Sergio Tischler[1]
(Texto inspirado en Walter Benjamin)
No es solamente el Estado de Israel el perpetrador del genocidio en Gaza. Es el sistema. El genocidio en Gaza es la expresión más clara de su espíritu, de su ethos más profundo, el cual se disfraza de manera cínica y éticamente insostenible con los ropajes de la democracia liberal, exhibida hoy en toda su falsedad como una manifestación de lo que trata de ocultar: ser ideología de un universal violento.
No podemos entender Gaza si no relacionamos la particularidad del genocidio de la población perpetrado en esas tierras con la reproducción del sistema como proceso de totalización que implica la violencia como forma de existencia, con la nuda vida que le es inherente al capital. La verdad del genocidio en particular y la violencia moderna en general, es que están en el corazón mismo de sistema, constituyen el verdadero “espíritu” del capitalismo.
Max Weber trató de sublimar el tema de los orígenes del capitalismo en la teoría de una ética del trabajo y de la salvación individualista en su famoso ensayo La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Hizo abstracción de la violencia. El liberalismo como narrativa dominante reproduce esta construcción ideológica. Las palabras clave que nombran el sistema (progreso, civilización, modernidad, democracia, etcétera) omiten, evaden o subliman, esa dimensión ominosa de la dominación.
Lejos de derivar la violencia de las relaciones sociales antagónicas que constituyen el sistema, en el discurso dominante se presenta como parte del llamado proceso civilizatorio. En el mejor de los casos, como un mal menor y necesario en la ruta de la humanidad hacia el progreso. El exterminio de millones de personas en América, África y Asia, la esclavitud misma, como parte de la expansión territorial del capital y de la creación de una historia unificada en el mercado mundial, aparecen como logros de la civilización, como la superación de la barbarie. El genocidio y el despojo son vistos y pensados desde ese código, desde ese registro.
Las guerras actuales son nombradas también con esas palabras. Y no debemos ser cómplices de esas palabras. Necesitamos nuevas. No basta con denunciar las masacres que el Estado de Israel comente diariamente. Tenemos que ser conscientes de que Gaza es la expresión desnuda de la catástrofe que el sistema representa para la vida humana y no humana, de la barbarie que lo acompaña, de la amenaza en cualquier rincón del planeta. El sistema se encuentra en esa forma particular de negación de la vida. No es metáfora. La violencia y el genocidio son parte de su lógica identitaria: rechaza y, llegado el caso, aniquila lo que no se subsume en ella.
Ése es el verdadero espíritu del capitalismo. Dicho “espíritu” no es más que la expresión subjetiva más radical del tiempo específico que el capitalismo ha generado desde su surgimiento con la acumulación originaria de capital y el despliegue del trabajo abstracto como la categoría central de la unificación del mundo hasta nuestros días; una categoría de poder y dominio que implica la violencia de la separación de los productores respecto a los medios de producción y una lógica dominada por el dinero; lógica donde el proceso incesante de cosificación de las relaciones sociales corre en paralelo a una subjetividad deshumanizante. Esas condiciones son las que preparan el terreno de fondo para efectuar y naturalizar la muerte fría y en masa de poblaciones enteras ante la mirada pasiva de millones de personas. Es decir, donde el genocidio tiene cabida como categoría política legítima.
La forma mercancía de las relaciones sociales implica un tiempo de violencia y furia que tiene varias cabezas, como dicen los zapatistas aludiendo a la figura de la hidra capitalista. Una de ellas es Gaza. Se impone detener el tiempo, ese tiempo. Los periodos de muy relativa paz en el mundo no remiten al despliegue de un tiempo “civilizatorio” representado como lineal y homogéneo, sino a sus interrupciones por parte de las resistencias de los de abajo y la creación de mediaciones en un determinado campo de fuerzas. Por ejemplo, el llamado Estado de Bienestar -como lo plantea Negri- fue una respuesta del capital al movimiento obrero y a la amenaza que representaba la revolución en las condiciones de la posguerra.
¡Detener el genocidio en Gaza, sí!
Pero no quedarse allí, sino luchar por detener la catástrofe como modo de existencia del tiempo universal creado por el capital. La salida, ahora lo sabemos, no es la creación de otras síntesis políticas que reproducen el tiempo vertical de la dominación en nuevas constelaciones de poder, sino abrir y elaborar el tiempo como experiencia de libertad y autodeterminación humanas.
[1] Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México