Por Dante Liano
El destino, cuyas máscaras son infinitas, asume la veste de la providencia, del azar o de un simple golpe de dados, para convertir las vidas de una cosa a otra, de un sendero a una carretera, de una selva a una ciudad. Un parpadeo y estás en otra parte, en otro mundo, en otra existencia, muy diferente de la que habías pensado o planeado. En la cuenta de tus días aparece un tornado que te deja sin casa y te lleva por los aires hasta depositarte en el reino de Oz; un río tumultuoso que se sale de madre y te arrastra a territorios desconocidos; un mar en tempestad cuyas olas son invencibles y definitivas. Has pensado en una vida tranquila y sedentaria y te encuentras, cuando haces la cuenta de tus días, con una vida errante, llena de ciudades y lugares y de gente. ¡Cuánto has viajado!, te dicen, y tú podrías responder: A mi pesar. Pantuflas y sofá quedan para otros: te tocó vida errante. Y, en esa vida errante, hoteles y posadas y refugios. Y afectos, amarguras, iluminaciones.
Mi vagabundeo podría iniciarse en Roma, al final de un verano. Llegué allí con una maleta enorme que me había dado mi madre. Era, como quien dice, una maleta familiar, por orígenes y dimensiones. En el aeropuerto, me recogió el padre Otello Angeletti, ya de estancia en Italia después de una carrera pasada en la parroquia de Chimaltenango, donde me había bautizado veinte años atrás. El cura llegó tarde, y mientras lo esperaba, taxistas clandestinos, abundantes, me ofrecían sus servicios. Le dije a uno: “No, gracias, me viene a traer un amigo”. El hombre me miró con estupor, hizo un ademán muy italiano que significa “qué estás diciendo, ingenuo”, y me dijo, con la sabiduría cínica de todos los siglos que tiene Roma de existir: “¡Los amigos!”. En cambio, el cura no solo llegó sino que me llevó a un alojamiento extraordinario: el convento de Santa Francesca Romana, en el corazón de la ciudad. Al entrar al metro, mi acompañante le preguntó al encargado si tenía que pagar por la maleta. El hombre sentenció: “Esa no es una maleta, es un armario”. Desde el convento se podía admirar el Coliseo, a un paso. Tuve problemas con el baño: nunca me había enfrentado a un depósito de agua con cadena. Busqué afanosamente un botón, una palanca, un pedal. Nada. Vi la cadena que colgaba del techo, pero pensé que era un artefacto para pedir auxilio. Al final, entre la vida y la muerte, tiré de ella. La cascada de agua fue un alivio casi físico.
Uno de los hoteles más memorables fue el primero donde habité en Milán. Tenía que trabajar allí tres días por semana y escogí un hotelito detrás de la Catedral. No recuerdo cómo se llamaba, pero sí recuerdo que, probablemente, era un hotel de paso, pues todas las noches me tocaba escuchar sonorosos y ruidosos enfrentamientos eróticos, con gritos y patadas y aullidos de la postrera hora. Alguna vez, la tentación de salir y felicitar a los contendientes, por performances que iban más allá de toda imaginación. Como es obvio, era arduo leer y concentrarse. La otra característica del escueto hotel era que no tenía ventanas, sino una hendidura casi a ras de techo, para la ventilación. La sensación de ahogo era notable. En los pasillos, numerosos carteles advertían qué hacer en caso de incendio, lo cual me provocaba puntuales pesadillas en las que me quedaba atrapado en el hotel sin ventanas.
Me han tocado cuchitriles de mala muerte, por necesidad, y suites de lujo, por casualidad. En la época universitaria, un Hostal de la Juventud me acogió en París, cuando todavía tenía las fuerzas y el poco dinero como para seguir una guía llamada “París a pie”, y la seguí estrictamente: no tomé ningún medio de transporte, y, en cinco días, seguí los itinerarios que me dejaban, al final del día, con las piernas temblando del agotamiento. Llevaba conmigo unas cajitas de queso barato, y me comía el queso con baguettes, uno de los pocos gastos que me podía permitir. De esa cuenta, conozco París muy bien. En cambio, una vez, en Venecia, fui invitado a una conferencia de gente rica, y me pagaron un hotel tan lujoso que no daban ganas de salir. En México, tantas veces en esa ciudad repleta de millones de personas y de millones de escarabajos con motor, aunque los hay sin motor. En una de esas, viajé con un amigo italiano, que se levantó temprano y encontró una cucaracha en el baño. Lo encontré, a la hora del desayuno, frente a la puerta de la dirección, listo para denunciar el terrible acontecimiento. “Te van a dar un premio”, le dije. “Encontrar una sola cucaracha es de campeonato”.
Gracioso el episodio de un hotel al que íbamos por tradición y nacionalidad: el hotel de los paisanos. Una vez, al final de un día de turismo, al entrar a la habitación vimos un ratón que corría como una saeta por el cuarto (la recámara, elegante dicción mexicana). Llamé a la recepción y denuncié el hecho. La señorita me contestó: “No se preocupe, dentro de un momento llega el especialista”. Cuando sonaron los toquidos a la puerta, imaginé que me encontraría con un desinfestador, máscara antigás en la cara y pulmones de acero en la espalda, con la espita del insecticida en la mano. Abrí y me encontré con un pequeño señor, de incontestable bigotito y gorra de béisbol, que llevaba en la mano una escoba. He aquí el instrumento del especialista, pensé. El señor correteó por la habitación detrás del roedor, y ganó el roedor. Se metió debajo de la cama y desapareció. El especialista hizo un gesto de derrota y yo acepté un extraño que me acompañaría por la noche.
Hay, en las alturas recónditas de San Lucas Tolimán, frente al lago de Atitlán, en Guatemala, un hotel sumergido en la vegetación, ahogado por el sol y la luz del altiplano, enrarecido por las nubes que bajan de la montaña y se posan sobre el suelo vestidas de neblina. Las diferentes tonalidades de verde de la vegetación: el verde claro de las plantas de hojas como espadas; el verde cerrado de los árboles que penden hacia el agua; el verde oscuro, casi azul de la montaña. Las habitaciones son espartanas, estoicas, ecológicas. No tienen televisión porque, si uno va al lago de Atitlán, sus ojos se llenan con las pupilas del agua. Los cayucos atraviesan de una orilla a otra, como pequeñas flechas que dejaran una estela fulminante y efímera. Después de haber visto lagos y volcanes y montes, después de haber visto tejidos audaces y perfectos, después de haber visto un horizonte en donde se asientan pequeños pueblos espolvoreados en las faldas del cuenco que contiene el lago, ver televisión sería arruinarse con bisutería los diamantes que se tienen en los ojos. Atitlán impone serenidad y reflexión, se va la mirada detrás del paisaje, y no se atiende a nada más que al pensamiento capturado por el momento intenso y sobrecogedor. Hay, en el hotel, un huerto ecológico, y un jardín de plantas medicinales. El hotel tiene el nombre del pueblo: Tolimán y su construcción sigue la arquitectura rural del país: muros bajos, espesos, y tejas para el techo, con paredes color yema de huevo, en contraste con el marrón oscuro de las columnas de madera del corredor. Por las noches, los ladridos de los perros y las conversaciones de los jóvenes, en la calle, van desapareciendo para dejar entrar al sueño, natural y relajante en esas tierras mágicas que invitan a la paz y a la serenidad.