Por Dante Liano
El domingo 7 de junio de 2020, el señor Domingo Choc dormía en el corredor de una casa en la Aldea Chimay, San Luis Petén (Guatemala). Había reposado allí, en la casa de un pariente, porque lo había sorprendido la noche. Choc no era una persona cualquiera. Era un Aj Q’ij, palabra maya de difícil traducción. La más fácil sería “sacerdote”, pero la equiparación con una categoría católica es irrespetuosa para ambas culturas. Peor es “chamán”, que sabe a casco de explorador y vestido caqui. Los mayas prefieren traducir al español este término como “guía espiritual”. Una persona que ha dedicado su vida al refinamiento de su sabiduría en el ámbito de la propia cultura y al cual los demás acuden en la necesidad. El Aj Q’ij aconseja, escucha, organiza ceremonias rituales, sabe los secretos de la ancestral conciencia de los mayas. Choc también era ajilonel, que una pobre traducción diría “médico herborista”, o también “científico investigador de los poderes curativos de las plantas”. Conocía profundamente la botánica de su región y colaboraba con varias universidades nacionales y extranjeras.
En la madrugada, Choc fue sorprendido en el sueño por un grupo de cuatro personas, de su misma etnia, pero que habían dejado la religión de los mayas para convertirse a otra. Esas cuatro personas habían absorbido el colonialismo cultural de la religión foránea y lo habían convertido en superstición. Por un movimiento natural que busca siempre culpables cuando se pierde a un ser querido, acusaban a Choc de haber hecho “brujería” al padre que acababan de perder. Lo apresaron, lo golpearon, le rociaron gasolina y lo quemaron vivo. Cuando llegó la policía, no había nada que hacer.
La crónica judicial hablará de los nombres de los cuatro asesinos, del proceso que se les seguirá, de la sentencia que recibirán según el orden judicial del país. No me interesa hablar de los aspectos específicos de este crimen. Me interesa recordar sus orígenes. Lo que los homicidas llaman “brujería” es parte de la visión del mundo que los habitantes de América poseían antes de la llegada de los europeos. Existían Aj Q’ij y Ajilonel, y recibían el respeto debido, por sus cualidades religiosas, científicas y morales. Los europeos llamaban “filósofos”, “científicos”, “médicos” a sus Aj Q’ij. Cuando llegaron a América, redujeron a “brujería” la misma actividad, si esta era ejercida por los pueblos originarios.
No era casual y sería reductivo hablar de malas intenciones. La empresa colonial partía de una distinción entre los seres humanos. En el siglo XVI, los europeos decidieron que eran “blancos”, y atribuyeron otros colores a quienes no eran europeos. “Blanco” fue sinónimo de superioridad. Cualquier otro color estaba manchado de inferioridad. Era la necesidad de justificar ideológicamente la esclavitud a la que serían sometidos los seres humanos “de color”. Era la necesidad de justificar ideológicamente la explotación sin misericordia a la que serían sometidos quienes no fueran blancos. Pronto, “blanco” fue una raza, y la categorización fue autorizada por la mejor tradición filosófica occidental. Todo el andamiaje de la modernidad se sostiene en el racismo. Le es consustancial. Naciones enteras fueron construidas sobre el racismo: la idea misma de nación tiene su base allí. De modo que el señor Domingo Choc no murió por la ignorancia, la superstición o la maldad. Murió porque el racismo quiere que los mayas sean “brujos”, y por tanto, dignos de la hoguera, mientras los blancos son médicos, y por tanto, dignos de homenajes y consideración. El señor Domingo Choc no murió por el fanatismo religioso de sus asesinos. Murió de racismo.
*Tomado del blog del escritor guatemalteco radicado en Italia.