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A Florencio Chitay, porque su nombre y su memoria son una fuerza viva

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Créditos: Florencio Chitay Nech, secuestrado y desaparecido en 1981. Fotografía: propiedad de Pedro Chitay y familia.
Tiempo de lectura: 3 minutos

Por: Glenda García García ​

Hay escritos que surgen como necesidad personal y no tienen la pretensión de salir del espacio íntimo, otros, también íntimos, surgen para ser contados. Cada uno de ellos tiene su momento para brotar y cobrar vida; es el caso del relato que ahora exige salir y volar.

Fue una vez en el mes de enero del año 2012. Yo viajaba hacia la Ciudad de México por razones de estudio. El aeropuerto estaba solitario, silencioso, éramos dos personas en la fila de registro. Williams se acercó a revisar los documentos, leyó detenidamente mis datos del pasaporte, en ese momento no sabía su nombre. Levantando su rostro me observó y preguntó ¿de San Martín Jilotepeque?

Sí, respondí, extrañada de que alguien en ese lugar intentara conversar y a la vez sorprendida de mí misma por responder. Generalmente no lo hago.

-¿El lugar donde comen zompopos?

Sí, respondí de nuevo y agregué ¿los ha comido?

-Si, respondió, con naturalidad.

Con asombro seguí caminando en la fila vacía, abrazando el libro de memorias de San Martín Jilotepeque que llevaba conmigo. Aprovechando que viajaba quería llevarlo a personas queridas y pedí cinco ejemplares por adelantado, pues aún estaba en proceso de impresión. Me concedieron el deseo; cuatro iban en la maleta de carga y uno entre mis brazos.

Llegué a la banda para la revisión del equipaje de mano, ahí estaba de nuevo el chico y, con una cercanía aún más extraña, me dice “mi abuelo era de San Martín Jilotepeque”.

Inexplicablemente mi corazón empezó a latir. Apreté el libro contra mi pecho.

¿Cómo se llamaba su abuelo? pregunté.

-Florencio Chitay, respondió.

El tiempo transcurrido en ese preciso instante en que mencionó ese nombre se hizo inmedible e infinito. Me detuve, profundamente emocionada las palabras empezaron a salir como si las hubiese tenido grabadas desde mucho antes: “usted no sabe, pero por alguna razón estamos hablando en este momento y por alguna razón me está hablando de su abuelo”. Me miraba con asombro, con preguntas en su rostro.

Despegué mi libro del pecho, se lo mostré y le dije “adentro de este libro está escrita una parte de la historia de su abuelo”. Abrí el libro y busqué la fotografía de Florencio Chitay y al mostrársela su rostro se iluminó, no sabía qué hacer. Yo tampoco.

Florencio Chitay Nech, secuestrado y desaparecido en 1981. Fotografía: propiedad de Pedro Chitay y familia.

En esos segundos sentí estar metida dentro de una burbuja intocable, inquebrantable. Muchas preguntas pasaron rápidamente en mi pensamiento pero ninguna de ellas podía responder.

-Podemos hablar un momento a solas, me dijo, luego de haber pedido permiso a su jefe para retirase unos minutos de su puesto de trabajo. Me llevó hacia un lado de la fila y me decía que no podía creer que ahí tenía su historia, que su abuelo había sido un importante líder, que aunque no lo había conocido, lo quería mucho. Preguntaba un poco más sobre el contenido del libro, como queriendo confirmar si realmente teníamos la verdad de la historia que contábamos de su abuelo. Una verdad que le era propia y que, razonablemente, necesitaba corroborar.

Procuré resumir la razón del libro, de quiénes habíamos trabajado en él, el por qué se publicaba y para qué lo llevaba conmigo ese día. Cruzamos nuestros datos personales para retomar contacto en mi vuelta a Guatemala. Caminamos hacia la puerta de registro y mientras yo pasaba al otro lado, lo escuchaba emocionado, contando a sus compañeros lo que acababa de ocurrir.

Me despedí de lejos. No le dejé el libro pues le ofrecí hacerlo al volver, explicando que llevaba pocos y que estaba aprovechando el viaje para entregarlo a mis amistades.

Empecé a caminar hacia la puerta para abordar el avión. El libro entre mis brazos no me dejaba respirar. Me detuve en las primeras sillas que encontré. Aturdida y emocionada respiré, abrí el libro, con una marcada dificultad motriz escribí un corto mensaje y regresé a la puerta de registro preguntando por Williams.

Al acercarse le dije que su abuelo estaba presente. Le entregué el libro. Le di un abrazo y me fui.

Estaba desbordada de emoción cuando llegué a la casa de mi amiga en México. Yo tampoco podía creer lo que había pasado. Les conté todo, pudieron observar la energía, la emoción y la alegría que me provocó aquel encuentro. Esa misma fuerza siento ahora, precisamente ahora -sin casualidades- en otro viaje al mismo lugar y por razones para un cierre de lo alcanzado aquel año 2012.

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A Florencio Chitay, porque su nombre y su memoria son una fuerza viva.

A Williams, por aquel día en que su abuelo nos hizo cruzarnos en el camino.

Entre Guatemala y México, 17 de junio de 2017. Día del Padre en Guatemala

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