Como cambia la vida ser padre

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Créditos: Cortesía.
Tiempo de lectura: 3 minutos

Por Jonatan Rodas

Esta es quizás la quinta vez que intento escribir respecto a mi condición de padre. Tal como lo he hecho en los anteriores cuatro intentos, quiero comenzar recordando la pregunta que me hizo una querida amiga unos meses después del nacimiento de Nacho, mi hijo: ¿te cambió la vida?

Cada vez que pienso en escribir al respecto me detracto al leer de nuevo los textos y considerar que no logran decir lo que exactamente quiero decir, o mejor dicho, que no explican lo suficiente cómo me cambió la vida la llegada del Nacho, porque de hecho la cambió.

Hoy he visto por el Facebook la foto de una sobrina en segundo grado, es decir, la hija de una prima mía. Se llama Madelyn y tiene ya 19 años. Porque me escribió y me pidió aceptar su invitación de amistad supe que era ella, de lo contrario no la habría reconocido.

A Madelyn la conocí cuando ella tenía quizás seis años, llegaba a mi casa acompañada del Tito su hermano menor. A veces íbamos al zoológico, o a un parque o a pajarear a algún centro comercial. No voy a negar que lo hacía por una especie de altruismo que yo suponía ostentar. Pero para ser justo conmigo también lo hacía por una especie de identificación, por eso que dicen los papás respecto a sus hijos “porque uno no quiere que ellos sufran lo que uno vivió”.

Cosas similares me pasan con el Nacho, pero siendo este mi hijo, se columpia.

Más allá de esos detalles de educación entre padres e hijos, la imagen de Madelyn a sus diecinueve años me hizo confirmar mi esperanza de que la vida es posible. Permítanme ser romántico, sí. Pero me refiero a la vida no como un hecho dado sino como la persistencia de una lucha que sigue, a pesar de que hay en este mundo y en nuestros pequeños espacios, poderes, grupos y personas que viven de la muerte de los otros. Y peor aún, que en nuestra aceptación de esas imposiciones muchas veces creemos merecer esa muerte: social o física.

Yo ví a Madelyn y sentí mucho miedo. Debo responderte querida Zaira (la amiga que me hizo la pregunta) que sí, algo cambió en mí. Ahora tengo miedo de la muerte y tengo miedo de que esa muerte y esos poderes que se viven de ella lleguen hasta la Madelyn o hasta mi Nacho. Y eso no es romanticismo. Es una verdad sentida.

Y quizás sea por eso que cuando supe de los 43 estudiantes de Ayotzinapa en México y luego de las manifestaciones de sus familiares; cuando miraba en los noticieros casos de violencia extrema en los que niñas y niños eran las víctimas; cuando desalojaron a las familias del periférico hace más de un año y las imágenes de la televisión mostraban a niños acarreando los palos de sus champas en plena noche; a mí se me compungía el corazón. Y me llegué a preguntar: que haría yo si un día me dicen “mire su hijo se lo llevó el ejército”.

Si cambia la vida un hijo. Porque yo me volvería loco, y les pediría a todos mis amigos a que estuvieran conmigo buscándolo, que me ayudaran a gritar por las calles para que me escuche y salga de donde esté para abrazarme. Yo simplemente no podría vivir con la pena de que me lo quitaron solo porque a alguno de esos poderes se le ocurrió que el muchacho era incómodo para ellos.

En la fotografía Madelyn aparece sonriendo (aún a pesar de las circunstancias que sé ha de tener) y me sorprende esa capacidad de vivir; me hace sentirme avergonzado de mí mismo que me asusto cuando pierdo alguna pequeña comodidad.

Y vuelvo entonces a pensar en las madres y padres de esos muchachos que ya no están. ¿Cómo estará su corazón? Sonriendo a las cámaras quizás, y por dentro talvez soportando la tristeza que supone la pérdida de un hijo.

Hoy que fue 2 de octubre en este pequeño espacio donde me ha tocado detenerme en mi itinerario, muchos se manifestaron para recordar también a aquella muchachada masacrada por los militares en la Plaza de Tlatelolco. Nosotros salimos también, no solo por la costumbre de ir, sino también porque creo firmemente que, más allá de que digan que ya perdió el sentido, que siempre se dice lo mismo, y todo lo demás; porque nosotros yo, y quizás el Nacho después, somos vehículos de memoria. Para que los que sufrieron por la masacre de Tlatelolco, y para que los padres de los 43 muchachos de Ayotzinapa se sientan acompañados. Yo no sé si los que van manifestando sean coherentes o no con lo que dicen, pero sí sé que si yo fuera el padre de alguno de aquellos 43 desearía poderlos abrazar y agradecerles que tengan voz para llamar a mi hijo, a mi hija. Y también agradecerles toda la rebeldía para nunca morir.

Por eso escribo ahora, para que Madelyn sepa que aún sigo deseando un mundo distinto como el que suponía podía ser años atrás y para que el Nacho sepa que mi vida cambió cuando él llegó, y soy feliz por eso.

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