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Periodismo de guerra

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Créditos: Dante Liano
Tiempo de lectura: 4 minutos

Por Dante Liano

Leo, con una cierta melancolía, la columna diaria de un periodista que profesa la sátira de las costumbres y opiniones ajenas. Se admira el periodista de que el renombrado profesor C., una luminaria en derecho internacional, y la doctora X, filósofa de excepción, hayan expresado análisis completamente opuestos al suyo. “¿Cómo es posible que personas tan encumbradas puedan pensar en modo tan diferente?”, se asombra. Y concluye: “¡Entonces, es imposible dialogar con ellos!” Refleja, el periodista, una tendencia bastante común en nuestros días: existe un solo modo justo de pensar sobre esta guerra. Todos los demás están equivocados. De igual parecer el director de un telenoticiero, quien, después de imágenes particularmente cruentas (una mujer madura contempla desde lejos el cadáver de su marido, y no tiene la posibilidad de acercarse ni de enterrarlo), exclama, con énfasis dramático y no sin cierta complacencia: “¡Reto a cualquiera a no saber quién tiene la razón y quién no la tiene en esta circunstancia!”

Robert Capa por Gerda Taro

Pareciera que los medios de prensa y, en particular, la televisión, demostraran una característica que, hasta ahora, solo los estudiosos y los expertos de comunicación han señalado. Prensa y televisión tienden a tratar cualquier tema en forma binaria. O es blanco o es negro. Con una actitud semejante a la de los fanáticos de un equipo de fútbol: todo lo que hace mi equipo está bien; los demás son enemigos. Da lo mismo leer un periódico que otro. Hace tiempo, los periodistas atribuían a Voltaire una frase que Voltaire nunca dijo: “no apruebo lo que dice, pero daría mi vida por defender su libertad de expresión”. Un ligero y momentáneo olvido ha caído sobre esa frase apócrifa. No creo que nadie esté dispuesto a dar la vida para que sus opositores dialécticos puedan expresar su opinión. La cuestión es que, sobre todo la televisión, no puede escapar a su propio esquema. La televisión es como un maravilloso globo de colores que encanta y maravilla: sin embargo, su destino es quedar en la superficie del agua; le está negada la profundidad.

La televisión está bien para la inauguración de los juegos olímpicos, para ver el circo, los bailes de variedades, los concursos canoros, los partidos de fútbol. Es un medio ideal para el espectáculo. Es, como dijo McLuhan, un espectáculo en sí. De modo que habría que acudir a la manida leyenda del rey Midas para explicarlo: todo lo que la televisión toca se convierte en espectáculo. Varios informadores se han convertido en especialistas de la conversión de hechos, muchas veces dolorosos y complicados, en shows televisivos de alta audiencia y que mantienen al espectador pegado a la pantalla. Uno de ellos se ha vuelto famoso porque hace construir modelos a escala de los apartamentos en donde han ocurrido crímenes famosos. No es que las casas tengan techo de vidrio: directamente no tienen techo. El televidente se convierte, como el protagonista de Rear Window, en un descarado y obsceno voyeur de las desgracias ajenas. Otro organiza transmisiones interminables con opinionistas expertos en todo, cuya seguridad en las afirmaciones es envidiable. Uno se pregunta a qué hora leen, a qué hora se informan, a qué hora se instruyen para construir sus opiniones. Banalidades, aproximaciones, afirmaciones perentorias, mientras caen las bombas sobre gente inerme.

Quizá la novedad, que no lo es tanta, es la irrupción de los llamados social media en la dinámica de la guerra. Facebook era una inocente plataforma en donde las clases medias del mundo se mostraban a la orilla de una piscina, cóctel en mano, para demostrar que no eran pobres y eran felices; hay quien usa Instagram para propinar al universo las imágenes de su vástago (¿se dirá “vástaga”?) mientras devuelve graciosamente la leche apenas bebida; Twitter, los pensamientos instantáneos de tirios y troyanos; Tik Tok, las payasadas de quienes no saben todavía decidir entre la infancia y la adolescencia. De pronto, los encontramos casco en testa y fusil en la mano, abanderados de una guerra que no es suya. La falta de control que caracteriza a estos medios ha hecho que máquinas de propaganda sapientemente adiestradas fabriquen fake news como si fueran bollos. Uno recibe, en Whats App, en Telegram, o en lo que sea, toneladas de videos fabricados con las más refinadas técnicas del retoque y hasta de la inteligencia artificial. Ponen de moda a Calderón: “En este mundo traidor/ nada es verdad ni mentira…”

Estamos sumergidos por la información de guerra, porque, aunque no nos hayamos dado cuenta, estamos en guerra. Por ahora, en pantuflas y mando a distancia en mano. Nadie nos garantiza que, en poco tiempo, la situación no escape de las manos de los poderosos y no nos veamos, también nosotros, buscando refugios subterráneos.

Sostengo que la única solución es la tratativa, el diálogo. Cuando se habla de diálogo, en general, se piensa en ponerse en el lugar del otro, se imaginan sus razones, sus pasiones, sus defectos. Y se parte de allí, de tratar de comprender a la persona con la que se está hablando. En el caso particular de esta guerra, no creo que haya espacio para tanto. Más bien, un juego de póker con jugadores armados hasta los dientes, que van a disparar al menor truco. Se trata de conceder lo que se puede, para obtener lo que se pueda. Hablar, negociar, recibir, dar, hasta que el acuerdo se logre. Nunca será un acuerdo completamente satisfactorio. Con toda probabilidad, se saldrá de la mesa de tratativas con la sensación de que alguien estafó al otro. Como cuando uno firma la hipoteca de la casa. Pero, lo más importante, bombas, cañones y ametralladoras habrán dejado de funcionar. Y los civiles, la pobre gente, los ancianos, los niños, las mujeres y los hombres habrán dejado de morir en modo insensato. Porque cualquier guerra es insensata. La experiencia y el tiempo me lo han enseñado.

*Publicado con autorización del autor

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