Por Dante Liano
La propuesta de un poeta (la vejez como tiempo de la dicha) se disuelve al recibir una comunicación: me quitan el seguro de salud. No lo dicen claramente, pero la causa es la edad. Días después, una empleada del banco me informa que la empresa no concede tarjetas de débito a personas mayores de 61 años. ¿La vejez como tiempo de la dicha o la vejez como estigma de exclusión? La edad anciana entra en tu vida muy despacio, de manera disimulada, con el sigilo de los robadores que suavemente deslizan la mano en la cartera, con el silencio helado del momento que precede a la catástrofe. Débiles señales que crecen con el tiempo, que significan tu tiempo, que invaden lentamente el cuerpo (sobre todo el cuerpo, sus afanes, sin contar con el alma, ignorante de ellos). Uno se imagina un anciano Humphrey Bogart que, con mano temblorosa, alza una copa y dice, célebre, a una viejita Ingrid Bergmann: “That’s the way it is, honey” (Así son las cosas, cariño).
Se podría proponer una variante: la vejez puede ser el tiempo de la resignación y de la dignidad. Resignación porque es verdad que el tiempo discurre sin piedad, es el río (la antigua metáfora) que no conoce arresto ni compasión, su función es pasar, no considerar ni sentir devoción o complacencia. El río, esa corriente que es siempre la misma y siempre diferente: el tiempo. No razonas con el río, no le pides que se detenga, nadie lo hace, por estulto que sea. Pasan las aguas y pulen las redondas piedras de colores, el piedrín de su fondo. Hipnótico transcurrir, como el fuego seductor, como las nubes. ¿Qué hacer, ante fuego, río y nubes, sino contemplarlos? Así el tiempo y las edades: la resignación es el otro nombre de la contemplación. Ves, con algo parecido al estupor, tu cuerpo, y observas tus brazos, tus piernas, las manos y los pies, que van por su cuenta y no te piden permiso para ser y hacer. Sientes palpitar tu corazón y no piensas, no quieres pensar, que si no hubiera ese pálpito no habría vida y que algún día la maquinita cesará de trabajar. La respiración entra a los pulmones y sale con calma hacia afuera, sin que haya esfuerzo o pensamiento de por medio. Tal la resignación. El otro estado, complementario: la dignidad, pues la resignación no puede ser igual a la humillación o el sufrimiento. Sueña el viejo con ser joven, pero no se rebaja a parecerlo. La perla caída al fondo del mar no se recupera, queda perdida. Agua que no has de beber, baile que no has de bailar. El pasado que pasa. La dignidad tiene que ver con el estoicismo, con la aceptación, con la consciencia. Soy lo que soy, no lo que quiero ser. Alzar la cabeza, como las langostas victoriosas, para no consumirse en el ridículo. El anciano está siempre en el alambre, en el borde, a la orilla. Un paso y se derrumba en la risa de los demás. Por eso, aceptar y levantar la cabeza: el paso que vacila, las manos que tiemblan, los nervios que traicionan, nada importa, la respiración profunda y el paso adelante.
“That’s the way it is, honey”. Los matices de esa frase condenatoria residen en el lugar donde se dice. Bessel van der Kolk cierra sus consideraciones sobre la neurolingüística con una afirmación clara: el destino de una persona está signado por el número de código postal de su pueblo natal. No hay destinos iguales para toda la humanidad. Una cosa es ser anciano en una ciudad del mundo industrializado y opulento; otra, en una aldea de la alta montaña de América Latina. En el capitalismo tardío, el ciudadano fuera de la producción se vuelve lastre, estorbo y freno, ante la impaciencia de los que necesitan consumir para sentirse alguien. El improductivo se disuelve en la sociedad como la niebla en la mañana. Los bosques amanecen con el vapor flotando entre los árboles, y el cielo está velado: no un destino, sino una determinación deliberada. Pasan las horas y no hay rastro de los tules blancos de la mañana. Los seres que no están en la dinámica del mercado se deslíen igual. Así son las cosas (es el capitalismo tardío, honey) pero no son así en todas partes ni han sido así siempre. La maldición contra la ancianidad surge en donde no estar dentro de la aplanadora de la producción y consumo deviene estigma y señalamiento. Ser anciano consiste en pasar a la categoría de los “otros”: los no normales, los excluidos, los marginados. No siempre ha sido así; no en todas partes ha sido así. Sociedades anteriores al capitalismo, o excluidas de la globalización capitalista, dan lugar a sus ancianos de otra forma. A una cierta edad, se convierten en consejeros de la comunidad, en jueces, en oráculos, no por sus virtudes mágicas, sino porque la experiencia traduce sabiduría, conocimiento, sensatez, compasión, comprensión, discreción.
Después está el cansancio. No el agotamiento, que es otra cosa, sino la fatiga. Falta el aliento en las escaleras, duelen las piernas después de caminar, flaquea el cuerpo. Más aun: el espíritu se cansa. La repetición de experiencias se convierte en lo ya visto y vivido, tantas veces. Tantos errores, tantos defectos, tantas astucias una y otra vez delante de los ojos. Se ven venir actitudes, estrategias, ínfulas. Ese cansancio de la farándula humana también es aprecio de lo auténtico, de la modestia, del conocimie n nto de los límites. Ah, el conocimiento de los límites. Sabemos ya a dónde llegamos y a dónde no llegaremos: sabemos que no podemos aparentar más de lo que somos y quien lo hace arriesga lo cursi, lo grotesco, lo ridículo. Adiós jactancias y títulos y premios. El puro hueso de la vida, lo desnudo de la existencia, el horizonte a pocos pasos. El riesgo de lo patético caminando en el vacío, sobre el alambre.
En fin, la memoria. “Oh, memoria, maldita memoria”, dice Enrique Noriega a los veinte años. ¿Qué dirá ahora? Ahora que con facilidad llegan los versos a la cabeza, versos que leímos hace tanto tiempo y que, de modo espontáneo, sin ser requeridos, brotan en el momento acertado. Las veces que uno piensa: “Me dan ganas de decírselo a Georgette”, y surge el verso: “Hoy me gusta la vida mucho menos,/pero siempre me gusta vivir: ya lo decía” y entonces la memoria completa y corrige: “De veras, cuando pienso / en lo que es la vida,/ no puedo evitar de decírselo a Georgette” con aquel “¡tanta vida y jamás! ¡Y tantos años, y siempre, mucho siempre, siempre siempre!” (César Vallejo). Esa misma memoria que se rehúsa de recordar lo efímero, lo que se supo con obstinación, cosas que siempre se han sabido y que se borran en el instante de pronunciarlas, quizá porque la economía de la ancianidad consiste en lo lejano y mágico, no en lo cercano y superfluo. La primera infancia, rectora del resto de la vida, resurge con nitidez, los árboles, los juegos, los amigos de retozos primordiales y básicos, allí están otra vez, como a la vuelta de esquinas urbanas que desaparecen para dar paso al cemento y la enajenación. Edad de la memoria antigua, de la resignación compasiva, de la dignidad obligatoria, la vejez se lleva como un traje a la medida, un traje sin remedio, una vestimenta definitiva no deseada y llena de presagios.