Créditos: Calanchina
Tiempo de lectura: 6 minutos

Texto: Lucrecia Molina Theissen

Fotografías: Mauro Calanchina

El 22 de mayo de 1979, Día del Estudiante, en el 59 aniversario de la Asociación de Estudiantes Universitarios, fui capturada por la policía junto con un grupo de estudiantes de la Universidad de San Carlos. Esa tarde me encontraba en la escuela “Niños de Noruega”, en La Limonada, donde acababa de obtener una plaza de maestra de grado, algo que era negado a quienes no éramos afines al gobierno. Esto fue posible gracias a que la señora Marina Coronado de Noriega, integrante del Frente Unido de la Revolución, el partido de Manuel Colom Argueta, había conseguido fondos en Noruega para construir el edificio y, al entregárselo al Ministerio, puso como condición que se nombrara a las personas que ella propuso. Eso, más la asistencia del embajador del país nórdico a una reunión con el coronel Clementino Castillo, el ministro de Educación, hizo el milagro. El caso es casi no teníamos alumnado por lo avanzado del ciclo lectivo, de manera que el director me dio permiso para retirarme y agarré camino para el Cementerio General. Quería unirme al homenaje a Oliverio, secretario general de la AEU, asesinado el 20 de octubre de 1978.

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Foto : Iván Alfonso Bravo, semioculto por M. Mota, Iduvina, Julio Estrada y Héctor Interiano

Al llegar a las puertas del Cementerio, avanzada la tarde, me encontré con un nutrido grupo en el que se destacaban las compañeras y compañeros del Secretariado de la Asociación de Estudiantes Universitarios (AEU) Héctor Interiano, Hugo Morán, Iduvina Hernández, Alfredo Baiza, Iván Alfonso Bravo, Julio Estrada y Aura Marina Vides Alemán. Con mantas alusivas, coronas y ramos de flores en las manos, atravesamos la amplia entrada del Cementerio, pese a que el lugar estaba lleno de radiopatrullas de la Policía Nacional. Con un megáfono, alguno de los jefes policiales nos instaba a no entrar porque, de hacerlo, nos decía, nos iban a capturar. Sin hacer caso de las advertencias, se organizó una columna y emprendimos la caminata hacia la tumba de Oliverio, situada casi al final del Cementerio.

Al llegar, había dos pájaros azules – las camionetas de la PN llamadas así por el azul oscuro del que estaban pintadas- llenas de hombres de civil, posiblemente miembros de la temible policía judicial. La policía nos cercó. Iván Alfonso se subió encima de un mausoleo y se dirigió a los tipos diciéndoles algo así como “compañeros policías, nosotros venimos aquí en forma pacífica, estamos ejerciendo un derecho constitucional de manifestación, no estamos molestando a nadie ni entorpeciendo el tráfico…” No lo dejaron terminar el discurso, lo agarraron y lo metieron al pájaro azul. Inmediatamente, nos ordenaron formar una fila para subir a la camioneta, no sin antes registrar las bolsas y los maletines que portábamos.

En ese momento, a la orilla del abismo, sopesé mis opciones. Algunos compañeros se habían escondido en el barranco, pero al recordar su profundidad y su topografía cortada casi a filo, sumé esto a la posibilidad de caerme y, temerosa, me uní a la fila para subirme al vehículo policial. Otros/as lograron eludir la detención sumándose a la gente que asistía a un funeral o se metieron a los nichos vacíos y pasaron allí la noche, igual que quienes se habían escondido en el barranco. Fuimos muchas las personas capturadas; ya no recordaba el número exacto, pero Iduvina Hernández, dirigente de la AEU, publicó la cifra en su facebook: 46, cuarenta hombres y seis mujeres (Auri Vides, Iduvina, Betty, dos muchachas que nunca habíamos visto, que me parecieron muy raras, y yo).

Además de la dirigencia de la máxima asociación estudiantil universitaria también detuvieron a directivos/as de asociaciones estudiantiles de facultades y escuelas de la Universidad de San Carlos y estudiantes comunes y corrientes, como quien esto escribe. Entre los nombres de los detenidos, viendo fotos y con la ayuda de Marylena Bustamante y Raúl Figueroa, recordé los de O. Pélaez, Eugenio Cap Yes (Shelito), Alfredo Terreaux, M. Mota, el Gordo Alvarado, el “Monstruito” y R. Quiñónez.

En el trayecto, tuvimos que masticar papeles “comprometedores” -amplia categoría que podía incluir hasta el cuento de La Caperucita Roja- y quienes tenían cargos en la AEU o en las asociaciones se comieron los carnets que los acreditaban como tales. Jóvenes y bromistas, con el humor de esos tiempos en los que aún tratábamos de reírnos de la muerte, Alfredo Baiza proclamó que “de ahora en adelante, los carnets de la AEU deberán ser impresos en champurradas”, propuesta que fue celebrada con alegres carcajadas. Otro de los frecuentes chistes macabros era “¿ya le diste la foto a Mauro?”, nuestro querido Mauro Calanchina, maravilloso fotógrafo y diseñador, un revolucionario, quien hizo los afiches de denuncia y homenaje de casi todos los compañeros y compañeras que fueron asesinados o desaparecidos en ese tiempo y dejó el testimonio gráfico de esa tarde.

