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Créditos: Dante Liano
Tiempo de lectura: 5 minutos

Por Dante Liano 

Leo que el Congreso Internacional de Botánica, reunido en Madrid la semana pasada, ha decidido renombrar a más de doscientas especies, debido a que contienen, en su apelación científica, la palabra caffra, versión latina de “cafre”, que designa a los habitantes de Cafería, en Sudáfrica. Por mucho tiempo, “cafre” fue un adjetivo racista y todavía hoy el diccionario de la Real Academia Española nos dice que equivale a “bárbaro, bestia, animal, bruto, cruel, atroz, rudo, brusco, grosero, salvaje”. Para evitar la ofensa racial, los botánicos han realizado una operación de maquillaje, y le han quitado la “c” a tal insultante adjetivo, de modo que, de inmediato, todas las plantas cuyo nombre incluía caffra pasan a ser affra, es decir, “africanas”. La decisión de los botánicos ha hecho entrar en crisis a los taxonomistas, que desde hace tiempo están considerando cambiar de nombre a un escarabajo ciego denominado Anophtalmus hitleri, en honor de otro escarabajo alemán, y a una mariposa llamada Hypopta musolinii, volátil homenaje al dictador italiano. Todo ello es fruto de una actitud bastante reciente que tiende a aconsejar el uso de un lenguaje llamado “políticamente correcto”, es decir, tendiente a no ofender a nadie, principalmente a minorías o grupos tradicionalmente marginados (e insultados) dentro de sociedades fuertemente patriarcales. Me atrevo a sugerir una débil hipótesis: que el lenguaje “políticamente correcto”, antes de que se llamara así, había sido inventado por el pudoroso uso del idioma en los países latinoamericanos.

Es cosa sabida que, en América Latina, abundan los eufemismos. La cortesía imperante e hiperbólica de muchos países obliga a un uso del lenguaje extremadamente cuidadoso y comedido. La palabra tabú por excelencia es “madre”, y sobre este tabú, Octavio Paz escribió iluminadas páginas. Una pregunta común en la península ibérica: “¿Cómo está tu madre?”, sería ofensiva en la América Hispana, y de ofensiva podría tener, por lo menos, una respuesta verbal agresiva: “¡La tuya!”. Algo parecido cuenta (o inventa) Ángel Valbuena Prat respecto de las clases de bachillerato en Venezuela. Relata que, cuando el maestro alude, en la clase de Geografía, a la isla de Sumatra, los estudiantes invariablemente responden: “¡La sutra!”. Se prefiere decir “su mamá”, que por misteriosos motivos no ofende. Otro universal latinoamericano es el tabú para el verbo “coger”, de uso específico para las relaciones íntimas. En su lugar, “agarrar” que no suena mejor, pero aceptado en sociedad. La inocente “concha” que prolifera en las playas pacíficas adquiere un significado indecible en el Cono Sur, mientras que en Centroamérica alude simplemente a la valva de las almejas o es diminutivo de Concepción. No es tabú, para los peninsulares, nombrar aquella parte del cuerpo donde la espalda pierde su buen nombre, y, en cambio, es grosería en Hispanoamérica, sustituida por “el trasero” y en caso de consulta médica, “aquí atrás”.  Problemas hay con “prostituta”, en su versión coloquial, y muchos al señalar tal profesión como propia de la progenitora de alguno. En América Central, se usa “la gran chucha”, como eufemismo de otra expresión que ve protagonista una persona “de vida alegre”, y graciosa es la anécdota del embajador que quiso ser pudoroso en Chile, y exclamó, en medio de reunión oficial, “¡ah, la chucha!” para escándalo y vergüenza de los presentes, pues en aquel país austral es palabra horrible, sinónimo de la “concha” antes evocada. Para cerrar, y por paridad de género, las infinitas versiones para un órgano cuyo nombre estricto es “pene”, pero que da mucha pena llamar por su nombre. Úsanse metáforas, como “pájaro” o “pajarito”, o “paloma” y “palomita” y párele de contar, porque mucho y variado hay.

