Por Dante Liano
Habían de pasar cinco años para que el Flaco, Chema, el Mono y yo volviéramos a un congreso de exalumnos salesianos. Esta vez sería en Panamá, cuyo atractivo era el puerto libre en donde se podían comprar aparatos electrónicos sin impuestos. Había gente que viajaba allí y regresaba con mastodónticos televisores a colores o con abrumadas lavadoras que según ellos les habían vendido con descuento. Cuando salían del aeropuerto, parecían fieles creyentes, de esos que cargan agobiados santos en las procesiones y expían sus macizos pecados con el peso sobrenatural de las andas. Solo que la imagen sagrada era de paganismo electrónico. Ninguno de nosotros tenía esas intenciones y creo que lo único costoso que compré fue una cámara Canon, en la época en que se usaban rollos de película y se llevaban a desarrollar. Esa cámara me la robaron en Florencia, pocos años después, cuando una banda de tóxicos desalmados entró al apartamento y se llevó hasta los estudiados jeans rotos y descoloridos. Ahora, quiero decir, en ese entonces, en la época del viaje a Panamá, algunas cosas habían cambiado. Para comenzar, viajábamos con una especie de jefe, o que se había nombrado tal solo por el hecho de tener cinco años más que nosotros. Era Paco Chinchilla, que se acababa de graduar de abogado pero que ya actuaba como si llevara veinte años en la profesión. Paco tomó las riendas de la excursión desde el momento en que subimos al avión de Aviateca, que así se llamaba la finada compañía nacional. Aviateca se anunciaba como la empresa que menos accidentes había tenido, y no era falso, visto que poseía solo dos o tres aviones, uno de los cuales tenía el aventuroso nombre de “La papaya voladora”. La verdadera fama de la compañía no era la seguridad de los viajes, sino que el servicio de bar era generoso y abundante.
Tengo dos anécdotas de Aviateca. La primera se refiere a la seguridad aérea. Resulta que uno de nuestros vecinos trabajaba como mecánico en esa compañía. También, añadamos, que, en esa época, no todos tenían teléfono. Quien lo poseía, lo alquilaba a los vecinos. Por eso muchos aparatos tenían candado. Una mañana, sentimos que estaban aporreando la puerta de casa. Era el vecino mecánico: “¡Préstenme su teléfono!”, suplicó. “¡Se trata de una emergencia!”. La noche anterior, se le había olvidado colocar una pieza en el avión de las seis de mañana. Eran las seis menos cuarto y el hombre quería detener el vuelo. Luego de una trémula conversación, colgó. Nos miró, a mis padres en pijama y a mí, en calzoncillos, con una expresión ilegible. “¿Arregló el problema?”, preguntó mi padre. El hombre meneó la cabeza y no se entendía si era un sí o un no. “El avión ya salió. Despegó temprano”, seguía meneando la cabeza. “Ahora solo queda rezar”. La segunda anécdota sucedió durante un vuelo de regreso. Como yo tenía tiempo de no estar en el país, la nostalgia asumió la forma del diario más vendido. De pronto, sentí la urgencia de leer un ejemplar. Y puesto que volaba en Aviateca, seguramente tendrían ese periódico. Las luces estaban medio apagadas, porque eran las ocho de la noche. No había ni rastros de los asistentes de vuelo. Así que caminé, en penumbra, hacia las primeras filas, en donde los había visto desaparecer. Marinero del aire, me aferraba a los respaldos de los asientos para sostenerme. El vuelo iba oscuramente vacío. Cuando llegué a la primera fila, entendí porqué los sobrecargos no se veían. Estaban fundidos en un abrazo de amor tan estrecho que interrumpirlos para pedirles la prensa habría sido un crimen, con el agravante de la nocturnidad y la alevosía. Sigiloso, como si yo hubiera sido sorprendido en una ocasión poco conveniente, regresé a mi asiento.
