Por David Toro
Los garífunas también migran…
Livingston, un municipio contrastante con los vecinos del departamento caribeño de Izabal, mientras la capital departamental, Puerto Barrios, es una de las ciudades más violentas del país, en la Buga “Boca del Golfo”, se respira tranquilidad y el ambiente está envuelto por la energía de sus habitantes.
Los garífunas se asentaron en el caribe centroamericano desde el 26 de noviembre de 1802, después de que los ingleses, como estrategia para tener el control de la isla de San Vicente ubicada en el mar caribe, los obligaron a naufragar en el océano atlántico. Los garífunas son un grupo que se originó del mestizaje entre pueblos africanos que habían llegado como esclavos de ingleses y el pueblo Arahuaco que estaba establecido en la isla de San Vicente.
Actualmente, para los garífunas la frontera entre Belice, Honduras y Guatemala no existe, porque constantemente se movilizan de un pueblo a otro, principalmente para reunirse con sus familiares. En la historia del pueblo garífuna tienen una larga historia de migración. Una de ellas es la migración hacia Estados Unidos que tiene al menos 60 años de existencia. Según locales de Livingston todo inició cuando en la década de 1950 empresarios norteamericanos en busca de mano de obra calificada ofrecían trabajo en fábricas, construcción y pesca, con visa incluida, hecho que abrió brecha para las generaciones siguientes y sus resultados son visibles actualmente en las casas, la ropa, el idioma y las costumbres.
Un Garífuna mojado
“Yo me fui de mojado”, dice Julio Arzú, un risueño hombre con muchas historias por contar a sus 57 años, más de 1.80 metros de altura, una figura delgada con Dreadlocks que le llegan hasta la cintura y que lo hacen inconfundible cuando camina con su acostumbrado ritmo relajado en las calles de Livingston, lugar al que volvió en 2017, luego de haber vivido 32 años, o lo que bien puede ser más de la mitad de su vida, en una jungla de asfalto llamada el Bronx, un frío distrito, al norte del estado de Nueva York, estigmatizado por el mundo de la violencia y las drogas, ubicado a más de 5 mil kilómetros de distancia del hogar de Julio.
Como si hubiese sido ayer, Julio, recuerda cuando tomó su mochila la madrugada de un domingo de marzo de 1984, a los veintitantos años, con dos hijos y uno en camino. Se había quedado sin empleo, desde 1979 hasta ese entonces fue promotor de educación para el Estado. Sin papeles y con oportunidades casi nulas en Livingston decidió seguir los pasos de su hermano mayor y bregar por un futuro en Nueva York, con la promesa de volver pronto por su esposa y sus hijos.
Tomó un vuelo de Guatemala a Ciudad de México, de ahí uno más hacia el estado fronterizo de Tijuana, siguiendo las instrucciones de un coyote de nombre Simón, quien hizo las veces de un guía de viaje, que se contrata para cruzar a Estados Unidos, normalmente son parte de redes de tráfico de migrantes. Junto a un grupo de migrantes, Julio esperó que cayera la noche para cruzar el desierto de Baja California; durante el trayecto la migra los agarró, pero corrió con suerte, esa misma noche tras un pequeño interrogatorio de la migra, quienes le insistieron si tenía familia en Estados Unidos y Julio contestaba que no, para evitar que los agentes intentaran sacar provecho de su detención, lo subieron a un bus junto a dos migrantes más los llevaron al centro de Los Ángeles donde fueron liberados y de inmediato se puso en contacto con el coyote para que llegara por él.
Si hubiera intentado migrar en 2019 las condiciones serían distintas. En su intento de llegar a territorio mexicano se hubiera topado con los miles de efectivos de la Guardia Nacional (GN) que el presidente mexicano Manuel López Obrador desplegó en la ruta migratoria. En el peor de los casos, también hubiese tenido de frente el obstáculo más temible en la actualidad, grupos del crimen organizado como Los Zetas o el Cartel del Golfo, quienes ahora figuran como los verdaderos dueños de las rutas de migrantes.
De llegar a Estados Unidos el trato de la Patrulla Fronteriza no hubiera sido el mismo. Si hubiera alcanzado a cruzar la frontera entre México y Estados Unidos, e interceptado por agentes de inmigración habría sido encerrado en un centro de detención y luego a cargar con la cruz de la deportación. Eran otros tiempos, la migración no era un tema de seguridad nacional para Estados Unidos, como lo es desde 2001, luego de la caída de las torres gemelas y se intensificó aún más con el actual presidente Donald Trump quien fijó a los migrantes como “una amenaza” a la seguridad del país, incluyendo la migración en una lista negra de amenazas en marzo de 2018, y que en 2019 amenazó a Guatemala, El Salvador, Honduras y México para firmar convenios que endurecieran la seguridad fronteriza, imposibilitar el acceso al asilo y mantener su frontera despejada.
“Si aceptas al malvado, no te hará daño te cuida y te respeta”
Julio llegó al Bronx al final del invierno de 1984. Lo primero que vio era muy diferente a las bellezas de las que todos los migrantes en Livingston le habían contado. Distinto a lo que había visto en revistas y en la televisión. Se topó cara a cara con la realidad más cruda de Norteamérica. “El edificio donde vivía mi hermano era el único en pie de todo el sector, por la ventana yo miraba cómo se quemaban otras casas (…) la gente no entiende lo que uno vive cuando está allá”.
