29 de mayo del 2019
Nací y crecí en Petén. Vengo de una familia de clase media. Mi padre nos contaba de los grandes esfuerzos que tuvo que hacer para estudiar, muchas veces contra la voluntad de su familia que decían que eso no servia para nada. Toda su vida fue becado, no existía otra opción para él, no habia dinero para que saliera de su pueblo a estudiar los básicos y menos aún el diversificado. Cuántas veces escuché la historia del domingo que tuvo que caminar desde la Terminal hasta Bárcenas para llegar a la ENCA porque no tenía los 10 centavos del pasaje.
Mi papá conoció a mi mamá en el comedor de mi abuela materna, en Puerto Barrios. Al terminar sus estudios lo contrató Bandesa y lo mandó a Puerto Barrios. Luego lo trasladaron a Petén y allá fundaron nuestra familia. Vivimos algunos años en la ciudad pero no fueron significativos en mi vida porque era yo muy pequeño y aparte de los juegos, poco recuerdo.
De vuelta en Petén estudié en escuelas públicas y en colegitos de pueblo. Viví buena parte del conflicto interno armado en carne propia, recuerdo como algunas veces nos despertaban mis papás con un beso a las 4 de la mañana porque mi papá se iba a trabajar a su parcela y no sabía si volvería. Claro, nunca nos lo dijeron. Tengo presentes varios incidentes desagradables que tuvimos tanto con el ejército como con la guerrilla, aunque a quien más miedo le teníamos todos era al ejército. Pasar por el destacamento militar del Subín era cosa de miedo y silencio, estaba en la ruta hacia la casa de mi tío más cercano y de la parcela de mi papá.
Siempre estuve relacionado con el trabajo de la tierra, con los animales de campo y con los campesinos que trabajaban con mi papá y con mi tío. Aún sonrío cuando me llega el olor a vaca detrás de un camión. No me gusta montar caballo por placer, porque me enseñaron que había que cuidarlos y dejarlos descansar porque ellos nos ayudaban a trabajar.
Entre mis 9 y 15 años ví muchos animales salvajes en su hábitat: jaguares, una pantera, coches de monte, venados, serpientes, monos, aves hermosas y cocodrilos, entre otros. Aprendí que ellos vivían en su casa y que éramos nosotros los que llegábamos a invadir su espacio, por lo que había que tratarlos con respeto. Por ahí me nació la conciencia ecológica y oyendo hablar a los campesinos de las bondades de la selva y de su magia. Nunca como ahora tengo presente las palabras de uno niño campesino que cuando le dije que la hora y media que caminaba entre la selva para llegar a la parcela de mi papá me daba mucho miedo: “Solo mirá tu camino, si mirás para los lados la montaña te embruja y te pierde”, me dijo. Ya algo grande entendí que era una lección de vida: fijarse objetivos y cumplirlos, no hay que perder el tiempo poniendo atención en el ruido de alrededor. En esas tonterías que te embrujan y te roban vida.
En la escuela yo no encabaja muy bien por muchas razones. Decían que venía de la Capital y eso le generaba una ganita de probarme a los bullies. Recuerdo que la mayoría de mis compañeros eran de escasos recursos, sus ropas y zapatos desgastados lo evidenciaban. Tengo presente el día que cambié mis Nike por unos Bracos de carritos. Eran los más populares entre mis compañeros y yo queria encajar en el grupo.
En mi casa siempre vivió alguien que no pertenecía a la familia. Recuerdo a tres o cuatro primos que no le encontraban rumbo a la vida y a quienes mis papás trataba de ayudar, a Ricardo (un niño huerfáno que mi papá conoció en su trabajo en Raxruhá y que llevó a la casa a vivir con nosotros para enseñarle un oficio, a Mirna (hermana de unos conocidos de la familia que vino de su aldea para estudiar el diversificado), a Glendy (hija de uno de los empleados de la parcela que creció con mi hermana). Mis padres conocían la pobreza y la falta de oportunidades y por eso ayudaban a quien podía, sin esperar nunca nada a cambio. Con eso nos daban lecciones y marcaban nuestra vida de forma que en ese momento no entendíamos.
Como reacción al rechazo que viví, tuve una etapa de rebeldía y de burla hacia muchas de las cosas que ahora defiendo, como el derecho de las personas a expresarse en su propio idioma.
A los 17 años me mudé a la Capital a estudiar derecho en la Landivar, en Petén no existía la carrera. Hay cosas muy buenas que contar de la U, pero más me interesa resaltar aquellas que me marcaron para ver como una opción de lucha a CODECA y al MLP. No olvido los comentarios de un compañero que una vez me dio jalón en los primeros días de clase, quién me dijo: “¿vos venís de Petén, vaa?” Simón “¿y tenés una beca?” Nel, mis papás pagan mis estudios “¿así… y del Petén?” Sí. Y luego agregó bastante molesto: “No lo entiendo, yo tengo que trabajar de noche en un taller para pagarme la U. ¿Cómo vos podés venir de Petén a estudiar a la Landívar?” Poco a poco fui entendiendo el clasismo urbano. Me acostumbré a los chistes sobre si vivía en un árbol, sobre si usaba la cola de cincho, de los que me preguntaban ¿en dónde dejaste el lorito que deberías cargar sobre el hombro? Aún después de muchos años, y de haberme “urbanizado” bastante, no falta quien me llame niño de la selva. Con cariño, sí, pero no dejo de pensar que eso lleva algo de menosprecio al campo en el fondo.
