Por: Carlos E. Cano
En los últimos días el debate sobre el racismo ha sido elevado en tono y en análisis (eso espero), en la vida real y diaria así como en el espectro electrónico de las falsas redes sociales. Por eso hemos decidido tomar un tiempo y escribir algunas líneas sobre las cuales creemos debería partir el dialogo con la otredad, como dirían los antropólogos, y sobre todo el cuestionarnos a nosotros mismos desde la mirada del pensamiento crítico y no desde el mismo infantilismo que el Estado ejerce sobre nosotros.
Pero empecemos diciendo que, la lucha por la igualdad social entre personas de distinto aspecto físico en base a su color de piel o por distintos comportamientos culturales se plantea actualmente desde distintas ópticas. Desde el “ciudadanismo”, que entiende que, como ciudadanos iguales ante la ley que debemos ser, el racismo debe ser perseguido por esta, hasta posturas más radicales, es decir, que buscan destruir la raíz del problema.
El racismo, surge como consecuencia del conflicto social que comienza a extenderse en la Edad Moderna con la aparición en la historia de un primer capitalismo de carácter mercantil y financiero, pero que no da lugar al actual racismo hasta que no llegamos a su nueva etapa histórica, el capitalismo global e imperialista. El racismo es el sentimiento de superioridad frente a aquellos que, por sus caracteres genéticos externos, son considerados distintos; pero existe otro sentimiento más abstracto, más internalizado y más invisible, pero igualmente despreciable: el clasismo, es decir, el miedo, el rechazo y desprecio hacia aquellos que han desarrollado formas culturales distintas de las nuestras y que, por motivos generalmente económicos y por ende de pobreza, se ven forzados a migrar hacia las masa urbanas llamadas ciudades y a países que aparentan mayor riqueza social, es decir el “primer mundo”.
El clasismo que vemos hoy día en nuestra sociedad es fruto de un sistema competitivo, como es el capitalismo, que nos empuja a los trabajadores a competir por los puestos de trabajo que cada vez destruyen y alejan a las mujeres, hombres, jóvenes y niños, de los medios de producción y la distribución de los mismos; ese mismo sistema que se aprovecha de la situación de desesperación y de miseria de estas personas migrantes para una más fácil explotación laboral en las fábricas en las ciudades y a las tierras dedicadas al monocultivo que existen a lo largo del mundo.
Vemos, pues, que el clasismo es un recurso fácilmente aprovechable por esta clase empresarial, auténtica culpable de nuestros problemas como clase trabajadora, para enfrentarnos entre nosotros y no con nuestros verdaderos enemigos que acumulan la mayor parte de la riqueza y siguen aprovechándose de nosotros.
Es en este mismo sentido que, vemos a los distintos gobiernos y órganos ejecutivos del Estado, incentivando a esta clase empresarial que ya no necesita ocultarnos que nos gobierna (FMI, BM, BCIE, órganos que verdaderamente dictan las políticas económicas a lo largo del mundo). Vemos pues, que el Estado, órgano para la perpetuación de los privilegios sociales de los empresarios, elabora políticas que alientan el clasismo y al racismo para aumentar la conflictividad interna de nuestra clase y así cegarnos de lo que realmente ocurre, la explotación económica y la usurpación de nuestro trabajo.
Vemos también que en esta sociedad legalista, cuando existe un problema, se cree que lo mejor es resolverlo con la ley, con la represión, así es como se justifica que miles de trabajadores, todos los días, sean controlados por los miembros de las fuerzas privadas de seguridad y los cuerpos de seguridad del Estado, la Policía Nacional Civil por ejemplo, por el mero hecho de tener un color distinto de piel, vestirnos distinto o poseer un acento extraño, contrario a lo que dicen sus propias leyes (las Constituciones Políticas) de no discriminación por motivos de etnia o procedencia.
Ante todas estas agresiones, entendemos que nos queda nuestra organización como clase, organización indiscriminada de indígenas, mestizos, población LGBTIQ, etc. y / o migrantes, con la única motivación de eliminar la desigualdad social, generada por la injusta distribución de la riqueza, la propiedad de los medios de producción y su distribución, así como para luchar contra el principio de autoridad que deriva en el delegacionismo imperante en nuestra sociedad, al dejar siempre la resolución de nuestros problemas en manos ajenas (diputados o senadores), como ocurre con el caso del clasismo y el racismo, al dejar su resolución en manos de los mismos gobiernos que posteriormente se demuestran como nuestros agresores (por ejemplo la Comisión Presidencial contra la Discriminación y el Racismo – Codisra en Guatemala).
Entendemos que la lucha por otras vías en esta o cualquier otra problemática social, es reproducir los mismos errores y no resolverlos, dejarlos ahí en estado latente, ya que la única forma de erradicarlos es destruir el sistema económico y social que los genera: el Capitalismo y el Estado, a través de una auténtica Revolución Social y no solo político-económica o tristes y paulatinas reformas.
El gobierno, el Estado y la sociedad, son racistas y sobre todo clasistas, porque están basados y construidos sobre un sistema de clases segregadas que tiene la capacidad de perpetuarse a sí mismo, pues cada individuo interioriza su posición social y procura hacer su vida preferentemente con los de su misma clase.
Ciertas ideologías y creencias religiosas, la religión evangélica por ejemplo, incentivan la conformidad con el destino de clase de cada individuo, manteniendo así inalterado un sistema de castas capaz de perpetuarse a sí mismo durante generaciones y eso es lo que vivimos diariamente, consciente e inconscientemente todos los días en Guatemala.
Y terminamos estas letras como las empezamos, ¿somos una sociedad clasista o racista…? Reflexionemos la o las respuestas…