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Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 4 minutos

Por Dante Liano 

Los textos vienen, a quien los escribe, como un regalo esperado, cultivado, preparado. Algo así sucedió con El abogado y la señora. En literatura, casi nada sucede por sorpresa, casi nada es un milagro. Todo texto requiere de una preparación: los contenidos van madurado no solo en la memoria, sino también en la conciencia. Las anécdotas necesitan tiempo para cuajar, hay que irlas recordando, limando, purificando. También hay que contarlas oralmente, para ver el efecto que producen, del mismo modo que los ćómicos van preparado su material. Luego está la conciencia: el escritor no es del todo inocente, no comienza ex novo, no se inventa las ideas ni las recibe del cielo. El escritor desarrolla toda su vida un trabajo interior, hecho de lecturas y reflexiones y constataciones y ello modela su espíritu. Sin conciencia, no hay literatura. Sin conocimiento, no hay literatura. La experiencia no basta, hay que elaborarla.

Hay, en El abogado y la señora, un centro, y, partir de ese centro, el relato se expande hacia atrás y hacia adelante. Hablemos del centro de la historia. El centro es una imagen: una mujer desamparada, bajo la lluvia. Se trata de una imagen real, que me venía persiguiendo desde que la tuve delante. Yo sabía que ese monumento pasajero se constituía en una suerte de homenaje a cuantas mujeres latinoamericanas tuvieron que sufrir la afrenta de tener un pariente desaparecido: un hermano, una hermana, una madre, una hija. Fueron cientos de miles esas mujeres y de ellas nadie habla por su lateralidad: como si ese estar junto a la víctima no contara. Y, en cambio, en el balance del coraje de esos años habría que incluir a esas hijas de Antígona, quienes, al perder a un ser querido, perdieron el miedo y la prudencia y la mesura. Fueron las Madres de Plaza de Mayo y fueron muchas más.

Para poder llegar a ese momento único, que no es un momento narrativo, sino el instante en que un ser humano ve el dolor y lo siente como acero líquido en sus entrañas, para llegar a ese momento había que inventar otros momentos antes, y otros después. Ninguno de esos fragmentos se sostiene por sí solo, porque está en función de apuntalar esa imagen, que viene de la realidad pero que va más allá de ella. (Naturalmente, estas son reflexiones a posteriori, porque, en el momento de la escritura, funciona más la intuición que otra cosa). Por esa necesidad de un antecedente narrativo, nace el abogado Abundio Revolorio. Ese nombre de pila visigodo siempre me ha fascinado, sobre todo cuando se aplica a quien no tiene nada que ver con los visigodos. El apellido Revolorio existe en ese relato, por dos motivos. El primero es que tal apellido no es frecuente en América, y sin embargo, el país que, por misteriosas razones abunda de Revolorios es Guatemala. El segundo es un homenaje ni siquiera muy escondido a Miguel Ángel Asturias. En efecto, uno de sus personajes secundarios en Hombres de maíz se llama Domingo Revolorio. En realidad, Abundio Revolorio debía existir solo como un breve pretexto para introducir al personaje de la señora. Como sucede tantas veces en la narración, cobró autonomía hasta convertirse en una suerte de coprotagonista. Por su propio desarrollo narrativo, el abogado se fue convirtiendo en un paradigma narrativo de la corrupción que asola a nuestros países. El tono picaresco no es deliberado: ha sido producido por la dinámica misma del relato. Por picaresco, Revolorio debía ser cínico. Su cinismo es doloroso y autolesionista, hiriente y creo que el lector lo percibe. Es el cinismo de un perdedor que no se resigna a perder. Anoto que, muchas veces, un escritor se crea el reto de identificarse con un personaje que representa todo lo contrario de su modo de ser. Otras veces me he ejercitado en espolear mi imaginación, para ser otro del que soy. Si logro la verosimilitud, basta con eso.

Algunos atribuyen, a la novela, un cierto sentido del humor. No lo refuto, pues he visto a algunos que se reían, durante la lectura. Confieso que, mientras escribía algunos pasajes, los he anticipado. No puedo explicar ese detalle. Imagino que existen técnicas específicas para crear la situación humorística, pero admito que no las conozco. En mi caso, son intuitivas y espontáneas. Ciertos críticos hablan de “distancia irónica”. La defino como una actitud que puede ser un grave defecto y que, en determinados casos, implica un separarse de la experiencia casi patológico. Se trata de ver, casi siempre, el lado ridículo de las cosas, a tal punto que las situaciones más dramáticas desnudan su lado cómico. También, el aspecto de aguafiestas del escritor. Las novelas pueden ser extensas impertinencias inoportunas. Junto con el sentido del humor, se ha hablado de compromiso político. El abogado y la señora es una novela de la memoria. En un momento en que existe un movimiento deliberado para reescribir nuestra historia con un enfoque favorable a los poderosos, es casi un deber el mero hecho de recordar. La memoria roza y se aleja del concepto de “verdad”, porque su testimonio posee una verdad íntima y sólida. No es el relato de la historia sino de cómo se vivió la historia. Ese sentimiento íntimo que, por su honesta subjetividad, resulta irrebatible.

(Escribo estas líneas en Ciudad de México, a donde me ha traído la generosa invitación de Paloma Sáinz y Paco Ignacio Taibo II, a quien debo la publicación de El abogado y la señora, en el Fondo de Cultura Económica. Presentaré la novela en la Feria Internacional del Zócalo, que se realiza del 10 al 20 de octubre, en la Plaza de la Constitución de la capital mexicana.)

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