Por: Ollantay Itzamná
La península ibérica, desde tiempos inmemoriales estuvo habitada por un “archipiélago” de tribus (condados) que se guerreaban entre sí, pero que se agrupaban, por momentos, bajo el mando de algún Rey militar para combatir a enemigos comunes.
Por intereses de subsistencia, desde el siglo XII, para hacer frente al panexpansionismo musulmán, paulatinamente los caudillos de dichas tribus fueron intercambiando a sus hijas para sellar “pactos políticos”. Fue lo que ocurrió con el pacto Catalunya-Aragón, origen de la actual “unión” que no pudo ser de Catalunya – España.
Estas tribus aunadas, movidos siempre por intereses económicos-políticos, abrieron fuego en otros continentes, saquearon riquezas ajenas. Pero fueron incapaces de compartir equitativamente los botines de guerra. Ocurrió con la invasión española a América. España no supo compartir, ni le dio oportunidades que Catalunya exigía. He allí la génesis del “salvaje” proceso secesionista democrático que vive Catalunya española.
En otras palabras, la idílica comunidad política imaginada (por la ciencia política occidental) de Estado nación jamás existió, ni pudo ser en el archipiélago de reinos de España. Mucho menos un Estado democrático. ¿Qué democracia puede ser aquella que aporrea “manu militari” a sus súbditos del Monarca sólo por realizar una autoconsulta regional?
Un Estado nación requiere de un proyecto de comunidad política construida y compartida por, entre, y para todos. Cuyos beneficios y obligaciones se comparte paritariamente. Cuya identidad nacional inyecta sentido de pertenencia y sentimientos de orgullo en sus habitantes.
En la España actual, después de más de ocho siglos de intento de nación, los vascos y catalanes se ofenden cuando se les llama españoles. Luego del zafarrancho del Estado democrático del 1 de octubre, la vergüenza será mayor.
Las élites económicas catalanes, en pleno siglo XXI, arengaron y enfilaron a las “urnas” a la población bajo la consigna de “España nos roba”. Siendo esta región autónoma la “fábrica de España”. La más rica en el porcentaje del Producto Bruto Interno (18% del PIB de toda España), incluso por encima de Madrid. ¿Dónde estaba el robo, pues?
Como a principios del siglo XVIII (Rey Felipe V), España con brutalidad militar intenta prohibir la institucionalización del uso oficial del idioma catalán en dicha región (recortes al Estatuto Autonómico Catalán en 2010). ¿Acaso la España moderna no se declara en su Constitución Política (de 1978) Estado Plurinacional? ¿Acaso Catalunya no es una de las 17 regiones autónomas legalmente constituidas? ¿Acaso el uso del idioma, y la administración propia de la justicia no son elementos constitutivos de un Gobierno Autónomo?
Un amigo musulmán, carpintero de oficio, me dijo con sarcasmo, en Madrid, refiriéndose a España. “Este país alardea ser moderno, pero pasaron directamente del burro al avión”. Sin pasar por el automóvil. Y, el hecho que franceses y alemanes (de la Unión Europea) los hayan tomado como sus guardianes en el Sur continental para evitar “la avalancha de migrantes indeseados” a cambio de hacerles creer que “España era parte de los privilegios de la Unión Europea”, es una evidencia.
La España octocentenaria no pudo ser nación. Mucho menos pudo salir del primitivo uso de la fuerza bruta para “mantener la unidad nacional”. Ingresó a la ilusa modernidad por la ventana, sin ilustración básica.
Mucho menos pudo ser un Estado democrático. No es tanto que haya intentado ser una democracia con Rey y con súbditos (en lugar de ciudadanos), sino que como en la edad de la piedra, su Monarca y élite política “muelen” a palos a cuanto “español” se atreva a ejercer sus legítimos derechos establecidos en Ley. Eso hace que lo que sospechábamos de la rusticidad intelectual española se confirme, ahora, de sobre manera.
Ayer, se fueron los catalanes. Ahora, se van los vascos. Mañana se irá el resto de “españoles”. Que el último pague la cuenta (que los bancos no perdonan) y apague la luz. Y que la Unión Europea se contrate nueva gendarmería.