Por Héctor Silva Ávalos
El macho alfa lució arrinconado. Como uno de esos boxeadores gritones que, ya en el combate, no saben cómo salir de la esquina cuando los golpes del contrincante lo dejan mareado y lleno de moretones. Por primera vez desde que debate, Donald Trump quedó relegado a una posición defensiva. Frente a él, una mujer que, a pesar de haber lucido nerviosa en los primeros compases, se recompuso rápido, caminó con soltura por el guion que ella y sus asesores habían preparado y, al final, estuvo cómoda y certera. La del 10 de septiembre, día del debate presidencial entre Kamala Harris y Donald J. Trump, fue la peor noche del magnate neoyorquino en mucho tiempo.
Trump nunca ha sido un orador agraciado, pero las formas para entregar al público sus argumentos sí han probado ser efectivas, sobre todo entre los votantes incondicionales. La política en Estados Unidos en los últimos años, más que en otra democracia de los alrededores, es, sobre todo, un despliegue de guiones cortos y mensajes encapsulados elaborados por ejércitos de asesores para apelar a la emoción de los votantes, más que a su raciocinio. Trump, en eso, se ha desplegado como un eficiente presentador circense.
A la base de su narrativa, el candidato republicano acude, casi siempre, a exageraciones cuando no a mentiras crasas y a las muletillas que llevan funcionándole ya casi una década. Puestas juntas, esas piezas se resumen en un discurso nacionalista, cargado de fobia a los “no-americanos” (los migrantes, sí, pero también lo que aquí se llama “personas de color”, que es el eufemismo usado para nombrar a cualquier raza, etnia o grupo ajeno a los blancos, anglosajones y protestantes).
Con ese discurso, extraído de los armarios más oscuros de la historia estadounidense y hoy diseminado por el mundo en forma de otros nacionalismos extremistas, Trump irrumpió a mediados de la década pasada y despertó a un voto que había estado dormido en los Estados Unidos, formado, en general, por blancos pobres, rurales y con poca educación formal a quienes la derecha republicana llevaba años vendiendo la idea de que el origen de sus males, más que en los excesos del capitalismo voraz, debían de encontrarlo en los migrantes y en los políticos más progresistas o en las minorías. Ese discurso dormía en las cloacas de la política estadounidense y su tufo se dejaba sentir de vez en cuando; con Trump, la cloaca se destapó.
En sus mítines, e incluso en debates anteriores, repetir esos argumentos había sido suficiente para Trump. La estrategia le permitió coronarse candidato republicano y presidente en 2016, no ser un cadáver político a pesar de los juicios abiertos en su contra por delitos que van desde la violación sexual hasta la estafa, y coronarse, de nuevo, candidato con buenas posibilidades de ganar otra presidencial en noviembre de este año.
Casi siempre, Trump tuvo frente a sí a competidores contenidos, temerosos o, como en el caso de Nikki Haley, la única mujer que se atrevió a desafiarlo en el bando republicano, ineficaces. A todos los despachó con los modos del “bully”, el abusador de colegio que empuja, escupe y golpea con impunidad en el recreo. Patético es, por ejemplo, el caso del senador Marco Rubio, alguna vez contendiente en las primarias republicanas al que Trump humilló y abusó y quien hoy reemerge como uno de sus más leales defensores.
El martes de 10 de septiembre, Trump encontró la piedra que no conocía en Kamala Harris, la fiscal reconvertida en senadora, vicepresidenta y, hoy, en la candidata del partido demócrata, favorita por poco margen en las encuestas incluso antes del debate.
Cuando, en junio pasado, Trump vio con claridad su camino a una segunda presidencia tras el desastroso acto de Joe Biden, el actual presidente y entonces candidato demócrata, en el primer debate de este ciclo presidencial, todo parecía escrito. Vi aquel debate en Misuri, en el centro de Estados Unidos, tierra republicana. La debacle de Biden encendió hasta la euforia el ánimo republicano y hundió en la oscuridad a los demócratas. Luego, escuché a alguien decir, cuando se empezó a hablar de la posible renuncia de Biden: derrotar a Trump pasa, primero, por encontrar a alguien que pueda hacerle frente y ganarle en su cancha.
Cuando Joe Biden le ganó a Trump la presidencial de 2020, su éxito se basó en dos cosas: la narrativa de que él rescataría la democracia estadounidense tras el caótico paso del trumpismo por Washington, y la capacidad de construir una coalición electoral que despertó, como lo había hecho Obama, a los votos de las minorías. Eso ya no fue suficiente en esta ocasión. Biden aparecía muy desgastado, incluso entre votantes que le apoyaron antes. Kamala Harris, al parecer, ha llenado el vacío.
Uno de los objetivos de Trump para el debate reciente, a decir de analistas estadounidenses, era equiparar a Harris con Biden para achacarle a ella los fallos del actual presidente y el desánimo que le ronda. Harris lo sabía y, desde el principio, con tacto y sin exabruptos, se desmarcó de su jefe actual para presentarse como una candidata diferente, con plataforma, currículum y agenda propios. La vicepresidenta hizo esa parte, la de hablar de sus políticas y propuestas, con el brío suficiente para, en su primer debate presidencial, aparecer como presidenciable.
Hizo algo más la vicepresidenta, en el terreno emocional, apelando al espectáculo mediático inherente a la política estadounidense: cuando el debate se convirtió en un cuerpo a cuerpo retórico, Kamala Harris evadió con gracia los golpes de Trump, los bajos y los certeros, y, cuando pasó al ataque, le soltó un par de ganchos que, abusando de la metáfora boxística, arrinconaron al republicano y lo dejaron lanzando golpes al aire.
¿Qué significa esto en términos de votos? Está por verse. Por ahora se puede decir que la mayoría de los sondeos y análisis, incluido el de Fox News -la cadena televisiva más afín a Trump-, fue Harris quien ganó el debate. La exsenadora logró lanzar sus anzuelos a los votantes que necesita para ganar la presidencial: mujeres, minorías, jóvenes. Trump le habló a su voto duro, pero, hay que apuntarlo, ese es un voto al que le gusta el macho alfa, el matón indomable, y el republicano no lució como tal esta vez.