En los pájaros azules, nos trasladaron al Segundo Cuerpo de la Policía Nacional, situado en la 11 avenida y 4ª. calle de la zona 1, donde nos mantuvieron en el patio separadas de los varones. En el cuartel policial, pedí permiso para ir al baño y me fijé en que había un teléfono público. Algunos compañeros se acercaron con disimulo para ocultarme de la vista de los custodios y llamé a mi amiga MG para pedirle que me fuera a sacar de allí; lo que menos quería era que mis papás se dieran cuenta para no afligirlos. Estando al teléfono, les pedí a los compas que juntaran todas las monedas de cinco centavos –el costo de una llamada de tres minutos- y me fueran pasando los nombres de toda la gente detenida. Me comuniqué con alguien en la Universidad, a donde la noticia ya había llegado; se prepararon listas y se buscó auxilio legal para presentar hábeas corpus. Mientras tanto, nos ficharon. Además de llenar nuestros datos a mano, un mecanógrafo también los iba tomando, junto con las huellas y las fotos.

La condición para soltarnos era que, pese a que éramos mayores de edad, tenía que llegar alguien de la familia (el padre, la madre, la abuela, un tío). Casi me echo a llorar cuando no quisieron liberarme a pedido de mi prima ni de MG. Logré salir hasta que llegaron mis padres y firmaron un papel en el que se hicieron responsables de mí y de mis actividades, pero hubo gente que se las vio a palitos porque sus familiares vivían en el interior o fuera del país. Además de lo que se pueda decir en cuanto al irrespeto a nuestros derechos y condición ciudadana, toda la situación era un absurdo total desde el momento en que no nos querían dejar entrar al Cementerio.

Esa noche, presa en el segundo cuerpo de la policía nacional, dirigida por el criminal Germán Chupina Barahona, no recuerdo haber tenido miedo. No estaba sola y fueron circunstancias diferentes, si se comparan con las que terminaron en asesinato y desaparición forzada, no sin antes haber pasado por el horror de la tortura

Un año y un mes después, en junio del 80, ocurrió la detención masiva y posterior desaparición de dirigentes sindicales, hombres y mujeres, en la sede de la Central Nacional de Trabajadores, que fue seguida en agosto por la detención desaparición de sindicalistas y profesores de la Escuela de Orientación Sindical de la USAC en la finca Emaús. Ante estos hechos, alguna vez pensé que nosotros hubiéramos podido ser el primer grupo desaparecido en la oleada terrorista de los setentas y ochentas, en ese momento en escalada.

Como un cometa, que ilumina el cielo breve y fugazmente, así fue la generación de los setentas en la escena política guatemalteca. Muy pocos de los cientos de jóvenes hombres y mujeres involucrados en las luchas populares y revolucionarias de entonces lograron sobrevivir a la embestida mortal. De esa tarde, no son muchos los nombres que se quedaron retenidos en mi memoria, pese a que no quedé conforme hasta haberlos dado todos por teléfono. Del Secretariado de la AEU sobrevive Iduvina, una mujer inclaudicable, a quien admiro y respeto por sus convicciones y su postura firme y frontal contra la injusticia. Los demás fueron aniquilados/as en un lapso de cinco años, como Iván Alfonso, asesinado en marzo del 80; Auri Vides, cuyo cuerpo apareció a finales de noviembre de 1981; Alfredo Baiza y Julio Estrada, ambos desaparecidos en 1984, sus casos figuran en el Diario Militar; Hugo Morán fue asesinado. Ya en el 78, las fuerzas represivas de la dictadura luquista habían matado a Oliverio y desaparecido a su sucesor, Antonio Ciani. Algunos/as, muy pocos/as, salieron al exilio. Sentí cada pérdida hasta lo más profundo de mi ser. Con cada golpe, mi corazón fue endureciéndose.

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Foto : Héctor Interiano, Aura Marina Vides y Hugo Morán, rodeados de policías nacionales y judiciales

Hoy, evoco con admiración, lealtad y cariño a las compañeras y compañeros que fueron arrebatados de la vida inermes e indefensos. Están en la intemporalidad de mi recuerdo tan jóvenes y hermosos como entonces, la mayoría ni siquiera llegó a cumplir los 25 años. No me cabe duda de que el nuestro sería un país distinto si no se hubiera producido la matanza.

Y sobre los criminales, me pregunto, ¿habrá suficiente agua en el mundo para lavar la sangre de sus manos? Más allá de la cárcel, que aún no han conocido pero visceralmente espero que lo hagan porque no creo en el infierno, ¿habrán sido castigados por la vida? ¿Sienten culpa? ¿Cierran sus ojos y ven los rostros de estxs jóvenes que detuvieron, torturaron, desaparecieron o asesinaron sin piedad? ¿Se han arrepentido alguna vez de haber matado tanto?

No lo sé y seguramente no lo sabré nunca, pero hoy quiero imaginarlos atormentados por la culpa y deseando, quizá, retroceder el tiempo para actuar de un modo diferente, como yo lo hago a veces cuando pienso en que, como luchadorxs ciudadanxs que éramos en ese momento, no nos defendimos más que con la palabra.

Las fotos son de Mauro Calanchina, ¡Gracias, Ximena!

Fuente: cartas a Marco Antonio

 

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