Nunca olvido una discusión que tuve en clase con una profesora a la que quise mucho porque me motivaba a hablar y a expresarme. En 1995 nos puso a ver un documental sobre consumismo. Claro, estaba dirigido a mis compañeros que veían de colegios caros. Yo le dije que esa no era la realidad que yo conocía. Que de donde yo venía los niños y jóvenes con suerte tenían ropa y zapatos y que caminaban horas bajo el sol para llegar a la escuela.
Recuerdo cuando empezaron a enseñarme sobre la propiedad privada, su registro y su defensa en la Constitución. Por esa época íbamos con toda la familia para Petén de vacaciones, en esos interminables viajes de 8 a 10 horas, cuando de pronto me vino una duda al ver el montón de chozas de madera y paja a la orilla de la carretera y le pregunté a mi papá: ¿mirá, si estas personas son tan pobres como para vivir en esas condiciones, cómo es que compraron y registraron esas propiedades en las que viven? No les voy a contar la respuesta obvia que recibí y que me hizo entender que la propiedad privada servía para proteger a unos cuantos.
De los 100 o 150 que entramos a derecho en 1995, nos habremos graduado unos 50. Y yo el único que venía de una escuela pública, lleno de deficiencias históricas y con pésima ortografía. El fulano del taller no superó ni el primer semestre, pero me abrió los ojos a la forma en que muchos “urbanos” ven al que viene del campo y con eso lidié cinco años en la Landívar.
Recuerdo con mucho cariño a Ligia Escribá, la profesora de Lógica, quien de alguna forma entendía mis conflictos y entorno, nunca hablamos directamente del tema, pero siempre me apoyó y me motivó a seguir adelante. No hice un examen parcial de su clase porque era en grupo y yo no encajé en ninguno. Y me puso la nota completa. Pudo haber sido mi única materia perdida en la universidad y no lo fue. Ligia era una rebelde, una outsider en la URL.
La vida (el amor, más bien) me llevó a Madrid a estudiar una Maestría en Derecho, Economía y Políticas Públicas. Teníamos ahorros para un año bien vivido sin excesos. Convivimos con muchos latinoamericanos y vimos cuánto nos parecíamos culturalmente todos, casi nula amistad y contacto con españoles.
Mi compañera de vida en ese entonces decidió que quería empezar un Doctorado y eso no estaba en los planes ni en el presupuesto. Decidí que si me aceptaban en el postgrado de Especialización en Ciencia Política y Derecho Constitucional me quedaba en esa aventura y, por suerte, me aceptaron.
Conseguímos trabajo de meseros para pagar el año extra. Yo trabajaba en un bar de estudiantes al lado de la Carlos III de Madrid, se llama “La biblioteca”. Ahí conviví con españoles, casi todos obreros y empleados como yo. Ninguno tenía un Máster. Yo tenía uno y lavaba platos por horas. Hice muchos amigos obreros españoles: Gary, la cocinera; el chavo que llegabo todas las tardes a tomarse una copa de vino y a platicar de cine y de música y presentó a Kurosagua; Miguel, “el tronco” que trabajaba en la construcción, quien un día le preguntó a mi compañera de turno ¿Oye Arce, qué es un Máster?; El que recogía la basura en las calles que pasaba a tomar un vaso con agua y se quejaba de lo jodido de su trabajo. Todos estos personajes que se relacionaban conmigo de tú a tú me enseñaron que otro mundo era posible. Que no solo los que estudian maestrías tienen derecho a tener una vida digna. Que hay realidades en las que la clase media es tan amplia que no importa el oficio que hagas eres uno más que puede entrar a un bar a tomarse una cerveza o un vino y relajarse un rato. Claro que recuerdo las extensas y pesadas jornadas de Law & Economics, de Public Choice y de Filosofía del Derecho, pero más recuerdo esas lecciones cotidianas de una clase media obrera que me miraba como igual y que me hacia soñar que algún día mis paisanos pudieran vivir así. No es que antes fuera mala persona, pero desde entonces saludo con más cariño y con un sentimiento de complicidad a todos los obreros, dependientes y meseros.
De vuelta en Guatemala conseguí trabajo en Proyectos de Cooperación Internacional, siempre en el campo, primero trabajando con comunidades y gobiernos locales (más de 10 años) y luego trabajando en medio ambiente con comunidades y ONG ambientalistas (3 años). Esos trabajos me permitieron tener contacto cercano con autoridades municiaples y comunitarias de las zonas más pobres y deprimidas del país: el corredor seco, el altiplano y San Marcos. Ahí me formé realmente como abogado en administración pública y participación ciudadana. Casi ninguno de los líderes y políticos tenía título profesional, eran maestros, líderes comunitarios, agricultores y demás. Había de todo, malos y buenos. De todos aprendí. Desde entonces le digo a la gente que hay agricultores y maestros que saben más de derecho administrativo y de administración pública que varios politólogos, analistas políticos y abogados.