Todas estas divagaciones coinciden con la lectura de Le guerre per la lingua, (Las guerras por la lengua), de Edoardo Lombardi Vallauri (Einaudi, 2024), lingüista italiano que principia con una premisa importante: la lengua es un hecho político. “Desde siempre”, afirma Lombardi, “quien controla la lengua decide lo que pensará la gente”. A ello obedecen las batallas contemporáneas para decidir qué es correcto y qué es incorrecto en el uso del lenguaje. Los promotores de lo “políticamente correcto”, una suerte de extensión al idioma de la cancel culture, no solamente realizan una lucha ética, sino también una lucha de poder: obligar a la gente, al menos en los lugares públicos, a utilizar un léxico (y también una morfología) que esté de acuerdo con ciertos parámetros morales. La objeción de Lombardi (y el motivo de escritura del libro) es que no basta poseer una sólida ideología, sino que es indispensable una perfecta competencia lingüística, para no caer en errores, o, lo que es peor, en banalidades. Ello es importante en momentos en que se discute, por ejemplo, sobre el uso del género gramatical en combinación con el género sexual, que, se necesita recordarlo, no son la misma cosa. Aparte de que cambia de lengua a lengua. Es más fácil lo “políticamente correcto” en inglés, donde teacher se aplica a hombres y mujeres, mientras en español el género gramatical obliga a decir “maestro” y “maestra”.

Después de un primer capítulo en donde defiende el uso de préstamos lingüísticos del inglés al italiano (señala que antes que el inglés, fueron muy influyentes el francés y el español) Lombardi pasa a tratar la cuestión del género gramatical y su relación con lo correcto e incorrecto. La cuestión central está en que, cuando usamos el plural de un sustantivo que puede contener masculino y femenino (doctor, doctora) ese plural estará en masculino: señores doctores (que comprende también a las señoras doctoras). Tal la regla gramatical, contestada por la teoría de género. La cuestión, explica Lombardi, es que, en ese caso específico, el género masculino no se extiende al femenino, suprimiéndolo y oprimiéndolo, sino que se convierte en neutro. O sea: sabemos que, en gramática, las palabras no solamente tienen una colocación morfológica, sino que también una función. Es decir, funcionan “como”. Por ejemplo: el participio no funciona siempre como complemento del verbo: “ha perdido”, sino que también funciona como adjetivo: “un caso perdido”. La tesis de Lombardi es que el género masculino al plural, funciona como género neutro, y pierde su característica original de masculino. Cuando digo “los administradores”, y entiendo también a “las administradoras”, no uso el género masculino, sino un vocablo formalmente masculino pero que está funcionando como neutro. Lombardi propone una explicación para ello: el lenguaje, dice, tiende a la economía. Entre dos palabras, una larga y una corta, preferimos la corta, no por sabios ni por gusto, sino porque el lenguaje nos lleva naturalmente a ello. Entre dos categorías, elegimos la categoría más general y no usamos la más especializada. Afirma Lombardi: entre hombres y mujeres, las cualidades son iguales. Sin embargo, la categoría de las mujeres tiene una especificidad: la capacidad de generar a otro individuo. Esto la hace más especializada, menos general que la categoría de los hombres. Por economía, la lengua elige la categoría más general. Ello crea las condiciones para que el género gramatical masculino funcione como “género no marcado”. O dicho en términos tradicionales, como género “neutro”. No se trata, dice Lombardi, de una actitud de prepotencia machista, que busca imponer el patriarcado, sino de obedecer a una ley general de la lingüística. Es una tendencia semejante al hecho de que la “d” final, en español, es atenuada y no marcada, al punto que con frecuencia oímos “libertá”, “verdá”, “virtú”. Solo que nadie levanta polémicas sobre este último tema. “En síntesis”, dice Lombardi, “el uso de un género no marcado corresponde al modo de funcionar sistemático, generalizado y de por sí no ideológico de las estructuras lingüísticas (…) interpretarlo directamente como la presencia de una actitud machista inyectado en la lengua sería ingenuo, y derivaría de la ignorancia sobre el modo en que los idiomas se construyen (…).”  Con este ensayo de Lombardi Vallauri, parecería resuelta en modo técnico la cuestión del uso de los géneros en el léxico, pero, dado el ardimiento de la batalla lingüística y genérica, es plausible suponer réplicas y contrarréplicas, hasta el infinito. Lo que no se puede negar, es el interés y la importancia de la intervención de Lombardi.

*Publicado originalmente en el blog de Dante Liano 

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