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Medio siglo de extractivismo en el país: apuntes históricos y políticos de su surgimiento (Primera parte)

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Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 11 minutos

Por Gilberto Morales

Julio Camey Herrera

El veintiséis de noviembre de 1970, cinco minutos después de las 15:00 horas, un automóvil BMW último modelo, sale casi al final de la 9ª calle y avenida Reforma, de la zona 9 de Ciudad de Guatemala, por el portón de la casa marcada con el número 9-76. Esta vivienda, conocida por muchas personas como “La casa del mundo”, porque en su exterior hay un globo de mosaicos de grandes proporciones donde se posa un ave. Visto desde afuera este “mundo” es una escultura que la distingue de las demás casas de ese elegante sector urbano y que en la representación popular le asigna el significado de la paz del globo terrestre.

En ese momento, un hombre vestido con una camisa blanca de mangas largas hasta las muñecas y un pantalón de gabardina caqui, tocado además con una gorra también blanca, que aguardaba desde media hora antes parado sobre la acera sur poniente de ese crucero atravesó la calle cambiándose a la acera de enfrente a paso normal, aunque al final tuvo que librar con un rápido par de pasos largos, a manera de saltos, a dos automóviles que llegaban entre el tráfico que atravesaba la avenida Reforma.

Al salir de la Casa del Mundo, el conductor del BMW se vio obligado, por el sentido obligatorio de la vía para la circulación de vehículos en ese lugar, a doblar a la derecha en dirección hacia el sur. Después de ocho días de andar detrás del vehículo, al hombre de la gorra blanca el carro no le podía resultar extraño. Antes de cambiar de acera, su posición en el terreno le hacía posible mantener contacto visual con la salida de La Casa del Mundo y, al mismo tiempo, con un vehículo deportivo de marca europea estacionado a la derecha más allá de la media cuadra, sobre la 10ª calle.

Desde este automóvil, otro hombre sentado en el lugar del conductor aguardaba mirando atento por el espejo retrovisor los hechos que ocurrirían de un momento a otro y, vio, efectivamente, al hombre de la gorra blanca cruzar la calle librando, por momentos, a trancos algunos vehículos. No había sido mucho tiempo de espera. Inmediatamente puso en marcha el motor del automóvil que ocupaba sentado al timón y advirtió a los hombres que lo acompañaban en su interior, el del asiento a la par de él y a uno más en el asiento trasero, con una sola y pequeña frase susurrada, ¡ya viene!, y esperó con seguridad muy lejos de cualquier sorpresa ver doblar a su espalda al esperado vehículo.

Muy cerca de la salida de la Casa del Mundo, a veinticuatro metros al sur, en la esquina de la 10ª calle y avenida Reforma, el BMW cruza de nuevo a la derecha hacia el poniente y es en ese momento palmariamente visible para el chofer el reflejo de la imagen del vehículo en el pequeño rectángulo de su espejo. No había duda, era el mismo que venían observando desde días anteriores. Después de continuados y discretos contactos visuales durante no menos de una semana, se le había hecho familiar. El objetivo de esa vigilancia había sido establecer la rutina de su habitual conductor, un hombre de mediana edad que siempre vestía traje y corbata y de quien se decía ser un licenciado de la Universidad.

Con el motor en marcha y con algún grado de controlada tensión interna, sin dejar de ver por la superficie reflejante la imagen del carro que se acercaba a baja velocidad hacia el poniente, lo dejó pasar y discretamente se colocó atrás, a la izquierda, confundido entre los demás vehículos que en ese momento hacían alto en el final de esa calle. El personaje observado llega con anterioridad a su casa del 9-76, supuestamente al almuerzo familiar, es a finales de noviembre, los días resultan fríos, el cielo es radiante con los vientos fuertes propios de la época.

Al llegar a la avenida, otra vez el BMW vuelve a doblar a la derecha, hacia el norte, en dirección al Centro Histórico de la ciudad, después de detenerse, apenas lo suficiente, para ver si tenía espacio y tiempo para girar hacia en la 7ª avenida. Esta maniobra fue seguida de la misma desapercibida forma por el vehículo anteriormente estacionado en la mitad de la calle que había iniciado su seguimiento.

Es un día viernes, pocos minutos antes de las 15:20 de la tarde. El movimiento vehicular sobre la 7ª avenida de la zona 9 avanza con una velocidad moderada hacia el norte, el carro europeo a la caza del conductor del BMW se mantiene atrás por momentos cautamente, dejando varios carros entre su presa y él. Una pequeña parte del tiempo del trayecto se sitúan a su lado, con esto le dan “normalidad” a la circunstancia y pueden observar plenamente a su objetivo que parece ir más ocupado en el pensamiento de sus propios asuntos profesionales e íntimos –indescifrables-, que a los sucesos ominosos en ese momento a su alrededor mientras se conduce hacia su bufete en el Centro Histórico, en la zona 1.

