Por: Lucrecia Molina Theissen
5 de febrero 2013. Guatemala era un infierno, Ríos Montt era el demonio y yo era un animal perseguido por despiadados cazadores. Ya había sucedido lo de Marco Antonio y, pese al dolor que aún hace que se me doblen las rodillas, me mantenía en pie sostenida por la terquedad y la rabia respirando el aire envenenado, saturado de muerte y de las mentiras proferidas por el pastor evangélico al que consideraba un loco altamente peligroso.
Ignorante de lo que sucedía en las zonas rurales debido a la censura, leía los partes amañados emitidos por la oficina de información del ejército en los que las víctimas civiles, mayoritariamente indígenas, eran perversamente transformadas en combatientes, miembros de una fantástica guerrilla, la más numerosa del planeta. En mi cabeza, que se aferraba desesperadamente a la idea de que no podía ir tan mal la cosa, construía la versión de que los muertos eran soldados caídos en combate. Años después supe la verdad leyendo los informes de derechos humanos que circulaban internacionalmente.
Sin embargo, pese a la censura, a mis oídos llegaban fragmentos de verdades terroríficas, inmanejables para cualquier ser humano, que me provocaban pesadillas en las que era yo la que tomaba a los niños y niñas por los pies, los hacía girar sobre mi cabeza y los estrellaba contra las paredes de madera de la casa que habitaba.
Corrían los años de 1982 y 1983. Guatemala se convirtió en un territorio de humo y llanto, de balas y de sangre, de bombas cayendo desde un cielo que no se apiadó de los hombres y mujeres, niños y niñas, que angustiadxs buscaban resguardar su única posesión: la vida. Ni siquiera se podía desnudar las lágrimas sin aparecer como cómplice de los terroristas, delincuentes subversivos, los culpables de todo, como predicaba el pastor en sus mensajes dominicales en los que repartía culpas y responsabilidades entre las propias víctimas y entre los padres y madres -que no controlaban a sus hijos/as- por los asesinatos y desapariciones forzadas.
La campaña de mentiras y manipulaciones tenía otro componente del cual recuerdo las melodías pegajosas de los anuncios manipuladores pautados en la radio y la televisión, como aquel cuyo estribillo decía “un soldado es un hijo, un amigo y un hermano” que se repetía mecánicamente en mi cabeza con un martilleo desesperante, junto con las imágenes del soldado buen mozo, uniformado, que visita su aldea y es recibido por la madre y la hermanita que salta de felicidad. O aquella otra canción de las Patrullas de Autodefensa Civil (PAC). En octubre de 1981, en el camino a Occidente, unos kilómetros más allá de Los Encuentros, fue la primera vez que vi a los patrulleros caminando a la orilla de la carretera. Portaban una bandera de Guatemala, un trapo triste y empolvado en la punta de algún instrumento de labranza, y marchaban en fila con el gesto cansado y también triste. Algunas semanas después a la pregunta de qué hacían las banderas erguidas en medio de los maizales, alguien me contestó que eran las que los protegían de la llegada de los pintos o los ejércitos, como les decían los indígenas a las tropas que asaltaban sus comunidades. Se trataba de los primeros pasos de los planes militares que arrasaron con millares de vidas de “enemigos” y aplastaron cualquier vestigio de rebeldía en las comunidades indígenas.
De eso estaba hecho el mundo en aquel tiempo tan lejano y tan cerca, tan adentro mío, de muerte, mentiras y manipulaciones, de miedo y de silencio, de asquerosas complicidades del poder oligárquico con los más grandes criminales. Quienes resistíamos en nuestros agujeros sentíamos, más que sabíamos, que el cerco se cerraba implacable por encima de nuestras cabezas.
Y ahora, la justicia, ni pronta ni cumplida pero justicia al fin, no un trofeo que se entrega a las víctimas sino un resultado de su persistencia de décadas. La justicia como la única respuesta válida ante los crímenes descomunales y el dolor insondable, crímenes de lesa humanidad que son calificados como tales por la huella profunda en la memoria de quienes sobrevivieron a las masacres, a las quemas de sus humildes casas, a la destrucción de sus animalitos y cultivos, a la muerte infligida aún a las criaturas no nacidas.
En nuestro país, la justicia para las víctimas de los genocidas, torturadores y desaparecedores debe ser un alto en un proceso vertiginoso, altamente violento, caracterizado por la “democratización” de la cruda muerte, tan cruel e inesperada. Viejos y nuevos criminales de todos los tamaños y en todos los ámbitos siguen siendo favorecidos por la impunidad, en un contexto en el que todo es distinto, sobre todo en la imposición de formalismos jurídicos y rituales democrático – electorales engañosos, pero en esencia permanece inalterado, Guatemala sigue siendo concebida como una fincota propiedad de un reducido grupo de oligarcas que acaparan los beneficios del trabajo de las mayorías indígenas. Este es un momento de reflexión sobre quiénes somos y qué queremos como sociedad, para decidir si vamos a seguir diciéndoles a los criminales de ayer y de hoy “señor presidente”, “señor ministro”, “señor diputado”.