Por Dante Liano
Nos desviamos de la carretera principal y tomamos un camino de terracería, de esos que en invierno se vuelven imposibles por los charcos y los lodazales. Hay lugares en donde está emboscado un tractor, y cada vez que un vehículo se queda atascado, aparece tan campante ofreciendo ayuda a cambio de buena recompensa. No era este el caso: no era época de lluvias y la carretera estaba bien apisonada, por lo que el pequeño Taunus (¿era un Taunus o era el Mazda sucesivo que se compró el Mono?) caminó dando brincos en la dirección que indicaba un letrero de madera, con desvencijadas letras pintadas a la buena que anunciaban: “Mariscos”. No es que ofreciera la venta de frutos de la mar: era el nombre de la población a donde íbamos. En realidad, nuestra meta no era el pueblo de Mariscos, sino que una playa a las orillas del lago de Izabal. Para comer habíamos llevado latas de atún, de sardinas y de mejillones, y varias cajas de galletas de soda que casaban muy bien con esa comida. Una abundante hielera albergaba las cervezas, indispensables para nuestras excursiones. Habíamos salido de la capital hacía 4 horas y habíamos sorteado las filas de camiones que atiborraban la carretera al Atlántico. El Mono conducía rápido y preciso, con esa soltura despreocupada de la juventud y que, con los años, íbamos a perder, como si hubiera una proporción no escrita: a más edad, mayor prudencia. Cuando la vida vale más, más se la arriesga; cuando se avizora el fin, más se ahorra. Cruzábamos cañaverales y platanares. Unos, de los grandes finqueros del país; otros, lo que restaba de la United Fruit Company, la multinacional que había arrasado la tierra, la población, los sindicatos, la revolución y la democracia.
El calor había descendido como una manta no deseada desde que habíamos bajado a El Rancho. Era el cruce de todas las carreteras que llevaban al noroccidente. Una vez en El Rancho, uno decidía a dónde quería ir: si al Norte, las Verapaces o el Petén; si al Caribe, o, más modestamente, al Oriente, en donde estaba el Santuario de Esquipulas, o quizá las ruinas de Copán. En El Rancho había varios restaurantes cuyos desayunos eran famosos. Abundantes platos para camioneros, que se habían levantado a las tres de la mañana y llegaban a las siete con un hambre diabólica. Huevos revueltos o estrellados, con frijoles negros de guarnición y plátanos fritos de postre. Varias tazas de café para despertar y digerir. También nosotros habíamos desayunado en El Rancho y nos habíamos quedado listos para dormir la siesta, después. En cambio, habíamos proseguido nuestro camino hacia el lago de Izabal, en donde pensábamos acampar. ¿De quién habrá sido la idea del campamento en medio de un ambiente cálido y mefítico? Quién sabe. De pronto, estábamos apuñuscados en el pequeño Taunus del Mono, que conducía veloz y despreocupado por la carretera más peligrosa del país. Era famosa porque, desesperados por la lentitud de los enormes camiones de carga pesada, los automovilistas se lanzaban en rebases de infarto, y muchos se estrellaban de frente contra algún camión que venía en sentido contrario. Y estaban los que se iban a ensartar, por la noche, debajo de un tráiler pesado cuyo chofer había decidido estacionar en mitad de la carretera sin poner señal alguna. Un artista famoso había muerto de manera absurda: una sandía se desprendió de la parte de arriba de un autobús, y la pesada fruta se volvió un mortal proyectil que desfundó el parabrisas del conocido pintor. Era lo que se decía de la carretera del Norte y lo mismo íbamos disparados en el cochecito del Mono.
Estacionamos debajo de un árbol, cerca de la orilla del lago. Dos o tres casuchas antecedían el muelle, en donde las aguas color chocolate se abrían hasta el horizonte. No se veía la otra orilla. A lo lejos, pequeños cayucos trazaban líneas rectas sobre las aguas mansas. Izabal no era un lago tan hermoso como el lago de Atitlán pero tenía algo de sobrecogedor, de intenso, de pacífico. Fuimos a uno de los ranchitos de donde salía humo, por arriba. En la puerta, un hombre de edad imposible nos miraba, curioso. Era flaco como un perro y estaba con el torso desnudo. Más que impudicia, mostraba las costillas de la pobreza. No tenía dientes y masticaba el humo de un cigarrillo. Después de los saludos, le preguntamos si había donde dormir.
