Por Dante Liano
Francisco Robles empujó la puerta de sonora y chirriante madera, labrada por un ejército de insectos, principalmente las polillas, enemigas tenaces y persistentes de todo lugar en donde hubiera libros. Dio algunas voces para hacerse notar, y de la oscuridad emergió un hombre en todo mediano: edad, complexión, cabellos. Por la gabacha negra que gastaba, podría imaginarse un cocinero, solo que grasa y retazos pegados a la tela indicaban otra profesión. Robles lo saludó con un abrazo, pues las manos untadas de tinta negra impedían otro saludo. “Cuando hace calor en Madrid”, dijo, banal, “no sabe uno dónde meterse”. El impresor aceptó el comentario trivial. Luego, su mirada cayó sobre una alforja de donde se adivinaban los muchos folios, pesados y agobiantes. Francisco Robles depositó el morral en una mesa de madera basta, que hacía de mostrador en esa imprenta. “Te traigo un manuscrito”, advirtió, casi como una amenaza. Juan de la Cuesta alzó la cabeza, como a veces hacen las gallinas cuando beben. “¿De qué se trata”. “Una novela”. “¿De aventuras?”. “Más o menos”, aclaró Robles, “pero es también una parodia”. “¿Hace reír?” “Mucho”, afirmó, convencido, el librero. Francisco Robles era un lector acucioso, vario y reflexivo. Esas cualidades lo habían convertido en librero de corte. Los escritores acudían a él para venderle los derechos de impresión de sus libros y con eso, se había ganado una buena fama.
El verano había entrado temprano ese año. Hacia fines de junio, o principios de agosto de 1604, no se recordaba bien, había llegado a él un viejo autor que a duras penas sobrevivía en Madrid. No era un mal escritor y era bastante conocido en el estrecho círculo literario de la Villa y Corte. Sin embargo, no había tenido la suerte de Lope o de Quevedo. Se llamaba Miguel de Cervantes y tenía a sus espaldas una vida llena de aventuras. Robles pensó que si Cervantes hubiese escrito su vida, habrían tomado el libro como una novela. No hacía mucho había estado en la cárcel, en Sevilla y ya era una hazaña que hubiera salido vivo de la experiencia. “Estando en la cárcel se me ocurrió una idea”, le había confesado. “Se me ocurrió escribir una novela de caballerías”. Robles había alzado las cejas, con asombro y desaprobación. “Hay tantas”, le comentó al escritor. Don Miguel le respondió: “Pero la mía es una parodia”. “¿De qué trata?”, preguntó don Francisco. “De un viejo hidalgo, como yo, que se vuelve loco y quiere ser caballero andante”. La sola idea le provocó una sonrisa. “No está mal”. “Apenas salí de la cárcel me puse a escribir. Después de relatar la primera aventura, me pareció que estaba bien, y acabo de completar el libro”. Don Francisco de Robles contempló a Don Miguel. ¿A quién se le ocurre escribir una novela a los 55 años? Claro, había publicado La Galatea, pero no había tenido un gran éxito. Algunas poesías en una ciudad de poetas completaban la lista. Pensó que don Miguel de Cervantes era la viva imagen de la dignidad castellana: pobre, soñadora, ansiosa de buena fama. “Déjeme el manuscrito”, le dijo. “Ya le contestaré”.
