Créditos: Stef Arreaga
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Tomé el taxi con apuro, debía estar en la estación del bus en menos de una hora. Mi tiempo estaba calculado, el taxista no podía tardarse más de media hora para recorrer 20 km. Llegar a tiempo para la cena de navidad dependía en buena parte de ese taxista, el protagonista de esta nota.

Cerró el baúl y comenzó a manejar, en el primer semáforo pidió un jugo de naranja a un vendedor ambulante.  Le quitó un pedacito de plástico de la punta y se lo comenzó a tomar rápidamente mientras daba verde.  “Así somos los mexicanos”, dijo, “comemos con las manos, con tortilla, con un palo, con los pies si es necesario.  Un día un familiar de dinero me invitó a comer a su casa, habían muchos invitados de dinero, las novias de los primos eran mujeres estiradas. Me dijeron: come primo y yo comí. Agarré tortillas y comencé a comer con las manos.  Mi primo se molestó un poco porque rompí el protocolo… pero es que no sé porque la gente se complica para algo tan sencillo como comer”. Yo me reí de la anécdota.

Foto: Stef Arreaga

26 de diciembre de 2018

Continuamos el viaje, conocía bien la ruta, los agujeros de la carretera los esquivaba con facilidad como si conociera exactamente en donde estaba cada uno. La radio de la central de taxis se escuchaba al fondo y él no dejaba de hablar, contó un chiste —el típico chiste del nicaragüense, el salvadoreño, el guatemalteco y el mexicano— claro, el mexicano al final resultaba siendo el más vivo, y dijo: “así somos los mexicanos, siempre tenemos una respuesta que nadie espera, nos fregamos a todos los demás. Cuando estuve en la cárcel en Estados Unidos, había mareros de diferentes países, todos comenzaron a presentarse [diciendo]el país de donde eran y a la pandilla a la que pertenecían y la seña que los identificaba. Había un señor, le decíamos Don Ramón —es que era igualito a él— y cuando le preguntaron de qué pandilla era, dijo: “de la que chinga a su madre” y les hizo una seña al mismo tiempo para representar lo que había dicho.  Todos nos  comenzamos a reír.  Ese hombre era espectacular, él me enseñaba como jugar naipes y ganar con trampa”.

  • ¿Y estaba en la cárcel porque lo agarró la migra?
  • No, estaba por homicidio
  • ¿Y fue premeditado?
  • No, fue en defensa propia, pero sólo estuve 6 meses, no me lograron comprobar que yo disparé el arma y salí rápido.  ¡Si viera usted de las que yo me he librado!

Comencé a observar detenidamente al que me confesó ser un asesino: era delgado, moreno, de unos 40 años, con unos cuantos pelos en la barbilla, una camisa blanca impecable, manos grandes que sujetaban con fuerza el timón.  Me sentí curiosa de la persona que iba al volante, así que le pregunté sobre esas cosas de las que se había librado, y sin dudarlo comenzó a contarme:

“Me estaban persiguiendo para matarme. Logré meterme entre unas siembras, pero ellos vieron que yo estaba ahí, iban con machete cortando lo que había en su camino, me agaché y comencé a ver que se acercaban más a mí, vi al cielo, estaba azul y le juré a Dios que si me sacaba de esa iba a enderezar mi camino.  En ese momento vi una nube que se convirtió en dos manos y que me señaló el camino…”. Interrumpió el relato, hizo la seña de la cruz con el pulgar y el índice, la besó y dijo, “Diosito no me deja mentir, lo que le estoy diciendo es la pura verdad.  Me paré, caminé al lado de los dos que iban a matarme y no me vieron.  Pasé entre los dos como si nada”.  Agregó: “Dios tiene poder”.  Hubo un silencio por un momento, como si estuviera recordando algo, y dijo: “El Diablo también tiene poder, tiene mucho poder. A veces usa a la virgen, a San Judas Tadeo, según para hacer milagros, pero no son ellos en sí, es el diablo que los usa, y me consta, porque yo tenía un tío que era brujo, él practicaba la magia negra, trabajaba con la Santa Muerte pero también con la Virgen, con san Judas Tadeo y otros santos. ¿Usted cree que el poder del Diablo no es fuerte si usa a los santos para hacer supuestos milagros?”.

 Continuó: “mi tío se convertía en animales, tenía un altar en un agujero que tenía el tronco de una ceiba de donde vivía. Lo mataron por lo mismo… él no trabajaba, vivía de hacer dinero con sus manos”.  Interrumpí y pregunté: ¿tenía máquinas para hacer dinero falso?  “¡No! Se ponía un papelito normal en la palma de la mano y comenzaba a frotarlo con la otra, pasaban unos minutos y se convertía en dinero. Yo mismo recibí dinero que él mismo hacía. Por eso lo mataron”. 

—Un día leí un libro que hablaba de cómo algunas personas podían convertirse en animales en unos cultos satánicos —le dije.

—Sí —añadió—, yo conocí a una señora que se convertía en puerco, aprovechaba para irse a robar a las casas vecinas, jabón, cloro, desinfectante y hasta comida.

—¡No le puedo creer! —le dije riendo.

Tenía una intriga sobre cómo llegó a convertirse en asesino. De nuevo había un silencio, estábamos cerca de mi lugar de destino y no podía quedarme con la duda. Entonces lancé la pregunta:

—¿Y enderezó el camino después de que logró salir de aquel problema?

—No —me dijo—. Lo intenté, pero fue casi imposible.  

—¿Y cómo fue lo del asesinato?

—Yo trabajaba para un cartel. Traficábamos droga. Iba con un tío en su carro, un tipo se nos puso en frente, desenfundó el arma y comenzó a dispararnos, en la guantera había un arma, la abrí y le disparé.  Cuando cayó, con mi arma hice tres tiros al aire por si me llegaban a agarrar. Y así fue, me agarraron en Estados Unidos.  Pero las pruebas de balística no lograron comprobar que con mi arma lo maté.  Cuando declaré dije: sí, yo disparé tres veces, pero no sé si le logré dar a quien nos estaba atacando. Obviamente yo sabía que no fue así. Pero no tenían elementos para acusarme de asesinato. Así que me sacaron rápido.

Ahí estaba yo, al lado de un exconvicto, escuchando esa confesión de un delito que podía haberlo tenido en la cárcel hasta 20 años. Quería saber más, sentarme a conocer más de él, pero ya no había tiempo, estábamos a un par de minutos de llegar a mi destino, así que hice un par de preguntas más:

—¿Y en qué momento enderezó su camino? ¿O aún trabaja con el cartel?

—Fue cuando nació mi hija, me enamoré de ella, llegué con mi jefe, saqué el arma, la puse sobre la mesa y le dije: mire, tengo una hija, quiero verla crecer, quiero salirme por completo de esto porque si no, me voy a perder de cada etapa de su vida. O me mata aquí o me deja ir.  Me dio dinero y me dijo que me fuera. 

—¿Y ha visto a sus compañeros y a su exjefe, después de ese día?

—Sí, pero hago como si no los conozco, ellos me miran y pasan de largo.  Pero la navidad pasada, llegó el que fue mi jefe y me regaló 5 mil dólares.

—¿Y cómo ha sido su vida de ese tiempo en adelante?

—Ahora tengo cuatro hijas, la más pequeña tiene 3 meses.  A las demás les enseño inglés, porque soy bilingüe y también les enseño artes marciales.

Nos despedimos, no sin antes preguntarle si podía publicar su historia. Me dio su consentimiento y también de tomar un par de fotos a sus manos, esas manos que un día jalaron el gatillo para matar. 

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