una sociedad que apenas alcanzaba a comprender lo que había ocurrido el 6 de ese mes, cuando un grupo al que lideraban energúmenos embrutecidos por el discurso trumpista pretendieron quemar el Capitolio para, según ellos y su líder, reivindicar que a Trump le habían robado las elecciones.

Y eso, el bulo del robo electoral, se convirtió en uno de los tamborcitos de batalla del trumpismo. Eso y otras tantas mentiras, como la de los inmigrantes que comen gatos en Ohio, la de que los inmigrantes siguen dejando sin empleo a los nativos, o que, de nuevo, hay un complot gestionado por una especie de meta estado ficticio para que este hombre no vuelve a llegar a la Casa Blanca.

Lo cierto es que, cuando volví a Washington D. C. aquel enero de 2021, yo también me asusté. Por primera vez desde que vine en 2009 me encontré con comunidades latinoamericanas, sobre todo de salvadoreños y guatemaltecos, que salían de los años Trump como quien sale de los años negros de cualquier dictadura latinoamericana. Escuché, por ejemplo, testimonios de jóvenes que iban a la escuela con temor o que simplemente no iban por miedo a que el Departamento de Seguridad los interceptara, o de mujeres que prefirieron recluirse en un sótano y perder su trabajo antes que enfrentar la deportación. Había mucho de histeria en todo aquello; la histeria, claro, era generada por el discurso de odio de Trump y los suyos.

Poco ha cambiado en el discurso trumpista, que sigue siendo el mismo, o en sus intenciones de volver a poner el odio racial en el centro del Despacho Oval de la Casa Blanca si es que llega a volver: él mismo lo dijo, si gana lo primero que hará es echar a andar una política de deportaciones masivas. Hay quien dice que el electorado tampoco ha cambiado. Eso es diferente.

Los dos bloques de electores estadounidenses que acudirán a las urnas el martes se han mantenido estables. Una mitad, poblada sobre todo por las mayorías blancas menos adineradas y últimamente por más hombres latinos y afroamericanos, cree que Trump y lo que él representa deben de gobernar; la otra, formada por una coalición que incluye a más jóvenes, minorías, pero también a blancos con más educación y en épocas más recientes a más mujeres, apostarán por Kamala Harris según las encuestas.

En la lectura electoral, sin embargo, lo que importa son los matices, esos pequeños cambios que los bloques han experimentado en los años de Joe Biden. Por como funciona el sistema electoral estadounidense, que filtra el voto popular a través de colegios electorales en los 50 estados de la Unión, y porque en ese sistema, por lo apretado que están esos bloques de votantes, unos pocos sufragios terminan decidiendo, será de vital importancia variables como la capacidad que Trump haya tenido al final de convencer a unos cuantos latinos o afroamericanos o la que haya desplegado Harris de cohesionar la mayoría del voto femenino.

Como sea, la situación de empate técnico que arrojan las encuestas parece indicar que la posibilidad nefasta de una segunda presidencia Trump se desvanecerá o se hará realidad hasta bien entrada la noche del 5 de noviembre. Mientras, como en 2016, habrá que contener el aliento. Ese es el déjá vu: la ansiedad previa de que este hombre que ha abusado de mujeres, que ha cometido fraude para ocultar pagos a una actriz porno, que ha incitado a la violencia racial y que entiende a los migrantes como enemigos internos vuelva a ocupar el puesto político más poderoso del planeta.

Para los latinoamericanos que vivimos en Estados Unidos, cualquiera sea nuestro estatus migratorio, las consecuencias serán terribles. Habrá más persecución, más miedo, más miradas sospechosas. Muchos estadounidenses de origen latinoamericano, sobre todo entre quienes ya son ciudadanos o nacieron aquí, piensan que esto no les atañe. Me temo que están equivocados. El de Trump no es solo un racismo administrativo, es visceral, orgánico, es un racismo estructural, una visión del mundo según la cual todos los Hernández, Martínez, Ramírez son ciudadanos de segunda clase, son menos.

No es casual que la llegada de Trump al poder, en 2016, haya dinamitado la idea de que la diversidad racial es una realidad compartida por todas las metrópolis que alguna vez impusieron sus designios coloniales por el mundo y por las economías que, como la estadounidense, se han nutrido durante siglos de explotar a los no blancos. Esa diversidad racial, entendida como algo negativo, volvió con la llegada de Trump a la cima del poder a ocupar el puesto de enemigo primero de las identidades nacionales, desde Washington D. C. hasta Berlín, Londres y Madrid. Las Meloni y los Orban, los Feijoo y los Wilders son, todos, de alguna manera, hijos de Trump, o al menos de los postulados más importantes del trumpismo.

En nuestras esquinas del mundo, de ciudad de Guatemala a San Salvador, una nueva Presidencia Trump volverá, de seguro, a otorgar o profundizar la carta blanca que Washington D. C. suele dar a los Bukele y los Giammattei a cambio de que sigan, ellos también, entendiendo que sus migrantes son seres humanos descartables, que pueden ser utilizados como moneda de cambio por un par de palmaditas en la espalda.

No es mañana aún, pero falta poco para la noche del 5 de noviembre. Seguimos conteniendo el aliento.

COMPARTE