Créditos: Internet.
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Por: Patricia Cortéz Bendfeldt

Se metió a la cantina furioso. Después de invertir tiempo y dinero en ella, lo único que había logrado era que lo dejara, una ingrata era ella.

Su forma de conquistarla había sido la normal. Vamos que ella era de las que uno se gana, una mujer hermosa cuyas nalgas firmes y pechos puntiagudos le habían gustado desde siempre. Una hembra hermosa y como todas ellas, cara, inaccesible.

La veía reírse burlona en la esquina, ella siempre asediada por hombres de “pisto”. Y veía a la madre convencerla de que con ese cuerpo de calendario no debía dejarse seducir por un cualquiera: “se te van a caer las chiches”, le decía la madre “pero antes usalas para que te den de comer”.

ingrata

Claro que la madre sabía de lo que hablaba. La hija era el vivo retrato de Don Gaspar, el cacique del pueblo del que todo el mundo sabía que era hija. Don Gaspar le enviaba su mensualidad y por eso la niña tenía buena ropa. “No hagás lo que yo hice”, le decía la madre, que había aceptado ser la amante, la querida de don Gaspar “en lugar de conseguirme un buen marido de pisto, solo dejé que me hiciera un hijo”.

Don Gaspar había intentado que Violeta fuera como sus otras dos hijas, mujeres profesionales, ninguna casada aún, cada una ganándose la vida y con logros propios. “Ni loca, le decía violeta. Esas sus hijas son lesbianas Don Gaspar, no les gustan los machos, yo soy bien hembra y quiero vivir con un hombre”.

Así que don Gaspar seguía enviándole dinero para sus gustos y aceptando que no quisiera estudiar. No le veía la gracia la niña de meterse a la escuela, igual, tenía suficientes ofertas de hombres que valoraban su cuerpo, su poca inteligencia y su virginidad.

Orlando era el epítome del niño suave. Más de alguno había insinuado que era homosexual lo que lo angustiaba sobremanera. “No lo soy”, repetía en la primaria cuando lo atacaban y lo dejaban llorando en la esquina. “No soy hueco”, gritaba entre lágrimas. Así que conquistar a Violeta era su monte Everest, su logro, su gloria.

Ella lo había protegido cuando niños, le limpiaba las lágrimas en la escuela y se había vuelto su amiga. Eso antes de que le crecieran los pechos y fuera consciente de su belleza. Entonces dejó de hablarle, pero él confiaba en recrear la dulzura de la infancia para ella, que debía estar algo asqueada de los que querían su cuerpo y no pensaban desposarla. “Al fin que es la hija de una criada”, había escuchado decir a alguien.

A él no le importó, fue el único que le hizo propuestas serias, la cortejó con ansias, le hizo regalos, construyó una casa…

Se casaron.

Llora en la cantina al recordar la suavidad de sus manos el día de la boda. Y llora de nuevo al revivir la expresión de asco que le vio en la cara cuando ella al fin lo vio desnudo, y descubrió el enorme lunar peludo que tenía en la ingle cubriendo un tercer pezón que ningún cirujano le quiso quitar.

Cogieron, claro que lo hicieron. Él tuvo que forzarla y desflorarla con fuerza. Ella no era la gloria que esperaba, era dura, se veía molesta, agredida.

Desde que el niño nació no había dejado que él volviera a acercarse. Decía que le dolía, que el parto la había dejado mal, que la habían suturado mal… Orlando le ofreció golpes al médico, lo amenazó con matarlo. El médico le aseguró que no había nada malo en ella. Jamás le creyó.

Hace varios meses Orlando se quedó sin trabajo. Al principio ella toleró la situación, él le pidió que trabajara pero ella no sabía hacer nada. Don Gaspar le da algo para que alimente al niño, Orlando no logra estabilizarse, son meses difíciles.

Hoy ella le dijo que lo quiere, que lo respeta pero que no puede seguir con un hombre que no le da lo que merece. Ella aún cree que su cuerpo le puede comprar el paraíso y hay algunos que están dispuestos a pagar por ello.

Orlando llora en la cantina. La música le recuerda que ella merece sufrir. Ella merece la muerte. Ella lo dejó y se burló de su dolor. Ella no puede verlo llorar como cuando era niño. Ella no puede estar con nadie más. Ella merece ser humillada. Ella va a llorar. Ella merece un par de balazos.

El bebé llora en la cuna, Orlando sostiene la pistola y no lo cree. Ella está muerta, tirada en el suelo. El bebé llora. Orlando llora y gime: “y aunque estoy triste por ya no tenerte, voy a estar contigo en tu funeral”.

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