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La Guatemala más oscura: el exilio de Erika Aifán no es el final

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Créditos: Héctor Silva
Tiempo de lectura: 5 minutos

Por Héctor Silva Ávalos

La jueza Erika Aifán llegó a la capital de Estados Unidos la semana pasada. Sabía que eran muy pocas sus posibilidades de regresar a Guatemala. Ahí, en su país, los poderosos a los que ella investigó y contra los que ella resolvió desde su tribunal de alto riesgo quieren vengarse; las mafias quieren verla presa o, como ella misma sospecha desde hace tiempo, muerta.

Después de años de acoso de todo tipo, buena parte ideado y administrado en los últimos tiempos por el Ministerio Público de Consuelo Porras y el mismo Órgano Judicial de su país, Erika Aifán decidió que no había forma de seguir. “Estaba en riesgo mi vida”, le dijo al periódico digital salvadoreño El Faro horas antes de hacer pública su decisión de renunciar a su posición de jueza y a vivir en Guatemala.

Con Aifán, suman 22 los operadores de justicia de esta nación centroamericana que han tenido que salir al exilio para evitar persecuciones políticas, cárcel o atentados a sus vidas. Veintidós. Casi dos docenas. La mayoría vive ahora en Estados Unidos, pero también hay otros en Suecia, en El Salvador, y en México.

Casi todos los exiliados son mujeres y hombres que, una década atrás, decidieron que una Guatemala mejor era posible y que, desde sus posiciones como fiscales, investigadores o jueces, podían contribuir con una revolución pacífica que devolviera la dignidad a un sistema judicial mancillado y prostituido por las élites políticas y económicas que lo habían utilizado como su retrete particular.

Las circunstancias extraordinarias que hicieron posible la llegada de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) en 2007 también fueron el prólogo de la ascensión de este grupo de operadores de justicia a oficinas decisivas en el Ministerio Público y en las judicaturas guatemaltecas. No es este el espacio para analizar a profundidad las deudas y réditos de los años de la CICIG, pero sí para dejar sentado que, amparados en los espacios políticos e institucionales que abrió la llegada de la comisión, estos operadores de justicia tuvieron suficiente margen de maniobra para, de verdad y como nunca, investigar y procesar a los dueños del circo de la corrupción en Guatemala, y no solo a sus payasos.

La CICIG, está visto hoy, fue un paraguas, incluso un detonante si se quiere, pero los efectos más visibles y duraderos fueron posibles solo porque hubo jueces y fiscales guatemaltecos, quienes nunca gozaron de las protecciones que tuvieron los agentes internacionales de la comisión, que dejaron el pellejo para que Guatemala fuese, por ejemplo, el primer país de Latinoamérica que declaró, con sentencia judicial firme, que un dictador cometió genocidio; para que el país tuviese el valor y la oportunidad de sentar en un tribunal de justicia a los todopoderosos empresarios que siempre se rieron cuando alguien les habló de rendir cuentas; o para mirar a la cara al narcotráfico y explicarle que ellos tampoco eran intocables.

He podido hablar, en los últimos diez años, con media docena de esos operadores de justicia en Estados Unidos y en Guatemala. Diferentes en carácter, incluso en sus lecturas políticas, o en su forma de entender su oficio, en todas -la mayoría son mujeres- detecté dos rasgos comunes: su amor innegociable por Guatemala y sus convencimientos de que una democracia no puede funcionar si un interés político, gremial, o económico pretenden estar por encima de la ley.

Hay un tercer rasgo común. Son todas, a su manera, son gentes valientes.

La CICIG se fue, expulsada por el expresidente Jimmy Morales, cuya presidencia ha pasado a la historia con la triste marca de ser la que los poderosos de Guatemala ocuparon para asfixiar aquella revolución judicial que se había atrevido a meterlos a la cárcel.

Alejandro Giammattei tomó como su misión primera, interrumpida solo por la pandemia de COVID-19, la de dinamitar todo lo hecho durante los años de la CICIG y de revolución en el Ministerio Público y una parte de la judicatura guatemalteca. Es lo que algunos llaman la regresión autoritaria, pero que también, vista la saña con la que han perseguido a jueces como Erika Aifán, puede llamarse la gran venganza.

Morales y Giammattei, al final, son solo peones, movidos por la mano que siempre se ha servido con cuchara más grande, la de plata, en Guatemala, la del poder económico. Los empresarios corruptos, que tampoco son todos pero sí los más poderosos, los han usado a ambos como punta de lanza de la contrarrevolución judicial.

A Morales la CICIG lo investigó por financiamiento electoral ilícito. Cuando Giammattei llegó ya la comisión se había ido, pero los guatemaltecos que quedaron, siguieron investigando. Y fue así como Juan Francisco Sandoval, al frente de la Fiscalía Especial Contra la Impunidad (FECI), abrió un expediente al actual presidente por sospechas de que los mineros rusos lo habían sobornado. En la lógica de los dos mandatarios, el asunto era personal, y así se ensañaron contra quienes seguían atreviéndose, enterrada la molesta Comisión, a revolverles los asuntos oscuros.

Consuelo Porras, la fiscal general saliente, a la que el gobierno de Joe Biden en Washington llama corrupta y antidemocrática, ha sido para todos los efectos prácticos el martillo de empresarios, manejada por Morales y Giammattei. Es ella quien, no conforme con apartar a fiscales y jueces honestos de sus puestos, ha buscado criminalizarlos y destruirlos hasta la humillación, como me dijo Sandoval durante una entrevista en Estados Unidos.

A esto se ha enfrentado Erika Aifán, que hoy tiene que ir al exilio, acaso uno de los castigos más amargos a los que el poder puede someter a alguien molesto. Al exilio le rondan todos los días el olvido, la nostalgia, la impotencia y una amarga sensación de derrota inmerecida, injusta. Pero, entendida la valentía de gentes como Erika Aifán, a estos exilios también les ronda el afán permanente, tozudo, de no abandonar la idea de que algo mejor es posible para el país que se dejó. Como me dijo uno de los expatriados guatemaltecos: “no se termina la lucha, solo cambia de lugar”.

A lo largo de las dos décadas y media que llevo ejerciendo como periodista, muchos de esos años reportando y cubriendo la justicia de mi país, El Salvador, muy pocas veces me encontré allá con fiscales y jueces rectos -que los hay pero son los menos-. Siempre el poder político y el económico convirtieron a la mayoría de operadores salvadoreños de justicia en seres mojigatos en el mejor de los casos y en despiadados mastines del poder en los peores. En Guatemala vi algo diferente. Vi valor. Atisbos firmes de esperanza. A pesar de todo.

Pero hoy, en Guatemala, la oscuridad es profunda. El exilio de Erika Aifán no es el final. Ya los poderosos del país, los caciferos, los Giammattei, los Morales, las Porras saben que nada puede detenerlos, que está en su poder meter presas a fiscales e investigadoras, exiliar a juezas… ¿y qué? Van quedando solo un par de jueces de los que en su momento enfrentaron al poder y el Ministerio Público es, a estas alturas, una especie de despacho jurídico para las mafias.

Hay quien dice que la próxima elección de fiscal general es una oportunidad. No lo parece. La oscuridad es demasiada.

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