Ruedan de esa manera, casi un kilómetro, de la 10ª a la 1ª calle. En la segunda calle los dos vehículos pasan debajo del amplio arco que abren las bases que sostienen la torre del Reformador. La misión del perseguidor es anticiparse a los movimientos del BMW y antes de terminar el recorrido de esas diez cuadras, a unos cincuenta metros antes del semáforo de la 1ª calle sobre la misma avenida, cuando este da luz roja para detener el tráfico, el automóvil deportivo de marca europea lo rebasa y se detiene adelante, obedeciendo al alto de la luz roja y al mismo tiempo bloqueando su paso.

El hombre hasta ahora sentado atrás del conductor en el asiento trasero, baja del automóvil persecutor por la portezuela de su lado y se dirige hacia el lugar que ocupa el conductor del BMW. A continuación descarga sobre él una nutrida salva de tiros con su pistola de mano a través del vidrio de la ventanilla izquierda, con ocho impactos logró su asesino el objetivo final de esa persecución, segar una vida útil y productiva.

El coronel Virgilio Villagrán Bracamonte, en su calidad de vocero del Ejército Nacional de Guatemala, declaró unas horas después del asesinato por medio de un comunicado oficial de la Oficina de Relaciones Públicas de esa institución, entre muchas otras cosas, que buscaban justificar la muerte de este egregio personaje, que “el trágico hecho será investigado exhaustivamente”.

Al día siguiente, el 27 de noviembre de 1970, en las páginas interiores de Prensa Libre y las de El Gráfico titulan: “Murió Julio Camey Herrera” y de manera más destacada el impacto da la noticia en su primera plana.

Alfonso Bauer Paiz

Cuatro días después, otro destacado personaje del mundo de la academia y del ejercicio del derecho, Alfonso Bauer Paiz, sufrió un atentado que nos relata en sus memorias, dice un poco más o poco menos así: “Ese día desde la puerta del Congreso de la República, hasta la puerta de la facultad de Derecho, un oreja me gritó, ¡ya vas a ver lo que te va a pasar! y a dos orejas más presentes en el lugar les dijo, ¡conózcanlo! El incidente me molestó y no me permitió atender completamente bien a una monja belga interesada en conocer sobre la vida política del país”.

Años más tarde, Alfonso haciendo remembranza le contó a su compañera de vida que en ese momento se achicopaló y se recriminaba no haber agarrado el toro por los cuernos yendo a reclamar y averiguar el nombre de los orejas. Sin embargo, con todas las ocupaciones propias de un docente e investigador universitario como él y en ejercicio de su profesión de abogado, desarrolladas durante la jornada laboral diaria, el desagradable incidente con los orejas del Congreso pasó a un segundo orden de conciencia.

Y continúa en sus memorias: “Por la noche a las siete de ese mismo día me habían invitado a tomar unas copas en la “Colonia China”, a la vuelta de la facultad de Derecho, en ocasión de la graduación del hijo de un colega cercano. El toque de queda, porque había estado de sitio, estaba fijado para las 9 de la noche, cuando vi que ya era hora prudente me retiré por la décima avenida. Mi carro estaba estacionado sobre esa misma avenida cerca de la quinta calle, a inmediaciones de allí también estaba mi bufete en el pasaje Savoy. Cuando iba en busca del vehículo, sobre la avenida mencionada y ya por el callejón del Conejo, veo a unos veinticinco metros a cinco hombres que vienen corriendo hacia mí.

Vi mí carro muy próximo y corrí, logré entrar en él, pero el nerviosismo no me dejó encenderlo. Dos de los verdugos se pusieron adelante del vehículo y dos atrás, mientras el quinto –feo, chaparro y rollizo-, blandiendo una escuadra me gritaba que saliera del carro. En conocimiento de la forma de operar de la represión, secuestrar-torturar-asesinar, hice resistencia como pude, me tiré hacia atrás descargando todo mi peso sobre el asiento, mientras trataba de desviar a patadas la mano armada del sicario y con ello la dirección de los disparos. Me dejaron por muerto. Los bolos consuetudinarios del lugar seguían chupando y se contentaban con ver de lejos. La imagen espectral de una mujer que observaba los hechos desde una ventana permaneció allí todo el tiempo y parecía no entender mi situación, soy Alfonso Bauer Paiz y me estoy desangrando le había dicho desde el principio y seguía imperturbable”.