En 2007, llenos de inquietudes y dudas sobre las causas reales del desastre de país que teníamos decidimos con Juan Carlos Carrera, uno de los mejores amigos que la vida me regaló, hablar con Mario Roberto Morales, cuyas columnas leíamos y nos parecían muy lúcidas, para preguntarle si existía alguna forma en la que él nos apoyará con nuestra formación. Sin pensarlo mucho nos dijo: “si se comprometen a leer y participar yo les presto mi casa y les doy un par de horas de discusión sobre lecturas sugeridas una vez a la semana”. Empezamos unos diez, en algunos momentos el grupo creció y en otros bajaba pero siempre estabamos unos cinco leyendo teoría crítica todas las semanas durante no menos de 10 años. Hicimos cineforos, tuvimos un programa de radio e hicimos un análisis crítico sobre ProReforma. No en los mismos términos ni con las mismas personas pero continuamos discutiendo e impulsando procesos que nos parecen cercanos al pensamiento crítico.
Como ven, desde pequeño he estado expuesto a la pobreza y a las injusticias de este país. He estado expuesto al racismo, al clasismo y a la mirada de extrañeza para quien es diferente. La vida me enseñó a valorar todos los saberes, el de los académicos, el saber de los campesinos, el de los obreros, el de los líderes comunitarios y el de los pueblos indígenas. En mi casa aprendí la importancia de apoyar a los demás, pero con más amor a quién más lo necesita. Por eso mi incorporación a CODECA hace tres años no es nada fuera de lo común, es como el río que naturalmente desemboca en el mar.
Me acerqué a CODECA con el ánimo de conocerlos y aprender de sus luchas. Un amigo me presentó a Neftalí López, quién después me invitó a integrarme a CODECA Urbano. Me gustó su sistema asambleario, aunque me costó acostumbrarme al ejercicio de escuchar a todos hablar. Quería interrumpirlos y decirles lo que yo sabía, pero fui aprendiendo que así era como venían funcionando por años y que les resultaba bien. Veía como Mauro Vay soportaba con paciencia y una sonrisa horas de charlas sin perder la atención y luego daba su punto de vista tomando en cuenta lo que todos habían dicho. Aprendí que para muchos el simple hecho de sentirse escuchados y tomados en cuenta los hace parte del movimiento porque siempre habían sido negados o ninguneados. Aprendí que el aprendizaje es de otra forma: uno lanza una idea y entre todos la vamos peloteando hasta que todos la entienden y la hacen suya.
Me he mantenido en constante participación y dispuesto a colaborar desde el inicio. Como era de esperarse, hubo desconfianza de algunos al principio. Recuerdo la mirada desafiante de Thelma Cabrera al inicio, ahora somos buenos amigos y colegas de lucha. Poco a poco me fueron tomando confianza y me metieron en las actividades de formación política y de gobierno a líderes y a candidatos. Con el tiempo me incluyeron en espacios de discusión política y de asesoría y ahí sigo, siempre aprendiendo de ellos, de líderes sin mucha formación académica pero con toda la sabiduría que las duras experiencias de la vida les han dado.
Mi compromiso es con CODECA y con sus luchas. Me sumo al MLP por añadidura. Me preguntaron si aceptaba algún cargo a elección popular, como a una diputación o la Municipalidad de Guatemala y dije que no. Para mí este es el momento para que los líderes históricos, quienes más se han fajado, tengan su exposición pública y muestren a todos lo que realmente representamos: la organización y empoderamiento de los de abajo. Ya hay suficiente prejuicio de que solo los estudiados pueden hacer política como para yo reforzarlo.
Mi trabajo en CODECA y en el MLP es completamente voluntario. Estoy con ellos porque no soporto las injusticias y las sufro de corazón, porque me recuerdan a mis compañeritos de la escuela, a los niños de la parcela y a las pesonas que vivieron en mi casa.
Para mi el MLP es la única opción de atacar los problemas estructurales del país, como la desigualdad, la pobreza y la falta de oportunidades, arrancando la administración del Estado a esa élite económica y política corrupta que nos tiene sumidos en la miseria. CODECA se plantea cambiar de raíz este país y no solo hacerle retoques cosméticos. Yo no quiero ver más niños trabajando en los semáforos, yo no quiero que más niños migrantes mueran solos en los albergues de la frontera porque fueron expulsados de su hogar por un país secuestrado por una economía finquera y administrado por políticos corruptos y serviles con el sector empresarial más rancio. Yo quiero que todos los guatemaltecos tengan tres tiempos de comida de buena calidad en su mesa, que todos tengan servicios públicos de buena calidad y que todos tengan tiempo libre para divertirse y dedicarse a lo que más les guste.
Me llamo José Fernando Espina Bances, tengo 41 años, tengo estudios superiores especializados en el Estado y tengo mucha experiencia en administración pública, las que seguiré aportando a CODECA y al MLP en donde quiera que tenga que servir.