Apenas despegamos, Paco pidió una ronda de whiskys. “Salud, mis queridos colegas”, dijo, mientras hacía campanillear el hielo en el vaso. “Aprovéchense, que es gratis”. Más tarde, hacia el quinto trago, iba a decir: “Atásquense, que hay lodo”. Paco tenía muchas frases de estas, heredadas de generación en generación. Era lo que uno se imagina que puede ser un abogado del país: retórico, experimentado, mundano y atrevido. Tendríamos la primera muestra al llegar al hotel. Nos presentamos en grupo y el empleado de la recepción examinó el registro con una cierta circunspección. Alzó la ceja derecha y dijo, con autoridad y ceremonia: “Señores, su reservación no existe. Lo siento mucho, no hay lugar para ustedes”. Cuando comenzamos a protestar, Paco nos apartó y nos dijo: “Déjenme a mi”. Se dirigió al recepcionista, entre irónico y provocador. “¿Así que no hay sitio para nosotros, mi estimado?”. “No. No lo hay”. Paco emitió una risita con los labios cerrados. “Soy abogado, mi amigo. ¿A ustedes nunca los han demandado por estafadores? Yo creo que le convendría más conseguirnos una habitación en lugar de pasar el resto de sus días pagando más que la hipoteca de su casa”. El hombre nos consiguió lugar. Una vez allí, fuimos al duty free de la esquina, en donde compramos un galón de whisky y una montaña de papas fritas. Nos iban a acompañar durante los tres días del congreso, al que íbamos de vez en cuando, si no estábamos en la piscina del hotel contando chistes o aullando canciones al son de la guitarra. No nos enteramos del tema de la reunión, aunque era muy probable que fuera un tema piadoso. La pocas veces que fuimos nos entretuvimos poniendo apodos a los participantes. Recuerdo que, para variar, el representante de Costa Rica era un lugar común: rubio y con el pelo rizado. Eso bastó para que le pusiéramos “Pepita” la protagonista de un cómic muy conocido, que reproducía los pleitos de esa mujer con su marido Lorenzo. Lorenzo y Pepita.
Para vigilar sobre nuestra buena conducta, nos acompañaba el padre Chiericuzzi. Era este un cura italiano cuyo agreste modo de hablar el español superaba, en localismos, al de cualquier autóctono. Parecía que lo había aprendido en los barrios bajos de la capital. Es ese tipo de gente que aprende un idioma de oído, no de escuela, y que absorbe sin conciencia las expresiones populares. No era esa la única gracia de Chiericuzzi. Había nacido para cura como Elena de Troya para santa. Era más mundano que todos nosotros juntos y gastaba una fama de donjuán ganada gracias a que lo visitaban, para confesarse, granadas muchachas de la alta burguesía, que se encerraban con él por un par de horas y salían absueltas y desmelenadas. Sus clases de filosofía, en el último año de curso, veían a toda la clase sometida pues el cura tenía dos métodos igualmente eficaces: no dudaba en cargar a pescozadas con los indisciplinados y no dudaba, tampoco, en castigar, con una lengua afilada y vitriólica, la preguntas tontas, que eran las más, de sus estudiantes. Recuerdo que me enseñó a repasar todas las respuestas posibles antes de alzar la mano y exponer una duda. Chiericuzzi me sentenció de una vez y para siempre en una tarde de invierno, cuando las maderas crujir hace el viento, y este era tal, que la puerta de la clase golpeaba, a intervalos, contra el marco. “Vos”, me ordenó. “Ponéle un papelito a la puerta, para fijarla”. Así lo hice, solo que, en mi eterna impericia, en lugar de poner el papel doblado en uno de los extremos, lo puse en el eje, de modo que la puerta siguió golpeando. Chiericuzzi vio el trabajo que yo había hecho, hizo una pausa teatral y luego me vio a mí. Enseguida, meneó la cabeza como si se estuviera espantando los malos pensamientos y me dijo: “Vos… vos no vas a hacer nada en la vida”. En Panamá se despidió muy alegre de nosotros cuando bajamos del avión. “Nos vemos en el congreso”, nos dijo y se fue a tomar un taxi. A los dos días, cuando de Chiericuzzi no había rastro ni en el congreso ni en ninguna parte, nos comenzamos a preocupar. Conseguimos una guía telefónica de la ciudad y llamamos al inspectorado salesiano: no estaba allí. Llamamos entonces al colegio salesiano: tampoco. Entonces ubicamos el filosofado salesiano: de Chiericuzzi, ni señas. Estaba por cundir el pánico cuando sonó el teléfono: “¡Estúpidos!” era Chiericuzzi. “¿Quién les dijo que me anduvieran buscando? ¡Dejen de meterse en lo que no les importa! Nos vemos en el aeropuerto, el día del regreso”. No recuerdo cuánto intervenimos en el congreso, pero sí de una filípica de corte socialista que, por fastidiar, le eché al público, porque la mayoría eran de extrema derecha. Y, claro, la clausura del congreso, cuando me disfracé de Don Roque, un famoso muñeco de ventrílocuo, e hice reír al auditorio con la sátira de los congresistas, principalmente de Pepita, el beato costarricense. Pero eso será motivo de otro relato que narraré después o no narraré nunca.