Entre las décadas de 1970 y 1980 el Bronx se convirtió en un infierno. La crisis económica y la desigualdad llevó a la gente a quemar sus casas para cobrar el seguro. Esta recesión fue provocada por la decisión del presidente Richard Nixon en 1971 de anular la convertibilidad del oro a dólar y por la famosa crisis del petróleo de 1973, propiciada por los países del golfo pérsico que iniciaron a exportar petróleo a países occidentales ocasionando una desmedida inflación y la paralización de la economía de Estados Unidos.
Con solo 48 horas en el Bronx, consiguió trabajo manejando una plancha industrial en una fábrica de ropa para mujer. Julio volvía cada noche a su edificio, en la puerta distribuidores de drogas, personas armadas, “parecía que la ley no servía para nada, había mucha maldad, pero si aceptas al malo en lugar de juzgarlo, no te hará daño, te cuida”.
Julio al igual que otros migrantes garífunas de su época, tenían varias ventajas sobre los migrantes mestizos e indígenas, el primero, por contraproducente que parezca, era el color de piel “por ser negro pasaba desapercibido, nunca fui molestado por agentes de migración”. Además, la cercanía con Belice y una niñez rodeado por muchos vecinos que dominaban el inglés hicieron que no tuviera problema para adoptar el idioma.
A los cuatro meses de haber llegado había ahorrado $4 mil, ganaba $159 semanales, es decir que lo ahorraba casi todo, con disciplina y fiel a la promesa de volver por su familia, se las arreglaba para sobrevivir con $20 semanales. En noviembre de 1984, logró llevar a su esposa consigo, pero no fue hasta en 1992 cuando logró la residencia que pudo llevar consigo a sus hijos.
Durante tres décadas en el Bronx Julio pasó por muchos trabajos, desde planchador, guardia de seguridad, reciclador, cuidador de salud, fisioterapista y educador de personas con discapacidad mental. Creó toda una vida y expandió su red familiar en Estados Unidos. En 2007 se hizo ciudadano americano. Con el paso de los años, se dio cuenta que ya no tenía motivos para seguir en el Bronx, sus hijos ya eran mayores de edad, dos de ellos marines del ejército norteamericano, todos con estudios y valiéndose por ellos mismos, “ya había cumplido mi objetivo y no tenía motivos para estar allí y por eso planifique mi regreso a casa”.
Volver a casa
Julio es uno de los migrantes garífunas que encontró condiciones materiales favorables que le permitieron volver a casa. Cuando regresó en 2017, tenía en mente no trabajar más, ya lo había hecho durante muchos años, pero junto a su hermano, que volvió en 2005, decidieron aprovechar las tres caballerías de tierra que heredaron de un abuelo en las montañas de Livingston. Con los ahorros de Estados Unidos, iniciaron una granja, donde cultivan varias especies de frutas, entre ellas cocos de agua, coco de aceite, yuca, plátanos y bananos. Volviendo a sus raíces, imitando los pasos de sus antepasados que trazaron los primeros surcos agrícolas, forjando un nuevo inicio luego de haber sido despojados de su territorio en la isla de San Vicente por los británicos.
La idea de Julio con la granja frutal trasciende la idea de un negocio familiar, le apuesta a volver de esta plantación una cooperativa comunitaria, dos migrantes que están en Estados Unidos ya invierten en la siembra y aunque aún no ganan mucho, Julio se toma las cosas con calma y espera con paciencia los frutos futuros.
Pero en Livingston no todo es color de rosa, Julio crítico con su pueblo y no tiene inconveniente en mostrar sus flaquezas, por ejemplo, las remesas y la migración garífuna que si bien son un gran aliciente para una población marginada por el Estado, también han tenido un efecto negativo, “nuestros jóvenes se han acomodado y vuelto muy consumistas, los acostumbramos a depender de las remesas”.
La mayoría de los negocios en la zona urbana de Livingston son propiedad de indígenas y mestizos, el ejemplo más claro se nota a los pocos segundos al arribar al municipio, los mototaxis “tuc tuc”, son conducidos, en su mayoría, por conductores indígenas, tiendas de abarrotes, farmacias, comedores, son propiedad de personas originarias de Totonicapán, Quiché y otras partes del altiplano que han optado por migrar y aprovechar el comercio del caribe.
Mientras tanto Julio disfruta de su retorno, de sus amigos, su familia y de los callejones que lo vieron crecer, basta caminar una cuadra con él para notar lo popular que es en el pueblo, su historia es el ejemplo de lo que las políticas migratorias y los Estados no entienden o simplemente se niegan a ver, las personas migran para darle un mejor futuro a su familia, se exponen a peligros inimaginables, a climas extremos y trabajos que nadie quiere hacer y si por ellos fuera no dejarían su hogar para buscar oportunidades, poder volver como un migrante que alcanzo lo que se propuso, es abrir una puerta, aportar un grano importante para las futuras generaciones de su lugar de origen.