Para ser francos, don Francisco creyó que, desde las primeras páginas, se iba a encontrar con un bodrio. Gran sorpresa se llevó cuando el manuscrito lo atrapó no solamente con las aventuras cómicas del hidalgo chiflado, sino con un lenguaje suelto, atravesado y de gran riqueza. Cervantes imitaba el modo de hablar de sus personajes, según la clase, la condición y la cultura y la obra parecía concebida en un estado de gracia que la llenaba de encanto. A cada rato el protagonista achacaba sus desgracias a los magos y encantadores. Magos y encantadores habían llenado de gracia el relato. No se podía soltar y no se podía dejar de reír. Al terminar de leerlo, don Francisco Robles había decidido publicarlo. Hacia principios de agosto convocó a don Miguel de Cervantes y le ofreció una buena cantidad de dinero por el manuscrito. “Don Miguel”, le dijo. “Le ofrezco 1600 reales”. El hombre aceptó con gusto, pues era buena cantidad de dinero. Se necesitaba un protector, como siempre, y Cervantes había pensado en el Duque de Béjar, un Grande de España con abundantes posesiones en la región de Salamanca. Tenía fama de buen mecenas, pero a Cervantes no le fue tan bien. Robles sonrió: “Poca protección, prólogo escaso”. En efecto, la dedicatoria al Duque de Béjar es singularmente corta. Reflexionó: “¿Quién, en los siglos por venir, sabrá que la brevedad se debe a la parquedad de dineros?”. Robles había entregado el manuscrito a un copista, quien lo había pasado en limpio para que fuera legible. Los autores escribían con caligrafías imposibles, arañas y rasguños que corrían por los folios, impregnados de los aceites y azúcares de las mesas en los que eran redactados. Muchos tenían errores de ortografía o de sintaxis, y los amanuenses corregían todas esas faltas antes de llevarlas a la imprenta. De modo que los folios entregados por Robles al impresor Juan de la Cuesta ya eran la primera copia de la novela.
Juan de la Cuesta tardó cuatro meses en imprimir ese texto. Cervantes tenía prisa por publicar. No por el ansia natural de los autores que se mueren por tener el libro entre las manos, como si fuera la constancia de su buen trabajo, sino porque ya se sabía, en los ambientes literarios, que Francisco López de Úbeda estaba por publicar una novela que prometía mucho: La pícara Justina. Nada mal como idea, muy parecida al atrevimiento de Cervantes. Si este convertía a un hidalgo en caballero andante, López de Úbeda manejaba la gracejada de convertir a una mujer en pícara. “Esas rivalidades entre escritores”, pensó Robles como quien se acuerda de algo absurdo. El impresor contrató a cuatro cajistas para que compusieran el libro. Con una cierta melancolía, sea Robles que Cervantes aceptaron los errores de los tipógrafos. Era siempre así: en el arduo trabajo de colocar los tipos en los rieles de imprenta, muchos gazapos se escapaban. Y lo peor es que se atribuían al autor. Al hojear el libro impreso, Cervantes se dio cuenta de que el capítulo 43 carecía de título. También había errores en los encabezamientos de varios capítulos. El error más famoso lo advirtió medio mundo y Francisco Robles no recordaba si era de Cervantes o de los cajistas. Lo cierto es que, en el capítulo 23, alguien le roba el asno a Sancho y en el capítulo sucesivo el asno aparece tan campante, como si nada hubiera pasado. Por los siglos, con la fama del libro, que se llamó, al fin, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, la gente se lucía haciendo notar el error del asno desaparecido.
El libro había aparecido en enero de 1605. Hacia febrero, Juan de la Cuesta comunicó a Robles que había sido un éxito y que preparaba la segunda edición. A Madrid, llegaban noticias de las ediciones piratas de Portugal y Aragón, que no eran tan piratas, pensó Robles, porque no había podido adquirir los derechos de esas regiones. No es que fuera frecuente volver a editar un libro tan rápidamente. El invierno arreciaba en Madrid, con sus severos fríos barridos por el viento helado que viene de las montañas, cuando el librero se encontró, otra vez, con el impresor. “Pienso sacar otra vez el libro en mayo”, dijo Juan de la Cuesta. Robles adivinó lo que seguía: “¿No me diga que fundió los tipos de la primera edición?”, preguntó sin preguntar. Juan de la Cuesta respondió: “Claro que los fundí. Voy a contratar otros cajistas para componer el texto de nuevo”. Robles aprovechó: “Esperemos que no tengan tantos errores como en la primera edición”. En efecto, los cajistas de la segunda edición corrigieron los errores de la primera, pero cometieron otros nuevos. Y como no se sabe cuáles eran de Cervantes y cuáles de los tipógrafos, muchos se atribuyen a Cervantes. Esos errores hacen más deliciosa la obra, porque los lectores reconocen la profunda humanidad de esas fallas, se ven en el espejo y sienten que también, de alguna manera, son protagonistas de la obra.