– Yo les alquilo un rancho, dijo, acostumbrado a los mochileros.
No había otra, así que hicimos trato. El rancho era una réplica del suyo: un solo cuarto con piso de tierra, una hamaca vieja y sucia, una mesa de pino con sillas del tiempo de Tata Lapo. Menos mal que habíamos llevado sacos de dormir: estábamos acostumbrados. A donde fuéramos, extendíamos esos trapos y la buena edad nos hacía dormir sin inquietudes.
Con las puertas del coche abiertas para taparnos, nos pusimos los trajes de baño al reparo de las miradas curiosas de los hijos de nuestro anfitrión, una banda de niños de pelo tan sucio que parecía rubio, ojos enormes y panzas abombadas, completamente desnudos en el calor envolvente del trópico. Nuestro pudor era ridículo delante de su exhibición de abultada miseria y hambre lombricienta. Nos metimos corriendo al agua, entre gritos y empujones. Alguien había llevado una milagrosa pelota de volley ball y nos ejercitamos en el deporte acuático. Hacíamos un círculo y competíamos para mantener el balón en el aire, sin dejarlo caer. Si se le escapaba a alguno, el Santo gritaba: “¡El hoyito, el hoyito!”, para significar que era el más débil de todos. Tonterías de muchachos.
Chema no se metió al agua. Con plena conciencia de su responsabilidad (tenía una vocación de protección paterna hacia los demás) se había puesto a construir una tienda de campaña, para quien no quisiera dormir en el rancho alquilado. Cansado del juego insulso, me acerqué a ayudarlo. Estaba metiendo en el suelo unos clavos enormes, que sujetarían los extremos de la carpa. Quise ayudarlo. “No, tú no”, me dijo. Chema usaba el “tú”, porque era hijo de un filólogo que le imponía la corrección del idioma. “Es mejor que escribas sobre nuestro viaje”. En esa banda, yo tenía el papel del amanuense. Después de cada excursión, escribía una especie de resumen fantástico, que los demás leían con gusto, pues estar en el papel los hacía sentirse casi inmortales. Lo que no sabíamos es que la aventura estaba por comenzar. En efecto, la concentración de Chema por construir el pequeño refugio fue rota por la llegada de un soldado, vestido como si estuviera por irse a la guerra de Viet Nam. El militar impuso que los demás muchachos salieran del agua. Luego, nos pidió los documentos. Era un poco ridículo ver al grupo de jóvenes medio desnudos mostrando su propia identidad a un semianalfabeto. El guerrero comparaba las fotos, irreconocibles, con los rostros de pelo mojado, también irreconocibles. Se dio por satisfecho.
– Están invitados por el teniente -dijo, marcial.
– ¿Invitados a qué?
Hizo una señal con la nariz, hacia la selva. Entonces nos dimos cuenta de que habíamos caído al lado de un campamento militar, escondido entre la vegetación. En esa región, había combates entre la guerrilla y el ejército. Varios camiones y jeeps artillados apenas si se divisaban entre la maleza.
– Están invitados a pasar la noche en ese camión -volvió a usar la nariz como dedo índice.
En la orilla del campamento, un camión del ejército mostraba su lona verde olivo.
– A las seis en punto de la tarde el teniente los quiere a todos dentro de la plataforma. Después de las seis, habla el plomo de las ametralladoras.
Fue así como, en la playa de Mariscos, en lugar de pasar la noche bajo la luna y las palmeras, acunados por las olas que se mecían contra el muelle, comiendo mejillones con galletas de soda, contando chistes, espantando mosquitos, pasamos la noche bajo la lona de un camión, presos en un campamento militar, cantando y bebiendo, sospechosos de bohemia, baladas y excursión, de volley ball y despreocupación, muy conscientes de que, si sacábamos la nariz del perímetro militar, hablaría el plomo.