Por Héctor Silva Ávalos
A medio concierto, cuando ya suenan los guitarrazos de Todos los gatos son pardos, Saúl Hernández, vocalista de Caifanes, se toma unos instantes para contar que la canción nació cuando él y los otros eran una banda de amigos que recorría las calles y esquinas del Distrito Federal en busca de la inspiración loca para componer. Eso también es Caifanes, un grupo de cheros, de cuates buscando acordes y melodías para hablar de las aventuras más básicas, como la de encontrarse en las calles de la juventud.
Ellos, como dice Fito Páez, nos pusieron las canciones en el walkman, y nosotros las hicimos himnos cada vez que huimos a las esquinas de nuestros barrios con los amigos a los que, a los 15, 17, 19, les contamos todo para no hundirnos.
“Cuéntame tu vida, cuéntamela toda
Dime si estoy vivo, si todavía respiro”.
Caifanes, una de las bandas mexicanas de rock más relevantes, fue, una vez más, sus canciones en el concierto que dio el 27 de febrero pasado en la sala Fillmore de Silver Spring, un suburbio multirracial a unos 10 kilómetros al norte de la Casa Blanca. Y fue también la banda una voz de protesta en el corazón del Mordor en que empieza a convertirse este Washington de Donald Trump.
Expuesto a la nostalgia con el cancionero de Caifanes, el público tronó. Respondió con un cariño profundo por la música. Con devoción. Con agradecimiento. Y se exaltó hasta las lágrimas cuando Diego Herrera Díaz Negrete, tecladista y vientos, se plantó solo en el escenario y le sacó a su saxo las notas del himno nacional de México.

Ya antes Saúl Hernández había dicho: “No importa por cuántos lugares viajen o en cuántos lugares vivan, hay un lugar que siempre vivirá en ustedes… Ese lugar es…” El cantante dijo México, claro, para nombrar ese lugar, pero dejo un espacio antes de hacerlo, como dando tiempo para que cada uno pusiera el nombre propio que quisiera: El Salvador, Guatemala, Honduras, a juzgar por las banderas presentes en el Fillmore.
También dijo otras cosas Hernández; guiños al mar horrible en que ha entrado Estados Unidos en su viaje al gobierno del supremacismo blanco, el odio al extranjero y el fanatismo. Dijo, el cantante, que le llenaba el corazón estar con su raza, más en estos tiempos tan difíciles. Y gritó: “Lo vamos a decir de aquí hasta la eternidad, siempre será el golfo de México… América es un continente”. In your face, shithead.

La reivindicación del migrante, de sus derechos, estuvo presente en el concierto como una subtrama, contada en canciones como el cover del Clandestino de Manu Chau, que llegó acompañado en la pantalla central del escenario por imágenes de migrantes mexicanos y centroamericanos en su ruta hacia el norte.

La trama principal fueron la nostalgia y el cancionero de la banda, el que puso sonido a miles de fieles adolescentes en los últimos 80 y los primeros 90 del siglo pasado. Para ellos, público entregado, cantó Caifanes en Silver Spring. Hispanohablantes hoy de 40 y más. Migrantes todos. Unas 1,500 gargantas que corearon sin descanso el repertorio por el que la banda mexicana pasó con disciplina, un playlist esencial que dejó algunos espacios para improvisaciones musicales como el solo de saxofón de Diego Herrera o un par de reuniones frente a la batería de Alfonso André.
Junto a mí, en el Fillmore, uno de eso adolescentes de cuarentaymuchos. Bajito. Delgado. Barba de chivo. Chumpa de cuero. Había llegado él solo al concierto. Recibió las primeras canciones con un dejo de nostalgia en el rostro. Al principio, apenas cantó. Salió un rato después de la primera media hora. Cuando regresó lo acompañaba el inconfundible olor a hierba fumada. Y desde que regresó no paró de cantar. De llorar con discreción. De vivir a tope la noche de Caifanes.
Le llegó el momento a Aquí no es así, himno sagrado de adolescencia, juventud y primera adultez:
“… Sigues caminando sobre viejos territorios
Invocando fuerzas que jamás entenderás
Y vienes desde allá donde no sale el sol
Donde no hay calor
Donde la sangre nunca se sacrificó por un amor”.
Suenan las guitarras. Suena la batería. El alma vuela a los lugares donde sí nos sacrificamos. Esos en los que el sol salió alguna vez y hoy están llenos de oscuridad. Este concierto, al final, es eso: un viaje a los años de adolescencia, cuando los mundos son todos nuevos y el tiempo es más largo, cuando el presente es más intenso y el futuro siempre está lejos. Cuando las fuerzas son más, igual que el aguante. Cuando vivimos más de cerca la noche y convivimos con sus criaturas, entre las que siempre debemos de contar al yo que fuimos antes.
Para un adolescente centroamericano, para uno salvadoreño, Caifanes fue, más allá de la muy radiada Negra Tomasa, banda en vivo con covers de los roqueros mexicanos, españoles y argentinos, playlist que también incluyó a Soda Stereo, Héroes del Silencio, Rata Blanca, Enanitos Verdes, en bares que se convirtieron en templos, como el Malibú de San Salvador.
Eran los años en que la escasez tecnológica y la relatividad de las leyes permitían que la música existiera en casetes pirateados que se compraban en los semáforos en combinaciones imposibles: Lado A Ray Conniff, Lado B Caifanes. Eran los años en que se construye la memoria, los más intensos.
Esos años pasaron, la música de los Caifanes se quedó, en el walkman, el CD, el vinilo de nuevo, el streaming. Se quedó a acompañar los recuerdos en los años en que somos más viejos y nos va quedando solo eso, la memoria. De pronto, cuando esa música vuelve con la intensidad de un concierto, más íntimo ahora, regresa un poco del sol que alguna vez se fue en busca de la luna, vuelve la luz cuando ya las canciones de Caifanes no son el augurio de algo que pasará, sino la descripción de lo que ha pasado o de lo que está pasando:
“Antes que muera
Déjame amarte en vida
Hasta que el sol
Se escape con la luna…”
Es música que no muere. Es música que revive. Música que salva. Bruce Springsteen se lo explicó al periodista David Remnick en una entrevista: “La rutina, la responsabilidad, la decadencia de las instituciones, la corrupción. Este es el mundo que se cierra sobre nosotros. La música, cuando es realmente grandiosa, expulsa toda esa mierda y deja que la luz vuelva, que el aire vuelva, que la energía vuelva… Muchas veces la gente se lleva eso y lo atesora durante un buen tiempo”. Eso se lleva uno de un concierto de Caifanes, un poco de luz.
Dice Saúl Hernández que uno existe solo adentro, no afuera. La música de ellos, los Caifanes, lleva años viviendo adentro de los 1,500 y más que fuimos al Fillmore de Silver Spring y de los que salimos de sus conciertos, siempre, con más luz.