“Luego recibí el apoyo de dos conocidos míos que vivían cerca y fui asistido con primeros auxilios por un médico que tenía su consultorio-vivienda en las proximidades al lugar del atentado. A unos cinco minutos antes de vencerse el plazo para el toque de queda una ambulancia me condujo hasta el hospital de la Seguridad Social”.

De acuerdo con su compañera de vida, fueron cinco heridas de bala las que le ocasionaron los esbirros, en la clavícula, en una pierna –cerca de la femoral-, en un tobillo, otra en una rótula y un quinto más, indeterminable a estas fechas pero seguramente en ese momento en la integridad corporal de Poncho.

Y concluye Bauer Paiz: “Los tiempos de la represión eran tales que algún tiempo después, en el IGSS, durante mí hospitalización fui trasladado a un pabellón más seguro como medida de protección al haber detectado un escalamiento a las terrazas de ese centro médico, que hacían suponer un intento de rematarme. Su recuperación duró cinco meses”.

Adolfo Mijangos López

Quedó hemipléjico a consecuencia de un accidente sufrido cuando estudiaba su doctorado en derecho en la Universidad de París, por tal razón se vio posteriormente obligado a usar durante las horas de su día laboral una silla de ruedas. Esta jornada era larga por su condición de diputado al Congreso de la República, de docente universitario, por el ejercicio privado de su profesión como abogado y, además, por su involucramiento responsable en los problemas nacionales a través de su militancia en el todavía proyecto de partido político Unidad Revolucionaria Democrática (URD). Era su vida, una vida activa, fructífera e intensa.

En el momento en el que abandonaba el edificio donde se encontraba su bufete, en la esquina de la 4ª avenida y 9ª calle de la zona 1, y en el momento también en el que su piloto intentaba ayudarlo a ingresar a su vehículo por la ya mencionada discapacidad, dos hombres de reconocida indumentaria lo atacaron a balazos por la espalda, produciéndole la muerte sobre la acera de la avenida en la ya ubicada esquina, con 12 impactos de bala.

El diario Prensa Libre en su edición del 14 de enero de 1971 informa que el día anterior, 13 de enero del mismo año, a las 18:45 había sido asesinado el abogado Adolfo Mijangos López, al salir del edificio Horizontal situado en la 4ª avenida y 9ª calle esquina.

De nuevo y como síntoma importante de aquellos duros tiempos, la Secretaría de Relaciones Públicas del Ejército informó por medio de un comunicado emitido a las 23:00 horas del mismo día sobre el asesinato, después de casi cinco horas del hecho, en los siguientes términos: fallece trágicamente el Dr. en Derecho, Adolfo Mijangos López. El diputado al Congreso de la República y catedrático de la Universidad de San Carlos, fue asesinado hoy y lamenta (el gobierno militar a través del vocero del Ejército), el cobarde hecho.

De manera evidente, como un síntoma de los tiempos, era el vocero del Ejército quien daba el informe de este y de cualquier otro caso similar y no la secretaría de información de la presidencia, como demostración de quién representaba realmente de manera institucional el poder.

La velación fue en el Salón Mayor de la Facultad de Derecho, ubicado sobre la 10ª calle y 9ª avenida, con guardias de cuerpo presente de las más altas autoridades universitarias. La muerte del académico Julio Camey Herrera había sido ya un hecho doloroso y una afrenta a la Universidad, además de conmover a la opinión pública. El hecho agravado es una afrenta mayor, si cabe pensarlo así, por la condición física descrita del Dr. Mijangos. Este gozaba del profundo respeto y de la admiración de sus compañeros de trabajo, de sus colegas, estudiantes y de sus correligionarios en su organización política, por sus méritos personales, por su calidad intelectual, así como por ser un universitario destacado. Su asesinato produjo repulsa generalizada.

Al día siguiente de su muerte un docente de esa misma escuela de Derecho, Carlos Guzmán Böckler, en el velatorio del cuerpo en esa misma Facultad hizo uso de la pileta ubicada en el centro del patio de ese lugar de estudios como una tribuna, en donde parado en el borde de la misma, de manera indignada y valiente, si se considera el terror situado en lo más profundo del alma de los guatemaltecos, así como de la presencia de los esbirros solapados infiltrados como estudiantes universitarios al acecho de víctimas propiciatorias mediante su denuncia traidora, pero esa vez la indignación fue mayor que el miedo y el terror y lanzó en un discurso fúnebre de cuerpo presente una dura invectiva en contra de los asesinos intelectuales que, aunque ocultos tras el manto de la clandestinidad y protegidos por el poder, eran identificados por la generalidad de la población.

El doctor Mijangos fue asesinado por la espalda con una sucesión de 12 tiros de una pistola de mano. Todas las muertes son dolorosas, no obstante, hay formas y modos de morir que agravan y ensombrecen todavía más ese evento. La circunstancia de la indefensión obligada por su situación física no impidió la brutalidad, además se le asesina con disparos sañudamente repetidos como muestra de que la represión no se detendría ante ese tipo de especulaciones éticas, pero además se le dispara por la espalda para mayor alevosía.

El mensaje que enviaban los jefes de los matones era claro, una amenazante advertencia a los que se oponían a los intereses del régimen y a los intereses de las empresas transnacionales para que cambiaran su actitud y, especialmente, sus ejecutorias.

La forma y el modo de ese asesinato eran para que la gente común internalizara la brutalidad de los cuerpos represivos clandestinos gubernamentales y como consecuencia se inhibiera por la vía del terror de cualquier tipo de participación política. Era un acto de amedrentamiento por la descarnada vía del asesinato de un ilustre universitario, realizado además públicamente.

El evento del 13 de enero fue la culminación de una serie de provocaciones y amenazas sufridas por el doctor Mijangos. El mes anterior, en diciembre le había sido enviada una corona mortuoria con una nota, donde se le decía que esa navidad sería la última que viviría y pasaban al insulto procaz. Los matones con sombrero de palma, pantalones vaqueros, botas tejanas y con una leve camisa que hacía más ostensible una escuadra en la cintura, como cuenta el doctor García Laguardia, en tanto era su socio en el bufete de ambos, que estos se pasaban horas en la entrada del edificio en donde se ubicaba ese despacho, songueaban y hacían comentarios con sorna sobre su futura víctima. La presencia de los matones en la puerta del edificio era un acto de provocación y amenaza con intenciones de intimidarlos y al mismo tiempo les servía para controlar los desplazamientos de su futura víctima.

Los tres asesinos materiales sin miramientos morales, sin asomo de duda, fría y profesionalmente, dispararon repetidamente sobre el político y académico en el momento en el que esperaba la ayuda de su chofer para abordar su carro. Así fue asesinado por doce tiros de arma de fuego por la espalda, Adolfo Mijangos López.

Su madre, Berta López de Cáceres y dos acompañantes solidarias, iniciaron una protesta por el hecho y por demanda de justicia. Se manifestaron haciendo presencia en el Parque Central, hubo funcionarios de gobierno que las calificaron de locas y como presión para que detuvieran su protesta una de ellas fue amenazada con asesinar a su hijo, un joven universitario.

Rafael Piedrasanta Arandi

Después de estos trágicos eventos el licenciado Rafael Piedrasanta Arandi permaneció unos meses más en el país, tiempo en el que recibió múltiples amenazas de muerte hasta librar con bien un intento de secuestro en su contra realizado en el barrio San Pedrito, en la zona 5 de la ciudad capital, muy cerca del lugar donde vivía. Por este extremo y por el alto nivel represivo del gobierno militar que se había puesto más cercanamente de manifiesto con los asesinatos y el atentado de los profesionales aludidos con anterioridad y por el clima general de inseguridad, pidió refugio en México y abandonó el país el 8 de mayo de ese mismo fatídico año. Posteriormente, Piedrasanta se refugió en Costa Rica y permaneció en ese país durante un tiempo hasta su regreso a Guatemala, donde continuó con su labor de docente y crítico de las políticas gubernamentales. 

Referencias:

Fuentes testimoniales:

Aquiles Linares Morales, Miriam Colóm, María Eugenia Mijángos, Ángel Sánchez, Jorge Mario García Laguardia, Mario Luján, Carlos Guillermo Herrera, Tekún Umán Piedrasanta,

Hemerográficas: Prensa Libre, El Impacto, La Hora,

Bibliográficas:

Alfonso Bauer Paiz; Iván Carpio Alfaro. (1996) Guatemala, Centro América: Rusticatio Ediciones.

Comisión para el Esclarecimiento Histórico. (1999). Guatemala Memoria del Silencio.  XII tomos. UNOPS, Guatemala.

Michael McClintock. (1985)The American Connection: State Terror and Popular Resistance in Guatemala, Volume 2, Zed Books, Londres

Instituto de Investigación Económicas y Sociales. Revista Economía N° 50 octubre/noviembre 1976. USAC.

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